De la sumisión al poder: la evolución ideológica del cristianismo después del Nuevo Testamento según Gonzalo Puente Ojea

AutorRaúl González Salinero
Páginas111-119

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En la línea de eminentes biblistas e historiadores de los inicios del cristianismo como C.G. Montefiore, J. Carmichel, H. Schonfiel, G.F. Brandon, G. Vermes, H. Maccoby, L. Rougier o A. Robertson, Gonzalo Puente Ojea ha emprendido a lo largo de su obra, con honestidad intelectual y mano maestra, el estudio integral de los orígenes y evolución del cristianismo antiguo desde una perspectiva ideológica, la única vía posible para desentrañar en profundidad el verdadero significado histórico de figuras como Jesús de Nazaret o Pablo de Tarso, por primera vez en España. Asimismo, sus estudios han logrado descifrar, desde una independencia científica poco habitual en nuestra tradición historiográfica, las claves históricas (y en tal sentido, ideológicas) que determinaron el surgimiento de las primeras comunidades cristianas por todo el Mediterráneo hasta llegar a la configuración institucional de una Iglesia fuertemente vinculada a los círculos de poder del Imperio romano, primero, y del Imperio cristiano, después.1A medida que, tomando a los Sinópticos -último tercio del siglo I- como prueba del predominio del paulinismo frente al judeocristianismo, la asunción de los presupuestos ideológicos paulinos por parte de la mayoría de las comunidades cristianas se hacía cada vez más evidente, el judeocristianismo palestinense, que hasta el arraigo de la formulación paulina había conseguido mantener un fuerte vínculo de autoridad con respecto al recuerdo y transmisión de la predicación y enseñanzas del maestro, fue convirtiéndose paulatinamente en una corriente cristiana minoritaria, marginal y antagónica.2«La neutralización ideológica de la vocación revolucionaria del judeocristianismo -tal y como advierte G. Puente Ojea- comenzaría anulando, siguiendo la interpreta-

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ción paulina del concepto de verdadero Israel, la pretensión tradicional del judeocristianismo de representar al movimiento mesiánico en su sentido genuino».3Además, al mismo tiempo que el cristianismo paulino se iba alejando de la tradición judeocristiana, fue también acercándose y sometiéndose a los presupuestos ideológicos que sustentaban el entramado social y político del Imperio romano.4Desde la acertada óptica de G. Puente Ojea, toda reivindicación socio-política defendida por el judeocristianismo fue pronto radicalmente aplastada por el nuevo mensaje paulino, despojado éste absolutamente de cualquier rastro de mesianismo judío.5Con Pablo asistimos, por tanto, a los inicios mismos del largo y profundo proceso de «despolitización» y «desjudaización» del mensaje cristiano primigenio; de ahí que hallemos en sus escritos el germen de la polémica antijudía que, desde sus inicios, ha acompañado siempre a la doctrina cristiana.6Sin duda alguna, es en este contexto en el que debemos situar el concepto de neutralización ideológica de la tradición judeocristiana que introduce G. Puente Ojea en su análisis del cristianismo paulino.7No se trata de un proceso de drástica erradicación de la «herencia judía», que habría conducido a su frustración ideológica antes de que se hubiese asentado en la incipiente doctrina cristiana, sino de una reinterpretación consuntiva por medio de la cual se transformaban las raíces judías hasta hacerlas prácticamente irreconocibles. «Esta neutralización -según G. Puente Ojea- sólo podía obtenerse, no repudiando repentina y bruscamente el judaísmo, sino reinterpretándolo con la ayuda de

