Seguridad pública y política penitenciaria

AutorTomás de la Cuadra Salcedo y Fernández del Castillo
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Administrativo. Universidad Carlos III
Páginas63-88

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Debe precisarse desde el principio que no se trata de examinar la seguridad pública en la II República como una derivada de la política penitenciaria, sino de examinar por separado ambas cuestiones: la seguridad pública y la política penitenciaria. Y ello aunque no pueda ignorarse que esta última puede tener relación con la primera, pero, desde luego, su contenido va mucho más allá y responde también a otros requerimientos y exigencias.

La segunda precisión tiene que ver con el hecho de que, en una obra sobre las reformas administrativas en la II República, puede haber tendencia a presentarlas de una forma en cierto modo incompleta al dejar en suspenso un juicio final sobre las mismas, pues, por más que pudieran estar muy bien orientadas, el final de la República en nuestra trágica guerra Civil deja sin posibilidades de hacer un juicio definitivo sobre tales reformas dada la falta de tiempo para que las mismas cuajasen en resultados constatables o medibles, lo que parece que fuerza a suspender el juicio sobre la calidad de las reformas emprendidas.

Tal circunstancia, añadida al hecho de que las reformas realmente importantes se acometieran durante los dos primeros años de la República -hasta las elecciones de noviembre de 1933- contribuyen a acentuar la dificultad para hacer un juicio definitivo contrastado con una realidad suficientemente experimentada, aunque no impide, desde luego, hacer un juicio final desde otras perspectivas, con arreglo a valores y teniendo en cuenta las circunstancias.

En efecto, se trata de analizar y exponer unas reformas promovidas por un sistema político cuyo final fue una catástrofe por lo que la primera pregunta a hacerse puede consistir en el sentido de la indagación misma. Pues bien, a ese respecto una indagación de esa naturaleza tiene pleno sentido porque, lamentablemente, el discurso general sobre el desenvolvimiento de la II República y su final absorbe toda la atención del estudioso sobre los aspectos políticos finales de la contienda y sobre el debate político que hay en ese momento, y deja en la sombra las cosas que efectivamente se hicieron en los distintos sectores de la acción pública. Con ello no se hace justicia a las aportaciones de la II República a la modernización del país. El resultado final de la experiencia republicana no justifica, en absoluto, que se ignoren sus apor63

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taciones a la modernización del país y a su esfuerzo por lograr una sociedad y un Estado más justos1.

Hay que ser conscientes de que naturalmente la II República surge en un contexto y bajo unas circunstancias que hacen que ese final trágico desdibuje otros aspectos que son los que deben destacarse o subrayarse ahora. No se haría justicia a lo que se hizo en la II República en estas materias si olvidáramos las reformas que se hicieron tanto en materia penitenciaria como en materia de seguridad.

Hablando primero de la política penitenciaria, lo primero que llama la atención desde el comienzo de la II República es, por una parte, la rapidez con la que se acometen medidas de reforma penitenciaria, y, por otra, la coherencia de las diversas medidas que se adoptan. No son medidas que tengan que ver con ocurrencias que vienen de aquí o allá, sino que guardan todas una cierta coherencia, sin duda porque responden a una determinada concepción política y no son hijas de la improvisación.

Antes de ello conviene recordar, para valorar adecuadamente cómo aborda la II República el tema penitenciario, cuál es la situación en que estaban las prisiones al llegar la II República y cuál era la concepción dominante en relación con la política penitenciaria o al menos cuál era la concepción a la que respondía el sistema penitenciario español2.

Citando a garcía Valdés, inspirador de la vigente Ley general Penitenciaria y estudioso del tema -primero en su tesis doctoral, además de haber estudiado este periodo, así como el siglo xix y anteriores-, hay que recordar su afirmación de que la mirada sobre el paisaje penitenciario de la España de finales del xix y

principios del xx sólo es capaz de percibir visiones dantescas, y en cualquier caso, crueles y contrarias al respeto a la persona y a su dignidad. Lo dice, además, citando también las opiniones de teóricos y prácticos que en el xix y en el xx habían tratado el tema penitenciario3y lo habían tratado con altura insospe

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chada4. Ello pone de relieve todavía más si cabe la incuria de los políticos en cuanto se comprueba una radical contradicción entre el estado de la ciencia y de los estudios y conocimientos sobre el tema penitenciario y la realidad práctica de la situación del sistema penitenciario en nuestro país.

Con independencia de la cruda realidad del sistema penitenciario español a lo largo del siglo xix, y en los principios del xx, hay otras preocupaciones y experiencias teóricas y algunas prácticas muy distintas de la sórdida realidad del sistema penitenciario.

