El sentido común de la bioética

AutorAlfredo Marcos
CargoUniversidad de Valladolid. Departamento de Filosofía
Páginas155-167

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1. Introducción

Es sabido que en la bioética confiuyen distintas disciplinas de carácter tecnocientífico, jurídico y humanístico, así como muy diversas tradiciones culturales. Con frecuencia se plantea como problema filosófico si es posible la comunicación a través de tanta diversidad. Pero, la pregunta por un posible lenguaje común para la bioética se transformará necesariamente en la pregunta por un posible sentido común de la bioética. El lenguaje tiene diversos componentes o planos. Está compuesto por signos lingüísticos y también por el sentido de los mismos. Lo que importa en bioética, más que los signos,

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es el sentido que tienen, o más propiamente, el sentido que las personas les damos y el efecto que dicho sentido tiene sobre nuestras ideas, emociones y acciones.

En realidad, nuestro problema filosófico consiste, pues, en averiguar si la bioética puede tener un sentido común para científicos, humanistas, sanitarios, tecnólogos, juristas, legisladores, políticos, comunicadores..., o sea, para todos aquellos que directamente intervienen en el diálogo bioético, y, más allá, para todos los miembros de la familia humana. Nos preguntamos también si la bioética se puede basar en el sentido común de las personas, es decir, en lo que todas mis facultades humanas tienen en común o vierten en un cauce común, y en lo que tengo en común con los demás miembros de la familia humana. Investigamos, asimismo, si la propia bioética puede favorecer el sentido común en la actividad científica, en las aplicaciones tecnológicas, en la asistencia sanitaria y en la legislación sobre la vida. ¿Puede constituir la bioética una plaza pública y común en la que se sientan a gusto y puedan comunicarse con sentido humanistas, juristas y tecnocientíficos? ¿Puede, al mismo tiempo, la bioética dialogar en el ágora común de la familia humana y aportar allí una voz de sensatez? ¿Puede la bioética ayudarnos a encontrar o edificar un sentido vital en una época amenazada por el nihilismo, famélica de sentido?, ¿podría incluso ese sentido de la vida resultar común a los miembros de la familia humana?

En mi opinión, el sentido común es la forma de racionalidad más apropiada para la bioética, la más promete-dora si de verdad queremos que haya comunicación en el dominio bioético entre múltiples tradiciones y formaciones. Recordemos la conocida afirmación de Chesterton: "No es que el loco haya perdido la razón, sino que lo ha perdido todo menos la razón [...] En ellos se da exactamente la combinación que hemos mencionado: la del raciocinio expansivo y exhaustivo con un sentido común reducido"1. Y Chesterton sospechaba, ya en su época, que algunos intelectuales habían emprendido, entre proclamas de racionalidad, una trayectoria que les alejaba del sentido común. Por lo tanto, si queremos una bioética común, hemos de apelar al sentido común, más que a una supuesta razón pura, abstracta y desencarnada, compatible, por lo demás, con la pérdida de la cordura. Hemos de apelar a la sensatez, a la prudencia, a la razón integradora, que cuenta críticamente con todos y con todo. Es decir, con lo dicho y hecho por todos los miembros de la familia humana, contemporáneos y ancestros, y será, así, una razón en la que se integrarán la tradición y el diálogo; con todas nuestras facultades y modos de experiencia, desde el razonamiento lógico hasta la intuición y las emociones, desde nuestra capacidad contemplativa hasta nuestra interacción con lo real; con todas nuestras actividades institucionalizadas, tecnociencia, artes, humanidades, religión, derecho, sanidad, deporte, comunicación, política... Quiero abogar aquí por esa racionalidad integradora que llamamos sentido común, que se basa en una naturaleza humana común y que busca conjuntamente el bien, la verdad y la belleza.

Si el sentido común en la bioética depende críticamente de la existencia de una naturaleza humana común, entonces tendremos que valorar las consecuencias de aquellas filosofías que niegan la naturaleza humana. Su efecto más probable será la fragmentación de la bioética, la incomunicación y el relativismo. Pudiera parecer paradójico, pero las filosofías que reducen el ser humano a pura naturaleza tienen los mismos efectos. Tanto la negación, como la naturalización radical de la naturaleza humana dificultan enormemente -si es que no impiden- el desarrollo de una bioética común y comunicable. Argumentaré en este sentido a lo largo del apartado 2.