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una exégesis que apelara al testimonio escriturario de alguna profecía que avalase su novación o superación».8Ahora bien, el nuevo mensaje, de profunda vocación «universalista», sólo podía actuar con eficacia en una sociedad no-judía. De hecho, la versión paulina del cristianismo respondía a «la doble exigencia de despolitización e interiorización del mensaje, siguiendo los cauces que la filosofía moral y las formas antiguas de religiosidad mística -gnosticismo, pitagorismo, cultos de misterios, etc.- habían ya abierto».9El componente idealista impregnó de tal manera el nuevo pensamiento cristiano que hizo casi irreconocible cualquier rastro del mesianismo tradicional judío. «La hazaña paulina, y la razón de su paulatino impacto en las más diversas clases del Imperio -sostiene G. Puente Ojea-, consiste en la doble y paradójica circunstancia de que eliminaba los peligros del mesianismo político judío y, a la vez, preservaba la esperanza de una liberación del mundo de la materia -con sus miserias, sus frustraciones y sus tentaciones carnales-, como contenido de las promesas de un Dios encarnado que murió para expiar las culpas del mundo y responder ante el Padre común».10La implantación de esta nueva dimensión del mensaje cristiano no estuvo exenta, sin embargo, de cierta resistencia, al menos en la llamada época apostólica, momento en que cabría situar la redacción de algunos escritos que, como el Apocalipsis, la Epístola de Santiago o la Historia de la Salvación (una antiquísima fuente judeocristiana conservada en las Recognitiones atribuidas a Clemente de Roma) reivindicaban aún, aunque ya con una fuerza disminuida respecto a momentos anteriores, el marco judío de las promesas mesiánicas y su incardinación en una escatología político-religiosa legalista de signo popular y nacional.11Aunque siempre se mantuvo latente dentro de la Iglesia institucionalizada, esta corriente «revolucionaria» que había caracterizado a las primigenias comunidades judeocristianas cedió pronto (claramente ya en los albores del siglo II) ante el empuje de una mayoritaria «ideología espiritualista de la concordia civil y la paz social» que estaba destinada a convertirse en una «ideología directamente legitimadora y protectora del orden imperial, en el curso de los siglos III y IV».12Por otro lado, el aperturismo hacia categorías filosóficas propias del helenismo, acentuó aún más la vertiente moralista del cristianismo «en consonancia con la espiritualidad antigua en las versiones más altas y refinadas del alma pagana de la época».13La adopción cristiana de buena parte de los principios que inspiraban la ética estoica resultaba incompatible con el carácter revolucionario de la ideología mesiánica original del judeocristianismo, pues el mensaje cristiano en cuanto religión universal se presentaba ya abiertamente en la versión paulina como un «mensaje de salvación» en un reino espiritual que cada individuo habría de ir edificando en su fuero interno conforme a las directrices carismáticas recibidas de la Iglesia; «la salud del alma -puntualiza a este respecto G. Puente Ojea- no depende de los bienes materiales ni de los caprichos de la fortuna, sino sólo del cultivo virtuoso de la obediencia y la resignación a la voluntad de Dios».14Con la segunda generación paulina, la doctrina socio-política dominante en los escritos neotestamentarios logró ya asentarse firmemente en la ideología cristiana. En

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un momento en que las persecuciones (aún esporádicas) comenzaban a suscitar los primeros testimonios de la llamada «cultura del martirio» como reacción violenta del paganismo a la denigración cristiana de los principios en los que se asentaba el culto imperial, así como de la falta de reconocimiento y respeto por parte del cristianismo hacia otros cultos legítimamente establecidos dentro de las fronteras del Imperio romano,15surgen algunas voces cristianas desalentando todo intento de resistencia activa. De hecho, el autor de la I Epístola de Pedro «exhorta sin equívocos a la estricta sumisión al emperador y sus gobernantes; pide a los esclavos que obedezcan a sus amos, a las mujeres que veneren a los ancianos».16La II Epístola de Pedro condena a los «malvados» que desprecian la autoridad y la Epístola de Judas arremete contra todos aquellos que, al ofrecer resistencia a los poderes establecidos, caen irremisiblemente en el pecado. Nada habrían de temer quienes respetaban la autoridad. En su famosa plegaria pro civile potestate, Clemente Romano establece la siguiente fórmula de adhesión moral de los cristianos hacia los dirigentes del Estado: «Tú, Señor, les diste la potestad regia, por tu fuerza magnífica e inefable, para que, conociendo nosotros el honor y la gloria que por Ti les fue dada, nos sometamos a ellos, sin oponernos en nada a tu voluntad. Dales, Señor, salud, paz, concordia y constancia, para que sin tropiezo ejerzan la potestad que por Ti les fue dada» (I Epístola a los Corintios, 61, 1).17Como muy bien observó en su día G. Puente Ojea, no existe en este texto ni un solo indicio relativo a una actitud que pudiera poner, aunque fuese mínimamente, en tela de juicio el orden establecido. Al contrario, aunque fiel continuadora de la doctrina pauli-na, esta epístola clementina «avanza un paso en el debilitamiento del cristianismo como historia de la salvación y en el desarrollo del cristianismo como idea moral».18Como muestra de la temprana recepción y exaltación romanas del pensamiento paulino,19su autor establece el principio de obediencia estricta al orden establecido por Dios como máxima expresión de fe cristiana.20Es por esto que G. Puente Ojea llega legítimamente a la siguiente conclusión: «con Clemente Romano puede decirse que la doctrina eclesiástica del orden político y social queda sólidamente cimentada, brindando los fundamentos de la progresiva adecuación de la organización eclesial a la organización social del orbe romano».21

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Con la apologética cristiana de los siglos II y III, asistimos a la definitiva reafirmación eclesiástica de esta ideología sumisa y conformista.22Puesto que los cristianos no aspiraban a un reino terrenal, sino celestial, Justino defendió ante los emperadores romanos la idea de que, obedientes en todo al Estado (salvo en la idolatría), no había mejores promotores de la paz en el Imperio que los cristianos. En este sentido, sólo Gonzalo Puente Ojea supo ver con gran perspicacia en este apologista cristiano una hábil maniobra de utilización de la polémica antijudía con fines...

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