Teología y vulgarización político-jurídica del martirio en la monarquía universal católica

AutorVictoria Sandoval Parra
Páginas641-671

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1. La teoría del martirio según Santo Tomás de Aquino

La elección de la doctrina de Santo Tomás de Aquino para formular una teoría del martirio propia de la Edad Moderna hispánica responde al hecho evidente de su valor como fundamento de la teología de la Segunda Escolástica, en calidad de constructor de la corriente filosófica y teológica que sentó las bases de la renovación del Derecho natural: un iusnaturalismo de cariz intelectualista, contrario al voluntarismo, que significó la ortodoxia católica y constituyó bajo el espíritu contrarreformista la base de un pensamiento reinterpretativo y original plasmado por los juristas y teólogos modernos en sus tratados y comentarios para adquirir por lo demás una connotación política y jurídica en orden a la legitimación de la naturaleza y los fines de la Monarquía universal1.

Así también la lectura de Santo Tomás de Aquino es obligada porque la teología moderna adopta indudablemente su estudio dogmático del martirio, y la utilización de esta idea virtuosa en el funcionamiento de la Monarquía hispánica lo mantiene siempre como referencia.

a) El martirio, acto de justicia y fortaleza

Al igual que la fortaleza del hombre justifica su ánimo en la justicia humana, y de este modo la hace posible como un fin, mediante el innato instrumento

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de una capacidad para soportar y superar los peligros, inclusive el de la muerte, hay una innata y divina fortaleza, que tiene por razón de ser la férrea y ciega fe en Cristo, que consolida la grandeza del individuo en la consumación del bien de la justicia divina. Siguiendo a Santo Tomás, pueden entonces considerarse dos aspectos en el acto de la fortaleza: el primero es la fortaleza en sentido propio o si se quiere teleológico, como el bien espiritual que persigue, como meta, el fuerte, y el segundo es la firmeza que se requiere en el tránsito, a modo de constancia o perseverancia, para alcanzar ese mismo objetivo. Ambos conceptos, el bien espiritual como fin y la firmeza, se complementan en la fortaleza: la firmeza del fuerte es precisamente lo que impide ser apartado del bien por una voz persuasiva y enemiga. En consecuencia, si el cimiento del martirio es la firmeza y el apoyo en la fe, la fortaleza a su vez constituirá el hábito virtuoso que permita soportarlo en función del bien espiritual perseguido.

Pero no sólo la fortaleza es virtud del martirio, pues éste no existiría sin la caridad. En efecto, la caridad es la virtud predominante que inclina la naturaleza del martirio convirtiéndolo en un hecho meritorio. Ante la carencia o ausencia de dicha virtud caritativa, el martirio no podría ser considerado como una virtud consumada y, por ende, carecería de efecto alguno. En este sentido, en el martirio, caridad y fortaleza van juntas, unidas, ligadas, pues la caridad, entendida como una cualidad propia del sujeto, contribuye a la generación y apuntalamiento de la fortaleza. Y bien es verdad que hay, en esta unidad de virtudes, un factor moderador, por parte de la caridad, en la fortaleza con la que con mayor rigor –como hace Santo Tomás– se identifica el martirio: la atención hacia el prójimo excluye la confusión de la fortaleza con la mera fuerza, de manera que resulte excluida una respuesta activa o contraataque ante las circunstancias que la virtud del fuerte debe soportar. Como está medida por la caridad, debemos entender que en el acto martirial la fortaleza únicamente contribuye constreñida a su sentido esencial, que es la capacidad de soportar, de pasión, y convirtiéndose en consecuencia la paciencia en una de las virtudes más apreciadas de los mártires2.

Conformado por la caridad y la fortaleza, el martirio es entendido como un acto virtuoso que consiste en el mantenimiento firme en la verdad y en la justicia, entendidas ambas como objeto de razón y fe, ante las constantes agresiones de sus eventuales perseguidores. Y este ánimo de cara al martirio hay que prepararlo, en el sentido de que hay que trabajar el espíritu para soportar debidamente las pasiones injustamente sobrellevadas. La clave está, para obrar conforme a la razón de fe, en padecer con moderación los atropellos que el prójimo ocasio-

