Smart cities, en el laberinto de la transmodernidad

AutorModesto García Jiménez
Páginas117-156

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Una estrategia de las formas de gobernanza de los Estados neoliberales en nuestro tiempo, en su flagrante desamparo de la ciudadanía, es la de servirse de la propuesta de fórmulas de terminología hueca, que en apariencia constituyen la solución de los problemas, pero que solo son un bálsamo, un placebo, con el que una parte de la ciudadanía se siente satisfecha, mientras que la más perjudicada se invisibiliza. Es una alianza sin reservas con las nuevas tecnologías, y a veces incluso solo con las terminologías que aluden a estos avances tecnológicos sin que en realidad estos tengan por qué entrar en escena.

Resulta evidente pensar en la rápida aplicación de los avances tecnológicos en todos los órdenes sociales, no pretendo una crítica retrógrada de la técnica por la técnica, sin embargo también está meridianamente claro la utilización no ya de la propia técnica sino de su fórmula como referente simbólico para la sociedad que lo recibe, en este caso cabe concebir que se produce una utilización sesgada de esta estrategia por parte de entidades políticas mayores, que hasta hace unas décadas eran los Estados-Nación, pero que hoy aparecen en el panorama global con aspectos mucho más difuminados.

Llegados aquí me hago una pregunta: lo que pudiéramos llamar ‘el malestar en la ciudad’1 ¿se resuelve realmente con la aplicación de

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últimas tecnologías? ¿Se trata realmente de problemas con soluciones tecnológicas? ¿No son más importantes los problemas de corte social –segregación, marginación, guetos, desigualdad…– que los estrictamente técnicos? O intentando ir todavía más allá, creo que es posible plantear que los problemas de la ciudad no son estrictamente coyunturales sino civilizatorios.

Excesivamente a menudo, las instituciones –y también otros niveles de la estructura social– depositan las expectativas de solución de los cada día más complejos y apremiantes problemas sociales en ‘la promesa’ de la intervención –de la intercesión, si utilizamos un lenguaje más iluminista– de los imparables avances tecnológicos. Ocurre en esto algo pare-cido a lo que sucedió y ha venido sucediendo con el cine como ‘alivio’ social. Si están de acuerdo conmigo, convendremos en que el cine se ha constituido durante buena parte de la Modernidad como una realidad paralela de la que pueden extirparse los graves problemas solo con la aparición de un héroe o con alguna artimaña prodigiosa. El cine ha ido construyendo, en todos los órdenes, públicos y privados, una realidad óptima que sustituye en nuestros imaginarios la angustia de habitar el mundo por una felicidad virtual, pero alejada de la experiencia cotidiana.

Como tantas otras de estas fórmulas providenciales, que suelen acuñarse casi exclusivamente con neologismos, o con esa facilidad demostrada de la lengua inglesa para apretar el sentido en un término, esta de smart city es una virtualización de buena parte de lo que queremos que sea la solución o al menos el abordaje del problema. Así, hasta confundir, el presunto efecto de una flamante fórmula onomatopéyica con la superación de las graves controversias que asfixian a la ciudad moderna; como si haber llegado a una fórmula de cierto éxito nos eximiera en adelante del problema que en realidad oculta.

Dicho esto, cabe añadir que basarse única y tan enfáticamente en las nuevas tecnologías avanzadas es en buena medida una invitación a perder pie con la realidad, a virtualizarla totalmente. Las nuevas tecnologías buscan la creación de un nuevo universo que evita las pesadumbres y por tanto la cruda realidad de la vida cotidiana. Es una huida hacia delante que pone en marcha todas las estrategias que el capitalismo

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despliega para afianzarse hegemónicamente o que utiliza para su reconstitución autopoiética constante.

  1. Las sociedades de los Estados modernos se encuentran en la encrucijada de estar, en virtud de las inexorables leyes del mercado, en un evidente desamparo frente a las estrategias que pueden ponerse en marcha en ese intricado universo.

  2. La sensación de reconfortamiento que ofrecen la invocación del patrimonio y su periferia de exquisitez, la identidad, los bienes culturales, la herencia, los recursos de ello derivados, etc., no va más allá de un recurso de perduración del Estado, que solo tiene efecto en una élite.

  3. Las antiguas dicotomías que sembraron una diferenciación entre los modos de vida en la falacia de la distinción entre lo rural y lo urbano, con su corte de conceptos como los de comunidad y colectivo, territorio y espacio, resignación o poder deliberativo, son hoy un espejismo.

