Los seguros de suscripción obligatoria en el proceso constructivo

AutorJosé Ángel Torres Lana
Cargo del AutorCatedrático de Derecho civil. Universidad de las Islas Baleares
Páginas97-117

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1. Planteamiento

Se habla hoy profusamente de la incidencia que la llamada crisis del ladrillo ha tenido en el agravamiento de la que está asolando España, consecuencia, a su vez, de la mundial. Responder a esta cuestión no constituye el objetivo de las páginas que siguen ni del proyecto en el que se encuadran.

Pero sí es procedente realizar aquí una reflexión, siquiera sea somera, sobre la construcción para destacar los perfiles específicos que la configuran. Y lo primero que conviene recordar ?más que resaltar, pues es sobradamente conocido? es que la construcción es una actividad económica de una importancia singular. Ello por múltiples razones, de las que aquí extraigo y expongo aquellas que acaso sean las más relevantes. En primer lugar, porque es una actividad cara; exige una fuerte inversión económica, lo que normalmente exige la búsqueda de financiación externa, dado que los recursos propios del constructor sólo excepcionalmente podrán cubrir el importe de la inversión. En segundo lugar, porque está directa y estrechamente conectada con el derecho a la vivienda y algo más indirectamente con la industria turística, la que más ha propulsado el moderno crecimiento económico de España, en dos modalidades básicas: la segunda vivienda o el alojamiento turístico en cualquiera de sus múltiples manifestaciones. En tercer lugar, porque el proceso constructivo es una actividad de una gran complejidad. Se trata, en efecto, de una actividad multidisciplinar que precisa de la concurrencia, simultánea o sucesiva, de muchos gremios diferentes cuyas intervenciones han de integrarse de forma milimétrica en la secuencia constructiva. La dificultad aun aumenta en el caso de las grandes promociones, comprensivas de una pluralidad de edificios o construcciones. Las personalizaciones, la compra sobre plano ?que puede desenfocar la visión realista del resultado final?, o el momento de conclusión y entrega de la obra constituyen otros tantos niveles añadidos a esa complejidad inicial de suyo alta.

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A las razones expuestas aun podrían añadirse otras varias, tales como las abundantes formalidades y requisitos administrativos, las circunstancias del mercado laboral e incluso la meteorología, que puede alterar profundamente la secuencia cronológica del proceso. Todo lo cual permite concluir, a grandes rasgos, que el cumplimiento exacto de un contrato de obra alcanza cotas superiores de dificultad. Por eso, desde el punto de vista del adquirente, la actividad de cosntrucción siempre se encuentra muy próxima a la decepción. Prácticamente cada aspecto de la misma es susceptible de impactar negativamente en el adquirente; en suma, de decepcionarle.

La decepción no tiene por qué ser consecuencia de un fraude o de una actividad dolosa premeditada y expansiva a un gran número de adquirentes perjudicados. Pero no cabe duda de que la cantidad de afectados redunda en un mayor impacto social y, en ocasiones, en la adopción por los poderes públicos de medidas que o bien tratan de resarcir, con desigual fortuna, los daños causados, o bien tratan de prevenir su causación en el futuro, imponiendo medidas de aseguramiento, con mejores resultados. Casos ya lejanos en el tiempo, como los de Nueva Esperanza o Sofico, constituyeron en su momento sendos aldabonazos a la capacidad de reacción de los poderes públicos ante los llamativos casos de fraude a muchos adquirentes de viviendas baratas o a pequeños inversores maliciosamente atrapados. Sobre todo en el primero, el problema se presentó con tintes pavorosos: las cantidades que los adquirentes ha´bian entregado a cuenta no se habían invertido de la forma prevista, en la construcción de las viviendas; sencillamente, se habían evaporado.

Sin embargo, como digo, no es preciso llegar a estos extremos. Todavía hoy la discordancia entre lo proyectido, ofrecido y adquirido y lo realmente ejecutado alcanza niveles preocupantes. Los tribunales han realizado, en general, una encomiable labor, pero, como es lógico, no han podido sustraerse a su pie forzado: corrección a posteriori y referida sólo a los litigios planteados, que forman una proporción significativa, pero aun lejana del total de los posibles. Buena parte de los desajustes son objeto de solución amistosa, pero muchas otras decepciones y desencantos se han quedado en el limbo.

Y ello es así porque, además, y hasta hace bien poco, las herramientas jurídicas con las que se contaba eran escasas, fragmentarias e insuficientes; rotundamente escuetas, cabría decir. De hecho, el art. 1591 del CC era la única norma que específicamente abordaba el tema de los incumplimientos en el contrato de obra. Y aun así, los tribunales tuvieron que ampliar su ámbito, introduciendo en él una figura que desconocía, la del promotor ?que actualmente sí goza de reconocimiento legal?, y utilizándolo como cauce para reclamaciones para las que realmente no estaba pensado, juntamente, claro está con las normas generales que suministran cobertura a cualquier caso de incumplimiento, señaladamente los arts. 1157, 1159 y 1167 del CC y, desde luego, el 1101.

