Del sistema a la red: la perspectiva del juez

AutorJesús Ignacio Martínez García
CargoUniversidad de Cantabria
Páginas431-449

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1. Profesores y jueces

Intentaré evocar, aunque sea muy rápidamente, la pequeña historia de la idea de sistema en el derecho, vista desde la perspectiva de los jueces. Una ojeada al pasado nos permite entender mejor nuestros tiempos post-sistemáticos.

Ante todo hay que tener en cuenta que la ambición de sistema ha sido siempre cosa de profesores, no de jueces. Se introdujo a través del derecho natural, por juristas especulativos que jamás habían pisa-do un tribunal. El teórico más influyente de la época romántica, Savigny, hizo del sistema el programa de su cátedra en Berlín. Esta palabra fue como un emblema y dio título a su gran obra: un sistema de derecho privado1. Varias generaciones de juristas le siguieron con un entusiasmo casi fanático. Se empeñaron en hacer del derecho un sistema. En el siglo xix el prestigio de esta noción era inmenso. Si no había sistema no había ciencia.

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Tradicionalmente el derecho se había presentado como un corpus (por ejemplo el Corpus Iuris Civilis), es decir, como un agregado de materiales heterogéneos, que se pueden clasificar por temas. Pero un sistema, como todos sabemos, es otra cosa: es una unidad lógica, compacta, perfectamente coherente. Es lo que intentó desarrollar Puchta con su «genealogía de conceptos», esquema arborescente que fue el orgullo de la dogmática decimonónica2.

Con el sistema se intenta rectificar el derecho, enderezarlo, algo así como poner derecho al derecho. Con esta especie de juridicidad al cuadrado el pensamiento jurídico se intensifica y alcanza una penetración conceptual y una fluidez que eran desconocidas. Se logra una alta tensión que lo eleva a una potencia sin precedentes. Todo ello produce energía y contagia un tono vital vigoroso, incluso eufórico. El derecho tiene que ponerse en forma y también el juez. La sistemática es una atlética jurídica.

No hay que olvidar que el proyecto de sistema es inseparable de una teoría de la jurisdicción. Implica un tipo peculiar de juez: un juez sistemático, para el que juzgar es calcular. El juez se convierte así en una máquina calculadora diseñada para efectuar silogismos elementales, los del llamado modus barbara3.

Por fin sería realizable el ideal de Montesquieu de un juez repetitivo de las palabras de la ley, convertido en un ser inanimado4. La aplicación del derecho se reduce a una operación de subsunción del caso bajo la ley. El horror al libre enjuiciamiento llevó a promover un juez autómata, que pudiera prescindir de esa facultad tan delicada llamada juicio, buen juicio, o capacidad de juzgar. Las máquinas no necesitan juicio5. Ya no hará falta que el juez sea juicioso.

Como podía esperarse, los jueces siempre recelaron del sistema que se promovía desde las Facultades de Derecho. No se resignaban a un modelo que les reducía a funcionarios prusianos de estricta observancia y espíritu casi militar. No querían convertirse en autómatas6.

Sabían que no podían hacerlo.

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Desde su experiencia de toma de decisiones sabían que el derecho, por muy coherente que sea, aunque sea obra de juristas alemanes, no llega a ser sistema. Sabían que en su tarea suele haber algo decisivo que no puede programarse, que escapa al sistema. Sabían que un juicio no es una operación reproductora sino productora.

Si hubieran leído a Hegel lo hubieran encontrado formulado en las primeras páginas de su Lógica, que son de aquellos años de apoteosis y pasión sistemática. Juzgar no es calcular sino producir un juicio. Juzgar es pensar. Pero hay quienes consideran, como los niños en sus juegos, que pensar es como encajar las piezas de un puzzle7.

Los profesores de derecho, que con tanta agudeza se entregaban – como decía un fiscal escéptico? a «la filigrana del detalle nimio», perdidos en sus sutilezas, no se enteraron de que su lógica encerraba tan poco pensamiento8. La lógica sistemática funcionaba como mitología9. Se convertía además en un impulso de naturaleza narcisista. Pero nadie lo sabía. Los grandes juristas no tuvieron un psicólogo que les diagnosticara lo nocivo de su pulsión sistemática.

Sólo Ihering dio un paso adelante y se atrevió a plantear que esa lógica es enemiga de la vida, que la vida no se puede reducir a sistema, que el sistema mata10. Sentía claustrofobia, se asfixiaba con el aire enrarecido de las aulas, con esa engañosa brillantez académica que «deslumbra» y ciega. Protestaba contra lo que llamaba «sabiduría de ateneo, jurisprudencia de escuela y producto bastardo de la erudición»11. Y pagó por ello: le marginaron y no le llamaron para participar en la comisión que preparaba el código civil alemán.

Pero no estaba solo. Nietzsche denunciaba que los sistemáticos son unos farsantes12. Ya no escribía más que fragmentos e ideas sueltas.

