La posesión civilísima de los títulos nobiliarios

AutorMarcial Martelo De La Maza García
Páginas159-170

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I La “posesión civilísima del óptimo” y el “dogma de la imprescriptibilidad de los títulos nobiliarios”

Hasta las Sentencias del Tribunal Supremo de 7 y 27 de marzo de 1985, tanto éste (SSTS de 30 de junio de 1965, 29 de noviembre de 1967, 2 de diciembre de 1967, 3 de abril de 1972, 26 de septiembre de 1972, etc.) como la casi totalidad de la doctrina215venían manteniendo el llamado “dogma de la imprescriptibilidad de los títulos nobiliarios”, que significaba negar toda posibilidad de adquisición de las mercedes por medio de la usucapión (vid. supra Cap. primero, Apdo. II, Subapdo. A).

Como fundamento legal de esta imprescriptibilidad de las mercedes se invocaba la Ley 45 de Toro (incluida como Ley I, Título XXIV, Libro XI de la Novísima Recopilación, que lleva por rúbrica “La posesión civil y natural de los bienes de mayorazgo, muerto su tenedor, se transfiera al siguiente en grado que deba suceder”), que expresamente establecía la posesión civilísima de los bienes de mayorazgo:

“Mandamos, que las cosas que son de mayorazgo, agora sean villas ó fortalezas, ó de otra qualquier qualidad que sean, muerto el tenedor del mayorazgo, luego, sin otro acto de aprehension de posesion, se traspase la posesion civil y natural en el siguiente en grado que segun la disposicion del mayorazgo debiere suceder en él, aunque haya otro tomado la posesion dellas en vida del tenedor del mayorazgo, ó el muerto, ó el dicho tenedor la haya dado la posesion de ellas” 216 .

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Se argüía que de esta Ley debía concluirse, por extensión, la existencia de una posesión civilísima sobre los títulos nobiliarios, entendiendo por tal aquella posesión –como derecho– sobre la merced que, fallecido el poseedor del título, adquiere automáticamente el que debiera suceder en él en virtud de su mejor y preferente derecho genealógico absoluto al mismo, esto es, el llamado óptimo poseedor o sucesor óptimo (`aquél, de entre todos los llamados al título [los que han recibido la vocación a su sucesión, de acuerdo con el orden de sucesión que le sea propio], que mejor situado está –frente a todos los demás llamados– en el orden de llamamientos de la merced´).

Era la llamada “posesión civilísima del óptimo”.

Y ocurre que la obvia y necesaria consecuencia de la existencia de una posesión civilísima de los títulos nobiliarios así entendida –como posesión civilísima del óptimo– era, inevitablemente, esa referida imprescriptibilidad de las mercedes, dado que, tal y como razonaba el Tribunal Supremo en su Sentencia de 3 de abril de 1972:

“… salvo el poseedor civilísimo [el óptimo], los demás que ostentan un Título nobiliario, lo poseen en precario, y por ello, careciendo de la posesión en concepto de dueño, sus actos posesorios no pueden servir para la prescripción ni perjudicar a quien tiene mejor derecho”.

O en otras palabras: el disfrute material de un título (sea cual fuere su duración) por quien no es el sucesor óptimo de la merced, no puede ser fundamento de su usucapión, dado que ese disfrute es una mera tenencia material del título, no una verdadera y propia posesión, que es la que exige la prescripción adquisitiva (y que sólo tiene el óptimo poseedor, en cuanto que poseedor civilísimo de la merced217).

Así pues, la consecuencia de esta posesión civilísima del óptimo era la imposibilidad de adquirir la merced por usucapión: su imprescriptibilidad. Y una imprescriptibilidad que favorecía no sólo al poseedor civilísimo, esto es, al que tuviese el mejor derecho genealógico absoluto a la merced, en cuanto que mejor situado dentro del círculo de los llamados a la misma –los que han recibido la vocación a su sucesión– de acuerdo con el orden de llamamientos que le es propio (optimo sucesor); sino también al que tuviera un simple mejor derecho genealógico relativo al título, es decir, el llamado que, aún no ocupando

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el primer lugar en el orden de sucesión de la merced, sí tuviese un mejor derecho genealógico que su poseedor actual.

