La Sentencia 31/2010, de 28 de junio, del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña

AutorRafael de Mendizábal Allende
Páginas363-386

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1. Desde la altura

Al atardecer del 28 de junio, primer día hábil de esa semana, desde el “platillo volante” donde tiene su sede el Tribunal Constitucional se elevó a los cielos una tenue humareda, la fumata bianca, anuncio de que habemus sententiam tras cuatro años de cónclave. Los diez magistrados remanentes después de la recusación de uno y el fallecimiento de otro, habían llegado por fin a un acuerdo sobre el fallo, sólo él, sin razonamientos o “considerandos”, que ponía fin al enjuiciamiento del nuevo Estatuto de Cataluña a la luz de la Constitución. Era el séptimo proyecto, cinco de los cuales habían sido ponencias de Elisa Pérez Vera, otro de Guillermo Jiménez Sánchez y éste, el definitivo, de Emilia Casas Baamonde, la presidenta. La votación se hizo por bloques en función de la respuesta jurisdiccional a la impugnación de los numerosos preceptos estatutarios en tela de juicio, nada menos que 128 de los 223 que componen el total del texto. El resultado del escrutinio fue, a mi entender, muy significativo. De los tres bloques en que se troceó, el preámbulo y el grupo de artículos en tela de juicio que se declaran plenamente acordes con la Constitución y aquellos otros cuyo texto se rechaza en principio pero iuxta modum, a reserva de una interpretación conforme, nada menos que 27, coincidieron en obtener el mínimo respaldo, con el larguero vibrando. Seis partidarios, los de siempre, contra cuatro en contra, también los de siempre. En cambio, y aquí viene lo sorprendente, los

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catorce artículos cuya inconstitucionalidad total o parcial se declara, recibieron el apoyo de ocho, los seis socialistas más dos de los conservadores, votando en contra los dos restantes. El balance real da la suma de 41 preceptos malos per se o que deben ser depurados, todos ellos con el denominador común de que su texto no respeta la Constitución, más el preámbulo, no se olvide1.

En este punto debió haber concluído la función sin más alharacas ni consideraciones, pero los magistrados de tan alto Tribunal desconocían o no recordaban el consejo a los jueces de W. Murray, conde de Mansfield: “dictad vuestras decisiones pero nunca las expliquéis; vuestras decisiones quizá sean justas, vuestras razones estarán equivocadas”2. El caso es que unos días después, el 9 de julio, ofrecieron al público indiferente y a la curiosidad de los periodistas la Sentencia completa con sus “antecedentes” y sus “fundamentos de Derecho”, que lleva el número 31 del año. En total un tocho de ochocientas ochenta páginas, dato cuantitativo que hacía temer lo peor, anticipando la degradación cualitativa del texto, aunque quizá con el benéfico propósito de que nadie reuniera el valor suficiente para leer-lo. Los “antecedentes” ocupan 449, los “fundamentos jurídicos” 232 (de la página 450 a la 681) y los cinco votos particulares el resto, 209. Sin embargo, de esa frondosa jungla sobresale, y más que ello, se coloca como frontis el meollo, el corazón del Estatuto, la proclamación de Cataluña como Nación. En ella se condensa y aflora el golpe de Estado contra la Constitución de 1978 para imponer un sistema confederal reflejado en el binomio Cataluña-España, no Cataluña dentro de España, pero de esto habrá ocasión de tratar en otro momento.

El tiempo, irreversible cauce de la vida, pero dimensión de lo intrascendente, es un ingrediente principal de todos los guisos jurídicos. En el Derecho está presente siempre. Desde tal perspectiva, esta Sentencia del Tribunal Constitucional se ha demorado excesivamente. Dada la importancia del caso para vertebrar el Estado de las Auto-nomías hubiera debido tener preferencia absoluta sobre cualquier otro asunto y haber recibido respuesta antes de transcurrir un año desde la presentación de la demanda, evitando así por lo pronto el desarrollo legislativo por parte de la Generalidad, que se ha traducido en 19 traspasos de competencias y 41 leyes, cuyo apresuramiento por ponerlo en marcha reclamaba una rápida reacción para impedir-

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lo o frenarlo por razón de Estado. Pero eso es pedir demasiado hoy en día. La tardanza a lo largo de cuatro años, las filtraciones de las siete sucesivas ponencias, mal endémico de la institución, el amago una vez y otra de que ya están aquí los galgos o los podencos, fueron generando tensiones innecesarias con el tono desorbitado, desabrido y desafiante hasta el límite de lo chulesco, propio de los nacionalismos, hasta pudrir la situación. Hubiera evitado también la Ley Orgánica 6/2007, de 24 de mayo, prorrogando contra la letra del art. 160 CE el mandato de la presidenta y del vicepresidente del Tribunal y sobre todo su decepcionante ratificación en la STC 49/2008, de 9 de abril, con una celeridad que no se aplicó al asunto principal. En fin, esta Sentencia 31/2010 ha resultado no sólo extemporánea sino inoportuna por incidir de hecho en los pródromos de una convocatoria electoral precisamente en Cataluña, que ya había sido fijada para el 28 de noviembre. Dictada en su momento, hubiera cumplido su misión dignamente y, sin ser la mejor solución, a mi entender, hubiera podido ser simplemente buena, con reparos. El 28 de junio de 2010 sólo pudo calificarse como la menos mala de las imaginables. Aún así, maravillosa, pésima o simplemente mediocre y alicorta, ofrece un subido interés.

