Smartcities: una aproximación desde la gobernanza pública y la innovación social

AutorMaria Luisa Gómez
Páginas449-464

Ver nota 1

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1. Smartcities: la necesidad de un concepto unívoco en torno a una idea hábilmente formulada

No ha pasado tanto tiempo, apenas 10 años, desde que los teléfonos móviles incorporaran aplicaciones que permitieran agilizar la gestión de servicios y actividades para el usuario2, sin embargo, y a riesgo de que la adicción tecnológica sea declarada enfermedad por la Organización Mundial de la Salud3, lo cierto es que hemos sucumbido al atractivo tecnológico que ofrecen los dispositivos que prometen mejorar nuestra calidad de vida, haciéndonos cada vez más dependientes de instrumentos tecnológicos4capaces de proporcionar no sólo información sino servicios al usuario titular de los mismos.

Los sociólogos que observan con curiosidad y estupor el impacto de las dependencia tecnológicas y las redes sociales en la actuación pública y privada, no dudan en calificar esta generación no ya la de los nativos digitales sino la de

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los que desean convertirse en smart-people o la generación app5. Nada que objetar a esta evolución tecnológica pero el atractivo del flujo de información que las nuevas -o ya no tan nuevas- tecnologías incorporan, así como la capacidad de acumular datos e información sobres los usuarios en servidores públicos-privados, plantea inquietantes cuestiones para los juristas, cuando además el aporte se contextualiza en una respuesta normativa deslavazada e inconexa que contrasta con la interconexión informativa que las redes fácilmente pueden llegar a proporcionar.

Es por ello que aproximar la titubeante configuración jurídica de las ciudades inteligentes, exija incorporar un esfuerzo titánico de integración de norma-tivas sectoriales que afecten a cuestiones tan imbricadas en las ciudades inteligentes como la protección de datos personales, la gobernanza urbana, la prestación de servicios públicos, la atención a los consumidores, o la competencias de las administraciones públicas para gestionar o arbitrar tan ingente consumo de información y modular su ordenación hacia el interés general6. Si la legislación fue -en palabras de Enterria- motorizada, la progresión de aplicaciones y dispositivos y los avances que estos permiten han dejado en franca decadencia dicha motorización en comparación con una velocidad de cambio tecnológico muy superior al que el Derecho puede o debe incorporar7. Nacen así esfuerzos académicos por integrar los aspectos tecnológicos y jurídicos, esfuerzos que en ocasiones permiten incorporar toda una filosofía diferenciada de la ciencia jurídica8, el suerte que al binomio derecho-economía haya que añadir la noción de derecho-tecnología, en el bien entendido de los nuevos parámetros de innovación social y gobernanza pública9.

Es entonces cuando los juristas comienzan a plantearse cuestiones tales como que el tratamiento requiera el Big data10, o que se entienda por identidad

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digital, que parámetros de gobernanza deban traducirse desde la transparencia administrativa en las redes sociales, o qué información deban los ciudadanos conocer cuando acceden a su carpeta ciudadana mediante identificación de certificado electrónico. No es casual, que las disposiciones de la Ley 39/2015, sobre la Administración Electrónica y el Procedimiento Administrativo Electrónico, deban aplicarse casi en cronología simultánea a como lo harán los aspectos destacados del Reglamento Europeo sobre Protección de Datos en cues-tiones relativas a la actuación de una administración electrónica que demanda de la información que los ciudadanos puedan suministrarles, primariamente a través del procedimientos administrativos ad hoc11, y en segundo lugar, a través sus propios dispositivos móviles12.

Sea como fuera el caso es que, el ingente volumen de información, que sorprendentemente hemos aceptado puede estar almacenada en la «nube»13,

sacrificando la privacidad14en aras de la agilidad en una mal entendida calificación de la eficiencia, y en último extremo eficacia administrativa15, que empaña el mandato constitucional, encuentra una justificación razonable en el nuevo modelo de ciudad que incorporan las smartcities16.

Quizás el entendimiento adecuado de lo que se quiera decir cuando se alude a la noción de smartcities sea más fácilmente aprehendido, si se usa el símil de

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una marca comercial o etiqueta que permita la mejora competitiva de las ciudades en un escenario en el que estas compiten por atraer los mejores recursos, ingresos y buen nombre, en detrimento de aquellas que no han sido capaces de adaptar sus estructuras públicas y privadas a los nuevos requerimientos de la «sociedad-red»17. Una lectura apasionada de las presentaciones y propuestas que pueden leerse en medios de difusión social, así como en las propias webs de Ayuntamientos, así podría hacernos creer, sino fuera porque más allá de los procesos de marketing estratégico de las ciudades emerge una necesidad social vinculada a un uso ya habitual de las nuevas tecnologías como parte integrada en nuestras dinámicas urbanas.