  4. Las sutiles estrategias de gobernanza se basan en nuestro tiempo más en la ocultación de las evidencias de aflicción y la higienización de la superficie social que en las posibilidades de una verdadera renovación de la gubernamentalidad, deliberativa, comprometida, responsable y protectora o no favorable al abandono de la ciudadanía.

Una primera idea sobre la dejación de las obligaciones del Estado

Con motivo de los recientes seísmos que han sacudido Nepal y otras regiones próximas, la ONU –esto es, en apariencia el conjunto de todos los Estados coordinados– ha hecho una serie de llamamientos a la voluntad caritativa y al compromiso de buena parte de la humanidad con los gravísimos problemas que la embargan, ha apelado a las conciencias individuales y colectivas para paliar una situación ciertamente dramática. Esto entra en una dinámica a la que estamos grandemente acostumbrados. Y, aunque no es mi intención aliarme con las voces apocalípticas que auguran un futuro sin salida versionado en una hecatombe total, si creo obligado y urgente, aclarar este aspecto que he llamado ‘desamparo’ del Estado para con su ciudadanía. Sobre lo que, a renglón seguido, hay que matizar que puede apreciarse en al menos dos dimensiones distintas: el abandono del ciudadano en manos de los nuevos monopolios camuflados en distintas figuras del libre juego de mercado; y la apelación

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al compromiso individual y a la caridad para paliar algunos de los más trágicos sucesos que afectan a la humanidad, tanto si se deben a cataclismos fortuitos como a otras ‘desgracias’ que son secreciones del sistema (pobreza, migración, desigualdad, exclusión, etc.).

Si el Estado es, o debe ser, un reflejo de las expectativas sociales, con las que tiene que mostrarse en plena sintonía, no puede desentenderse, no ya de los graves problemas debidos a los desastres naturales, sino de otros que aun siendo de naturaleza estrictamente humana y social aparecen también como inevitables, como desgracias que escapan a la voluntad de los humanos, como hechos de un carácter fatídico, ineludibles, sin una explicación de sus causas y consecuencias: el hambre y la pobreza, los estragos de las guerras, las nutridas capas de segregación, marginación y estigmatización social.

El Estado neoliberal deposita en el mercado, la competencia y la lucha de precios ficticia, la capacidad de coordinación y dinámica sociales; sin embargo el resultado se deriva de una serie de pactos ciertamente subrepticios –es decir, aparentes– en virtud de los cuales bajo la apariencia de cierta libertad se encierra un encarcelamiento en los modos de respuesta social. Es decir, frente a la idea tradicional de que es la generación sin ambages de riqueza la única estrategia que garantiza la viabilidad de las sociedades, está la trágica realidad de que ese enriquecimiento se consigue agudizando cada vez más la esclavitud de la ciudadanía. Los ejemplos son legión, y por otra parte hace ya tiempo que la ciencia social no necesita excesiva contrastación científica de esta realidad aplastante. Basta para despejar esta falsa incertidumbre echar un vistazo al reparto de la riqueza en el mundo para ver que no hay lógica alguna que soporte este estado de cosas2.

Muchos politólogos y tratadistas de la cuestión social han versionado lo anterior como consecuencias –posiblemente no deseadas– del funcionamiento de las propias conformaciones que funcionan bajo el paraguas de la sociedad capitalista; algo así como una serie de inevitables daños colaterales consustanciales a las propias reglas del Sistema. De alguna manera es cierto que las políticas de libre mercado generan ‘necesariamente’ una periferia de márgenes cada vez más alejados, excluidos, de las ‘ventajas’ del centro. Es muy posible que pueda pensarse, también, que los sistemas capitalistas, dueños absolutos del panorama socio-político-económico mundial, irán paulatinamente agudizando esta inevitable

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generación de ‘residuos’ sociales. El sistema como sistema no concibe soluciones de corte social e individual, sino que sus políticas se diseñan claramente para que esos márgenes no aparezcan en la superficie social3. He aquí, pues, dos líneas clave de funcionamiento de nuestras sociedades: una, el presunto bien común general en detrimento de algunos márgenes de exclusión inevitables; y dos, la fe ciega depositada en los avances tecnológicos como único futuro posible.

Sin embargo, asistimos a una deriva altamente preocupante, debida a los reajustes que cíclicamente el propio sistema precipita sobre sí. La estrategia capitalista de la deuda y los graves desmanes de la corrupción política y de otros campos, entre otras causas, han precipitado una relación de la ciudadanía con el Estado que ya no es amarga sino que se cuestiona la conveniencia de la existencia del propio Estado. Los Estados se encuentran, de esta manera, en la difícil tesitura de ‘responder’ a la interpelación constante de...

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