Como acaba de verse, y a pesar de la generalidad de la descripción, la problematicidad del proceso constructivo quedaba fuera de duda y todo él permanecía ominosamente bajo sospecha hasta el momento de la entrega y recepción final. Y

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aun así, incluso este último acto podía generar problemas cuando el adquirente, por temor o ignorancia, no hacía constar de un modo fehaciente su disconformidad con el resultado final.

Conceptualmente, sin embargo, los problemas se reducían a dos: el aseguramiento de que las cantidades anticipadas por los adquirentes o se invertían efectivamente en la obra o eran restituidas y la exactitud del cumplimiento, tema en el que la naturaleza peculiar del proceso de construcción tenía también mucho que decir: duración del resultado, ruina, vicios del suelo, vicios del proyecto, etc. La prevención o, en su caso, la reparación supusieron una primera relación de toda esta problemática con el mundo de los seguros; voluntarios, claro está, aunque también podían verse complementados o sustiuidos por otras formas de garantía, como las fianzas de los propios agentes de la edificación o de terceros. El paso siguiente consistía en imponer con carácter obligatorio la suscripción de un seguro, solución que se introdujo de forma tímida y concreta hasta su generalización en los términos en que la obligación se encuentra regulada en el art. 19 de la LOE.

Pero antes de estudiar esta norma conviene detenerse brevemente en los supuestos concretos que la precedieron.

2. Precedentes de la LOE

Hay que remontarse a los años sesenta del siglo pasado para encontrar precedentes en el sistema de imposición de obligaciones específicas a los promotores, así como de medidas tendentes a asegurar su cumplimiento. Cabe mencionar dos herramientas: la una, dictada para las VPO, el D. 2114/1968, de 21 de julio, que continuó desarrollando el TR de la Ley de VPO aprobado por RD 2960/1976; la otra, aplicable a las viviendas que no fuesen de protección oficial, la Ley 57/1968, de 27 de julio.

Respecto al primer supuesto, el párrafo segundo del art. 111 del Decreto de 1968 permitía imponer al promotor de una VPO la obligación de ejecutar las reparaciones precisas por vicios o defectos aparecidos en los cinco años siguientes a la calificación definitiva de la vivienda o, alternativamente, de realziar las reparaciones a costa de éste. Y el párrafo siguiente, el tercero, imponía al Instituto Nacional de la Vivienda la obligación de exigir al promotor, como garantía del cumplimiento de las obligaciones impuestas en el párrafo anterior, la constitución de un seguro “bastante” durante el plazo que se fijase, que no podría exceder de cinco años. El sistema no llegó a ponerse en práctica, acaso por su propia lenidad. En efecto; la obligación de reparar vicios y defectos no nacía con carácter automático e imperativo, sino facultativo: “podrá imponerse al promotor” era el tenor literal de la norma que, por cierto, no identificaba al órgano que, en su caso, estaría facultaod para imponer la obligación, aunque todo hace pensar que se trataba del propio Instituto Nacional de la Vivienda.

La Ley 57/1968 estaba dotada de un carácter más general, puesto que se refería a la vivienda libre. Su Exposición de motivos pone de manifiesto su carácter de reac-

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ción contra la “reiterada comisión de abusos” que había producido una “justificada alarma en la opinión pública”. Pero tal reacción, como los propios abusos que la Ley trató de evitar, se circunscribía al fraude en la inversión de las cantidades anticipadas y perseguía tan solo garantizar la devolución de las cantidades anticipadas cuando la construcción no hubiese sido lelvada a cabo. Por eso, su art. 1, condición 1ª, imponía al promotor tal garantía mediante la suscripción de un contrato de seguro otorgado con entidad aseguradora inscrita y autorizada o por medio de un aval solidario prestado por entidad financiera autorizada.

Ambas normas supusieron un indudable avance, pero ambas fueron parciales. Ambas, en efecto, abordaron la totalidad de los problemas que la construcción podía plantear, pero sus respectivos ámbitos de aplicación eran bien distintos y, por principio, no coincidentes: el Decreto de 1968 trató de resolver el problema de los vicios y defectos; la Ley del mismo año el de lcas antidades anticipadas. Pero ninguna de las dos normas abordaba el problema resuelto por la otra.

Y así siguieron las cosas en la legislación estatal hasta llegar a una norma hasta cierto punto excéntrica al sistema que trató...

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