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ne, subrayándose siempre la ilicitud de la provocación, esto es, excluida la incitación que da a otro sujeto la oportunidad o causa de una actuación indebida de la que seremos objeto. Así, hay una virtud de la pasión en el martirio: si la fortaleza natural de la que dispone el hombre contiene el bien de la virtud para soportar el peligro, y fundamentalmente el de la muerte, el hombre mostrará su fortaleza de aliento divino en esa resistencia, que alcanza incluso ciertamente al riesgo del óbito, como si el mártir venciera en la batalla espiritual del pánico a la muerte con que el enemigo lo reta, y resultara gracias a la fe en Dios, como dice San Cipriano, con la voz libre, el alma inmaculada y la fuerza divina de los siervos de Cristo. Y esto, no obstante la victoria en esta suerte de batalla celestial librada en el fuero interno no se encuentre sólo en la muerte misma, que es su consecuencia última y perfectiva, sino en el propio acto de la resistencia, que es en efecto fortaleza virtuosa3.

b) El martirio como un acto de perfección de la caridad

Siguiendo a Santo Tomás, el martirio es un acto que requiere de una suma obediencia e imitación de Cristo, pues Él fue obediente hasta su muerte de la misma forma que el mártir ha de ser completamente sumiso hasta llegar a la suya propia. Así, la suma obediencia, unida a un proceso tan violento como el padecimiento del martirio, ratifica la perfección virtuosa del acto.

A su vez, si el martirio es un acto de perfección de la caridad, un perfecto acto de virtud si se quiere extremado en cuanto requiere soportar la muerte, ha de considerarse que esta pasión no sería loable si no fuera por una fe ciega y amor a Dios, como el que muestra el mártir anteponiendo a Éste sobre todas las cosas. Ciertamente, el amor caritativo se descubre partiendo de la base de que el hombre tiende fundamentalmente a valorar su propia vida y a detestar la muerte, un hecho odioso por naturaleza y cuánto más si viene acompañado, como suele ocurrir en la situación del mártir, por la violencia y el tormento; el martirio sin embargo radicaliza la caridad porque contempla a Dios sobre la propia vida, y en correspondencia valora la muerte no tanto como una circunstancia odiosa cuanto como un trance potencialmente de perfección y vinculado a la caridad, si ésta se entiende como la virtud por la cual se ama a Dios por encima de todo y a la que se une la obligación que tiene el ser humano de amar al prójimo tanto como a sí mismo en el sentido precisamente de una prolongación de aquel amor a Dios, a modo de una caridad extremada. Tal y como indica San Juan, dar la vida por los amigos es el mayor amor que cabe ofrecer. Así, a pesar de la crudeza del proceso al que se ha de someter el mártir, es propio de éste no reflejar temor alguno y esperar paciente y aun de forma apacible y sosegada el

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desarrollo de los hechos, a sabiendas del fin esperado, que traduce su incondicional amor a Dios.

Con todo, como explica San Agustín, la disposición al martirio no debe confundirse con una valoración del martirio como el único camino para la salvación, ni sentenciarse su necesidad de padecerlo como la única vía para llegar a Dios. Y es que, aunque se trate de un acto perfecto, el martirio no es la única y sola forma de ganar el cielo, preservándose el libre albedrío, contra la ominosa fuerza de los acontecimientos que condicionan la pasión. Si libremente el hombre puede alcanzar a Dios por diversas vías, esa voluntariedad también sirve en definitiva para calificar el acto mismo del martirio como un acto voluntario, y no como un camino fatalista derivado de unas penosas circunstancias. Como recuerda Santo Tomás, los santos mártires son recordados en su movimiento caritativo y fervoroso para con Dios justamente porque optaron de forma voluntaria por la vía del martirio, y en esa libre voluntad como fundamento de un pasión virtuosa demostraron sustantivamente el mérito mismo de su virtud4.

c) El martirio, un acto perfeccionado por la muerte

El mártir es aquél que antepone su fe en Cristo sobre todas las cosas; aquél que menosprecia lo que le ofrece la vida terrenal y ansiosamente espera la felicidad supraterrenal; repele lo visible y aprecia lo invisible. Ahora bien, con sus obras no puede mostrar ningún desapego hacia lo material, pues de esta forma el mártir no distaría mucho de cualquier hombre común cuya ambición por conservar la vida le podría conducir incluso –como a veces sucede, bajo la fuerza del miedo– a la repulsa de sus familiares y bienes materiales. Así, Santo Tomás relata lo que Satanás espetó contra Job: “Piel por piel. Cuanto tiene el hombre lo dará por su alma”. El mártir prolonga su virtud en el sacrificio, no sustituye ni renuncia a aquélla con éste; el mártir no desprecia lo temporal a cambio de la salvación de la vida, y si arriesga la vida es a partir del mantenimiento de su aprecio virtuoso, sin duda como una prolongación, como una dilatación de su fortaleza.

Por eso el mérito del martirio no se encuentra...

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