No les falta razón a quienes definen entonces las ciudades inteligentes partiendo de los modelos europeos18, que a fuerza de tratar de definir aterrizan en indicadores que permitan estandarizar lo que la tecnología hace divergir de manera continua (MAP smartcities, estándares de AENOR en las nuevas reglas a aplicar a las smarcities).

La preeminente posición de los operadores tecnológicos en este contexto, revela en otro orden de ideas, cuan necesaria es la integración normativa entre telecomunicaciones, medio ambiente, energía y transporte, por ejemplo, pero también pone de manifiesto que la misma necesita una vuelta a los esquemas clásicos de ordenación normativa -más allá de las previsiones reglamentarias técnicas- que de abajo a arriba promueven la estandarización de todos los procesos con carácter transversal.

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2. Las smartcities como fórmula de innovación social

Pero, además de la integración tecnológica, las smartcities son modelos de innovación social, y ello por cuanto el impacto que dichas transformaciones sociales tendrán en el específico ámbito de la gobernanza púbica, ha permitido la inauguración de un debate inacabado sobre los procesos públicos de inter-vención en la ciudad, permiten integrar la poco estudiada innovación social desde el derecho público, y los mecanismos que la norma reserve para permitir su incorporación al proceso de regeneración urbana en particular y de construcción de ciudad en general.

La ciudad, cuya falta de calificación jurídica había sido objeto de la proyección municipal de la Ley de Grandes ciudades y cuya malla urbana en la red de ciudades habría permitido la necesaria deslocalización del ejercicio de las competencias municipales a través de la cooperación intermunicipal o de los mecanismos de colaboración interadministrativa, asiste así a un doble debate terminológico en el que se dibuja la noción de ciudad inteligente como un desiderátum que permita la calificación de un nuevo tipo de ciudad conectada e integrada en el tejido socioeconómico de la red de ciudades a la que pertenece.

No obstante lo cual, las técnicas jurídicas de nuestro derecho público siguen abogando por una diferente lectura de la realidad utópica de la interconexión desde un solapamiento, y haz de atribuciones que hacen necesario detenerse en la misma puesta en valor de dicha integración tecnológica más allá de los desiderátums tecnológicos o de la utópica representación de una «ciudad-confort» capaz de anticipar la necesidad en la prestación de servicios públicos. Pues si bien es cierto que la solución técnica pudiera ser una realidad inmediata, la confrontación con la regulación de la misma y sus limitaciones plantean serios retos al gestor de la «cosa pública».

Pongamos algún ejemplo al respecto. Tómese el caso de las mejoras en la interoperabilidad e interconexión de redes de información capaces de hacer llegar al usuario en tiempo real información relativa al estado del sistema del transporte público urbano. Realidad esta implementada con cada vez mayor grado de precisión en las redes de comunicaciones de nuestras ciudades, que sin embargo no puede desconocer la necesaria integración de todos los ciudadanos en el acceso al medio de transporte en cuestión. Pues de nada serviría la mejora en la provisión del servicio si el aseguramiento de la accesibilidad del mismo no se produce en la misma medida que la gestión técnica. El caso fue por ejemplo objeto de atención en ciudades norteamericanas tales como Los Ángeles, donde el caso Labor/Community Strategy Center et al. v. Los Ángeles County Metropolitan Transit Autority (1996), conocido comúnmente como la decisión del BRU (Bus Rider Union), puso de manifiesto la necesidad de asegurar el acceso al transporte de viajero en el ámbito urbano a poblaciones que no podían acceder a la adquisición de vehículo privado. Lo relevante de la decisión no fue

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solo la constatación de una injusticia social motivada por el planeamiento urbano, y la falta de instrumentos que permitieran paliarla más allá de la voluntad de los particulares, sino la puesta en valor de medidas que permitieran reducir el fenómeno de los transit-dependant urban poor. Es, en palabras de SOJA, una búsqueda de justicia espacial (en relación al uso del espacio o justicia urbana inacabada que denota que el paso a la cuidad inteligente precisa de otros elementos intermedios conexos con la planificación territorial y urbana y por ende con los mecanismos de movilidad urbana). Es la constatación de una inacabada justicia social, que lejos de disminuir incrementa las distancias entre los que acceden o no a los bienes y servicios, también urbanos.

No es la...

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