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2. Pasión por el orden

El sistema de los juristas, con su afán clasificatorio, respondía además a la tentación de lo inmóvil. Cada elemento tenía asignado un lugar determinado. Era un sistema estático, experto en operaciones de delimitación y sujeción. Pretendía sujetar el derecho, afianzarlo, proporcionarle anclajes, para que no se tambalee, para que no se desordene. El derecho debería quedar perfectamente cuadriculado. Se pone orden al derecho y éste se convierte realmente en «ordenamiento». Se expresaba así una actitud inmovilista.

No extraña que la pasión por el orden incrustada en el sistema derivara hacia una mentalidad ordenancista. Un componente autoritario y antipático impregnaba la excitación sistemática. Ante el sistema había que adoptar la actitud de súbdito. Con su carácter imponente, se imponía. Se presentaba como un armazón rígido y compacto, que parecía no dejar margen de maniobra. El juez tenía que convertirse en su servidor, como un oficial subordinado al riguroso cumplimiento del deber. A la coactividad propia del derecho el sistema añade, en nombre de la lógica jurídica, un régimen inflexible de pensamiento, una estricta disciplina mental. Predispone hacia una mentalidad dogmática y rigorista.

Esta visión era característica de aquellos juristas frenéticos de la universidad decimonónica. Pero en épocas anteriores, en las que la noción de sistema ya había arraigado, las cosas fueron distintas. Por ejemplo el sistema barroco tendía al desbordamiento y funcionaba con la misma exuberancia de las cascadas en los jardines de los palacios. Invitaba a desarrollar un pensamiento casuístico, expansivo, divergente y retorcido, en el que podía haber pequeñas rupturas, giros inesperados, indecisiones y diversificaciones. La interpretación era el arte de la variación. En un sistema así cabía la interrupción, la vacilación, la sorpresa, incluso una cierta transgresión. Había lugar para la disonancia13.

Pero el sistema decimonónico es centrípeto, plano, implacable e inflexible. No deja de ser curioso que bajo el Antiguo Régimen

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pudieran prosperar sistemas versátiles, abiertos en diversas direcciones, mientras que con el liberalismo el sistema esté fuertemente disciplinado. La libertad de la que se parte (autonomía de la voluntad para los civilistas, libre albedrío para los penalistas) será el presupuesto para una serie interminable de vínculos14. La subjetividad jurídica se transforma en una forma de sujeción.

Se dirá que con un sistema así lo que estaba en juego era la racionalidad y el freno a la arbitrariedad de otros tiempos. Pero hay muchos tipos de racionalidad. Ésta estaba al servicio de una sociedad determinada y era la que requería el sistema económico para su desarrollo. Es la peculiar racionalidad de lo que Weber llamó «dominación legal»15.

El impulso sistemático no es simplemente un triunfo de la razón, sino también una forma de dominio.

Y no hay que perder de vista que se trata de una racionalidad prefabricada, preparada de antemano para que el juez no pueda pensar. Uno de los propósitos del sistema –ya lo hemos dicho– es hacer posible el cálculo jurídico. Pero calcular no es pensar: es solo seguir correctamente una serie de pautas predeterminadas.

Aunque pueda resultar cómodo dejar de pensar, llega un momento en que todo juez siente que el pensamiento jurídico también le reclama ¿Cómo no va a ser el juez también un pensador, sobre todo cuando está viendo que la racionalidad jurídica sistemáticamente condensada puede producir irracionalidad en el caso concreto, a no ser que el derecho sea repensado cada vez que se aplica?

El sistema busca lo uniforme. Responde a un pensamiento homo-geneizador, tanto del derecho como de la realidad. Le incomoda lo irregular, lo peculiar, lo discontinuo, aunque no siempre pueda evitar lo enrevesado. Como al urbanismo de su tiempo, le disgustan las calles tortuosas, los recovecos, y prefiere las grandes avenidas. Es un triunfo de la abstracción.

Pero el juez está expuesto a la singularidad, al contraste entre el derecho y la realidad. Su posición es un lugar de fricción entre lo abstracto y lo concreto, entre lo general y lo particular. En donde el teórico creyó que bastaría con la mera derivación, el paso natural, se provoca el roce de planos heterogéneos. El juez tendría que saber conjugar y acoplar esas dos dimensiones. Con frecuencia el encaje no se puede hacer sin forzar, sin distorsionar. Lo que el teórico creyó que iba a ser lógica se convierte en forcejeo.

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3. La necesidad de decidir

El proyecto de sistema que se estaba elaborando por los profesores era enemigo de la decisión propiamente dicha, de la decisión plenamente merecedora de ese nombre. Bastaría con «aplicar» el derecho. Pero el juez pertenece a una tradición que siempre ha estado orgullosamente vinculada a la decisión, a la conciencia de la necesidad y dificultad de la decisión.

Cuando la decisión está dada de antemano, en cierto modo ya...

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