Dos advertencias hay que anticipar al respecto en el umbral de mi comentario. La primera, que ésta es una Sentencia socialista de cabo a rabo o de la cruz a la fecha, obra del grupo mayoritario perteneciente a esa escudería. Conviene llamar a las cosas por su nombre y huir de la hipocresía de lo políticamente correcto. El Tribunal Constitucional desde su puesta en marcha ha estado dominado por los magistrados de signo y obediencia socialista. En 1980 una conspiración interna desmontó al candidato pactado por UCD y el PSOE, Aurelio Menéndez, para poner en su lugar a Manuel García Pelayo, un hombre admirable con un bagaje intelectual fuera de serie pero sin experiencia ni carácter. Desde éste todos los presidentes han tenido el mismo cariz ideológico –Tomás y Valiente, Rodríguez Piñero, Rodríguez Bereijo, Cruz Villalón y Casas Baamonde– salvo uno, Manuel Jiménez de Parga (2001-2004). A partir de 1982 se incrementó gradualmente el grupo dominante a costa de los conservadores, hasta el punto de que cuando yo entré –1992– la proporción era de 10 a 2 (otro y yo, y ambos en las antípodas), que luego fluctuó pero siempre manteniendo el predominio. Las Sentencias sobre la expropiación

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de Rumasa o la excarcelación de la Mesa de Herri Batasuna3 a las que me he referido más de una vez, conseguida una gracias al voto presidencial de calidad y adoptada la otra por 7 contra 4, son ejemplos significativos de lo que digo como casos límite. Precisamente por esta característica de quien la ha dictado, la STC 31/2010 ofrece ya una cualidad positiva digna de ser resaltada. En ella, por la mano de aquellos magistrados que se sienten ideológicamente afines de quienes en el plano político fueron los propulsores del Estatuto, se deslinda el perímetro máximo tolerable por una versión muy flexible de la Constitución para el diseño del Estado de las Autonomías. Ese grupo ha repuesto la divisa “non plus ultra”.

La importancia de esta Sentencia radica también en una circunstancia paradójica, ser el resultado de la colaboración, bien que involuntaria y rechinando los dientes, de los dos grandes partidos nacionales. Efectivamente, no hubiera podido llegar a existir de no haber formulado el Partido Popular la demanda planteando la eventual inconstitucionalidad de 128 preceptos del nuevo Estatuto de Cataluña, buena parte de los cuales –41– han sido declarados contrarios a la Constitución por el grupo de los magistrados socialistas del Tribunal Constitucional. No sólo se hace oposición en el Congreso o el Senado, las Cámaras colegisladoras, sede habitual pero no única de la polémica política. También sirven para ella otros medios y otras instituciones, las judiciales muchas veces y muy en especial el Tribunal Constitucional. La oposición lo es precisamente por estar en minoría numérica dentro del hemiciclo y si allí su fatum inevitable le lleva a perder las votaciones frente al Gobierno, “aún hay jueces en Berlín” que dijo el molinero prusiano. Por fortuna también los tenemos en Madrid, aunque algo averiados. El hecho en sí, esta circunstancia de que gracias al juego de las instituciones haya podido pulirse el Estatuto, no debe provocar alegría sino preocupación y algo de melancolía si se obtienen sus consecuencias lógicas. El cáncer político nacionalista y su hijuela el terrorismo hubieran podido tener pronto y buen remedio si ambos partidos hubieran creído en España con la misma intensidad, no retórica sino entrañable y hubieran pensado no en lo que podían sacarle al pueblo español –poder y dinero a través de los votos– sino en lo que podían darle –estabilidad, seguridad, paz–. Con tal espíritu estaban obligados moralmente a reunirse en torno a una mesa, la Comisión Constitucional del Congreso, renunciando por una vez, sólo ésta, a la demagogia y

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a la guillotina de las mayorías aritméticas, coyunturales por definición. Menos parafrasear como un tópico las palabras memorables de John F. Kennedy y más patriotismo sin castañuelas ni panderetas, ni sardanas, ni zortzicos, muñeiras, jotas o sevillanas, danzas maravillosas para celebraciones no para funerales.

No sería imposible exponer aquí, someramente por supuesto, un resumen de las cuestiones tocadas por la Sentencia pero sólo tendría la utilidad de un índice y por ello no es tal mi propósito. Quede el análisis pormenorizado para el libro o...

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