En contraposición, una concepción sensata de la naturaleza humana, como un todo integrado por aspectos biológicos, sociales y espirituales, es la mejor base para desarrollar una bioética con sentido común, como argumentaré en el apartado 3. Al reconocer todos los aspectos de la naturaleza humana, así como su unidad, nos veremos inclinados a utilizar en bioética un lenguaje no biologicista. El término "especie", por ejemplo, debería tener un papel muy modesto en la bioética. Evitaríamos así el laberinto sin salida del especismo y el

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anti-especismo2. Cada ser humano ha de ser considerado no solo un organismo, sino principalmente una persona, y el conjunto de los seres humanos será visto más como una familia, población o comunidad concreta, que como una especie abstracta.

2. Bioética en Babel

La posibilidad de que la bioética adquiera y aporte un sentido común, depende precisamente de nuestra concepción del ser humano. Es así porque el ser humano es el sujeto activo que estudia bioética, es quien la aplica a través de sus acciones, y casi siempre resulta ser también el sujeto paciente sobre el que dichas acciones recaen de un modo u otro. ¿Qué o quién es el ser humano? En la respuesta a esta pregunta nos jugamos mucho, y entre otras cosas el futuro de la bioética. Pues bien, el debate filosófico sobre la naturaleza humana ha cobra-do una enorme virulencia en los últimos tiempos. Pasaré repaso a las posiciones más infiuyentes a este respecto, así como a los efectos que las mismas tienen sobre la posibilidad de una bioética común.

2.1. El hombre sin atributos

Entre las teorías de la naturaleza humana, destaca la idea de que el ser humano simplemente carece de naturaleza propia, que es pura libertad, que se determina a sí mismo y se autoconstruye poco menos que a voluntad y desde la voluntad. Se suele citar como precedente en esta línea un texto del pensador renacentista Pico della Mirandola. En el mismo, Dios le habla a Adán con estas palabras: "No te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que po-seas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de otros seres está constreñida por las leyes por mí prescritas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna te la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado"3.

Se trata, sin duda, de una ingenua exageración, propia de un humanismo recién estrenado. El ser humano posee libertad y arbitrio, pero no está exento de condicionamientos de diverso tipo, entre los que cuentan aquellos que derivan de su propia naturaleza. Sin embargo, otros autores posteriores, desde las más diversas corrientes filosóficas, ilustración, idealismo, marxismo, conductismo, historicismo y, muy especialmente, desde el existencialismo y el nihilismo, han insistido sobre esta idea del ser humano como ajeno a cualquier naturaleza dada. Hoy día, esta perspectiva está presente en el post-humanismo de raíz nietzscheana defendido por autores como el alemán Peter Sloterdijk, de quien trataré más abajo4.

Es fácil entender que la bioética no puede encomendarse a la simple negación de la naturaleza humana. Sin esta no tendríamos un lenguaje común, sino una torre de Babel relativista. Sin naturaleza humana no habría nada en común entre el ser humano y la propia naturaleza, ni entre los humanos mismos, apresado cada cual en su incondicionada libertad y en su voluntad de poder. Por supuesto, no habría tampoco genuina comunidad ni auténtica comunicación. Este "hombre sin lugar, aspecto ni prerrogativa" tendría que dedicar toda su vida a decidir qué ha de hacer con la misma, desde cero, en un vacío de valores. Le sucedería como a Ulrich, el protagonista de la novela de Robert Musil El hombre sin atributos5; y como él acabaría viviendo en un mundo que con toda propiedad podría denominarse Kakania, por lo feo, lo caótico, lo carente de verdad y de bondad.

Si no hubiera naturaleza humana, cada cual se vería obligado a edificar sin guía alguna el sentido de su vida, que solo por un milagro podría resultar común con el del prójimo. No habría en nuestras vidas ningún sentido común, y, probablemente, en la mayor parte de los casos, no habría ni siquiera un sentido. En términos filosóficos esto solo nos recuerda la proximidad que se

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da entre la negación de la naturaleza humana y el mero nihilismo.

No dedicaré más tiempo a la crítica de esta posición extravagante, que solo por efecto las modas intelectuales recurrentes puede tener algún atractivo. Apliquemos aquí la simple sensatez basada en nuestra experiencia cotidiana: somos libres, sí, pero no de modo total e incondicionado. Y si careciésemos por completo de condicionamientos, ni siquiera podríamos ejercer nuestra libertad, pues muchas veces lo que condiciona y limita nuestra acción es al mismo tiempo lo que la posibilita. Kant lo dijo en atinada metáfora: la paloma que nota la resistencia del aíre piensa que volaría mejor sin él, pero el caso es que sin esa resistencia, que condiciona y limita el vuelo, ni siquiera podría volar6. Busquemos, pues, en otro sitio una idea del ser humano más saludable para la...

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