Como decía, entre otras muchas, la Sentencia del Tribunal Supremo de 26 de septiembre de 1972:

“… la Jurisprudencia de esta Sala, no limita al óptimo poseedor civilísimo el derecho a reclamar, sino que, en caso de inactividad de éste, lo defiere al simple tercero de mejor derecho en contemplación al orden sucesorio (...) acción que, por su propia naturaleza es imprescriptible”.

Es decir, cualquier llamado a la sucesión de un título nobiliario (fuese o no el óptimo sucesor) se entendía amparado por esa posesión civilísima, por lo que, en su consecuencia, su derecho no prescribía nunca: siempre podía reclamar el título contra quien lo ostentase con un derecho genealógico inferior al suyo.

Así pues, y a título de recapitulación: durante esta primera y prolongada época, la jurisprudencia existente en torno a la cuestión de la relación entre la institución de la prescripción y los títulos nobiliarios (jurisprudencia que se ha dado en calificar como “clásica”) se resumía en el llamado “dogma de la imprescriptibilidad de los títulos nobiliarios”; dogma que se fundaba, básicamente, en la existencia de una posesión civilísima de los mismos (que impedía aquélla) entendida como posesión civilísima del óptimo: el titular formal de una merced que no fuese su óptimo poseedor se consideraba un mero tenedor en precario, por lo que su posesión –fuese cual fuese el tiempo que la llevase disfrutando– no era apta para adquirir por usucapión el título (no podía ser origen de usucapión); y ello, ya tuviese enfrente al óptimo poseedor (mejor derecho genealógico absoluto a la merced) o, simplemente, a quien sólo ostentase una mayor preferencia genealógica que él (mejor derecho genealógico relativo al título).

Las Sentencias de 7 y 27 de marzo de 1985 supusieron la puesta en marcha de un giro copernicano en la doctrina del Tribunal Supremo respecto a este punto.

Así, la STS de 27 de marzo de 1985 dispone:

“... aquella Ley cuarenta y cinco que es la primera del Título XXIV del Libro XI de la Novísima Recopilación, rectamente interpretada conduce a la conclusión de que la posesión civilísima en ella establecida sólo opera a favor del heredero y no de cualquier pariente del causante, de suerte que para ampararse en el remedio posesorio de la misma hay que probar la condición de verdadero y propio sucesor del Mayorazgo pues cuando los llamamientos, por ser generales, pueden comprender a más de una per-

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sona, la posesión civilísima favorece únicamente a aquélla de entre todas que sea precisamente el heredero, dada la individualidad del Mayorazgo, es decir a aquella que tenga entre todos los posibles llamados el mejor derecho absoluto, de acuerdo con la posesión civilísima como posesión real y verdadera que sólo puede reconocerse a una persona, pues lo que dicha Ley cuarenta y cinco pretende es proteger al heredero único del Mayorazgo, congruentemente con la sustancia de esta Institución, que, con una mayor extensión, excedería sus límites naturales; condición la de heredero único del Mayorazgo discutido ni siquiera alegada por la parte demandante y aquí recurrida y a quien la sentencia recurrida reconoce, sin embargo, el beneficio de la posesión civilísima y con ella el derecho a desposeer del Título cuestionado a la parte demandada y recurrente; y si debe apreciarse la errónea interpretación merecida por la Ley cuarenta y cinco, también ha de serlo la falta de aplicación o violación negativa de la cuarenta y uno, que es la Ley primera del Título XVII del libro X de la Novísima Recopilación por cuanto el dogma de la imprescriptibilidad de la Ley cuarenta y cinco , reducida según la interpretación reseñada antes a sus naturales límites, no puede dejar en olvido la existencia de un importante correctivo , que, aun dejando indemne tal dogma por no presentarse técnicamente como una propia prescripción,...

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