Hay prácticas como la de Montesinos, por ejemplo, que fue el director de la prisión de Valencia en 1835 y hace ya unas prácticas penitenciarias consistentes en llegar a sacar a los internos de la prisión, llevarles a trabajar fuera de ella, sin tenerles encerrados en mazmorras que era la única preocupación dominante en el sistema penitenciario español. En esa práctica de Montesinos puede adivinarse fácilmente que responde a una visión de la política penitenciaria más próxima al intento de corrección de la persona, que al puro castigo, que era la única idea dominante al respecto.

Incluso antes del xix contamos con testimonios como el de Howard5, que viene a España a finales del xviii y alaba la situación en que se encuentra la Casa de Corrección de San Fernando de Henares en Madrid como experiencia ilustrativa de algo avanzado para la época; experiencias que ponen de manifiesto que al margen de la triste realidad del sistema en su conjunto había personas que eran exponentes de una idea de la persona y de la función de la pena muy distinta de la pura función retributiva que era la que se plasmaba en la realidad del sistema. Que eran exponentes de concepciones que, por otra parte, podían exhibir antecedentes más remotos en nuestro país; algunos bien remotos. Así, siguiendo a Jiménez de Asúa6, podíamos encontrar en Séneca, el filósofo español, algunas reflexiones sobre cuál es el fin de la pena, probablemente no dicho con estas palabras, pero sí cuál es el sentido desde un punto de vista estoico de la pena, que no destaca el castigo como el único elemento explicativo de la pena.

Había pues, puede decirse con Jiménez de Asúa, una tradición en España con remotos antecedentes, pero que en todo caso se concreta en el siglo xix, en figuras como Concepción Arenal y Salillas7y otros, que reflexionan teóricamente sobre cuál es el fin de la pena y en consecuencia proponen la introduc

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ción de novedades y mejoras en el tratamiento de los presos que rompen con la inercia que pese a todo inspira de facto la regulación de las cárceles y el tratamiento en ellas.

Ciertamente, todo ello no logró evitar en la práctica el panorama con el que nos encontramos al llegar la II República y que describe garcía Valdés con expresiones tan duras. Posiblemente, la propia crisis del 98 determina una cierta despreocupación por el tema penitenciario y lleva, junto con la aparición de nuevos problemas sociales, a centrar la atención y el esfuerzo en otros aspectos y necesidades de la vida pública. Lo cierto es que cuando llega la República las técnicas, las prácticas y la teorización que se había hecho durante el siglo xix y

primeros años del xx estaban medio olvidadas, sin que por otra parte esa teorización y esa práctica se hubiera llegado nunca a traducir en un cambio real y ni siquiera incipiente de las condiciones de vida penitenciarias8. Nada en la realidad penitenciaria respondía a aquellas preocupaciones de las figuras señaladas cuando comienza la II República. Por el contrario, la vida penitenciaria sigue girando sobre bases muy distintas. El «cabo de varas» sigue siendo, por ejemplo, una solución técnica omnipresente9con todo lo que la misma significaba de renuncia a otra cosa que no fuera la de mantener un cierto orden aparente en las prisiones, ignorando los casos, más que habituales, de abusos derivados del empleo de esta técnica que se había ordenado suprimir ya a finales del xix, pero que seguía en la práctica subsistiendo y con la que la República va a acabar por enfrentarse10.

En la República hay que distinguir un primer periodo -básicamente hasta el cese de Victoria Kent como directora general de prisiones11- que se prolonga hasta las elecciones de 1933, en el que se diseña el cambio conceptual y real del régimen penitenciario, y un periodo posterior en el que una parte de las medidas son suprimidas, y en todo caso no se detecta ya ninguna progresión ni cambio de la situación penitenciaria.

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En cuanto al contenido material de la multitud de decisiones y normas que se dictan en el primer período republicano, podríamos agruparlas en dos apartados. De una parte, normas que tienen que ver con el reconocimiento de la dignidad y la libertad, de las personas internas. En segundo lugar, normas que tienen que ver con la mejora de las condiciones de vida de los internos y con la existencia de una política penitenciaria; y en tercer lugar, normas que tienen que ver con la idea de tratamiento y reeducación de los presos.

En cuanto a las primeras, son muestras de la conciencia de que una cosa es que los presos o internos estén privados de libertad, y otra que ello no quita que puedan y deban seguir gozando y disfrutando de otras libertades, por ejemplo, la libertad de leer o la libertad de instruirse, si lo desean. Normas, por tanto, que tienen que ver con la dignidad de la persona y que ponen de manifiesto que hay una clara conciencia de la función de la pena que no es la de humillar ni envilecer a los presos, sino la de educarles y para ello transmitirles la idea...

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