Las convicciones religiosas en la argumentación bioética. Dos perspectivas secularistas diferentes: Sádaba y Habermas-Rawls

AutorJuan Manuel Burgos Velasco
CargoAsociación Española de Personalismo E-mail: jmburgos@personalismo.org
Páginas30-41

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El creciente proceso de secularización en las sociedades occidentales, agudizado en países como España por la toma de decisiones gubernamentales con una decidida orientación laicista, está incidiendo en el debate social extremando las tensiones entre aquellos bioéticos que apelan -implícita o explícitamente- a un fondo religioso, generalmente cristiano, y los que apelan -con mayor o menor radicalidad- a un fondo exclusivamente secularizado. Esta bipolaridad de perspectivas afecta cobra en bioética una intensidad especial porque los temas que se discuten suelen implicar valores que afectan sustancialmente a las cosmovisiones al girar en torno al hecho radical de la vida: aborto, eutanasia, clonación, etc. En este artículo se analizan dos visiones secularistas muy diferentes del problema, a pesar de inspirarse en una misma matriz kantiana: la excluyente o radical de Sádaba y las abiertas o constructivas de Habermas y Rawls.

1. El laicismo excluyente de Javier Sádaba

Sádaba expone su posición en un texto muy explícito desde el título: Principios de bioética laica1, que justifica de esta manera. «Hablamos de bioética laica porque otros oponen una bioética teológica o confesional. Además, la materializan a través de cualquiera de las instituciones a las que tienen acceso en la sociedad. Queremos, en consecuencia, hacer hincapié en la autonomía de la ética subyacente a la bioética, en su construcción estrictamente humana. (...) No se trata de un laicismo cerrado, de una vuelta al pasado o de resucitar guerra alguna contra las religiones. Se trata, más bien, de discutir con toda la racionalidad posible. Sólo estamos en contra de las intromisiones públicas no justificadas en la vida de los ciudadanos. Ni más ni menos»2. Page 31

Su postura, en principio razonable, parece orientada a formular una bioética exclusivamente racional, pero sin ánimo de contraposición con lo religioso. Y, como confirmación, se cuida de distinguir dos tipos de laicismo. El primero, característico del silgo XIX, habría sido agresivamente hostil frente a la religión; el segundo, el que él propone, se limitaría exclusivamente a «oponerse a las interferencias, en el espacio público, de las instituciones religiosas; de aquellas instituciones religiosas que intenten obtener situaciones de ventaja o de privilegio»3. Sin embargo, si pasamos de las afirmaciones de principio al desarrollo de la argumentación encontramos un sistemático rechazo de todo planteamiento religioso basado en su no-racionalidad o, con diversos matices -en ocasiones con ninguno-, en su irracionalidad. Para Sádaba, la religión es un hecho irracional, perspectiva que se argumenta y fundamenta desde múltiples perspectivas4.

La primera es la confrontación entre ciencia y religión. Para Sádaba «el progreso científico mina los fundamentos supuestamente racionales de la fe»5, afirmación que se apoya inicialmente en la teoría evolucionista de Darwin, que habría causado una crisis insuperable en las religiones, y se extiende posteriormente a otros ámbitos científicos como el estatuto personal del embrión. Hay personas que afirman su carácter personal pero, según Sádaba, «la mayoría de la comunidad científica no opina, desde luego, del mismo modo. Pero los creyentes cristianos, por el contrario, están absolutamente convencidos de que en ese conjunto de células diminuto anida un ser humano»6. Lo mismo sucede con muchos otros avances científicos hasta el punto de que resulta posible afirmar que «los desarrollos biotecnológicos van contra la línea de flotación de la estructura de las creencias custodiadas por las Iglesias»7. Especialmente reveladoras son sus conclusiones sobre la clonación. Después de presentar las propuestas de científicos tanto a favor como en contra de la viabilidad ética de esta nueva técnica, concluye, de manera realmente sorprendente, que, en todo caso, «conviene distinguir entre los científicos, por muy en contra que estén de la clonación, y las personas religiosas»8. ¿Se debería entonces concluir que no existen científicos creyentes?

El segundo punto es la adscripción de una minoría de edad a las personas creyentes. Si la ciencia es lo racional, y la religión es contraria a la ciencia, las personas religiosas no pueden ser otra cosa que menores de edad, que, confusos y temerosos ante el avance de una razón que desmonta sus creencias, son incapaces de abandonar el «refugio de lo trascendente» (en terminología de Denett) y persisten Page 32 en seguir aferrados a unas creencias -injustificables- pero que les facilitan mediante sus dogmas recorrer el complejo y oscuro camino de la vida. El hombre religioso, al encararse con los enigmas de la vida -el dolor, la ignorancia, la muerte- no se decide a hacerles frente como lo que son, temas «estrictamente humanos», y busca respuesta en un más allá al que se adhiere de forma irracional, «hipotecando la libertad» para instalarse en una «ciega seguridad». Estamos, claramente, ante una visión de la religión como alienación9 o, siendo más precisos, ante una perspectiva ilustrada radical de origen kantiano.

La consecuencia lógica de estos planteamientos es grave: la sospecha sistemática sobre la argumentación del creyente. Hay un ejemplo especialmente ilustrativo al respecto. Al tratar acerca del estatuto personal del embrión, Sádaba acude a un texto de Barahona y Antuñano10, discute y valora sus tesis, pero concluye sorprendentemente que «la postura que estamos criticando y que en el fondo es deudora de una conciencia religiosa y no de la imparcialidad de la ciencia no es fácil de sostener»11. Sorpresa que está plenamente justificada porque en la argumentación de estos dos autores no hay ninguna referencia de tipo religioso sino que se limitan a apuntar una idea muy simple y completamente experimental. Si se deja crecer una célula muscular, una célula de tejido conectivo y un cigoto, sólo en el último caso aparece un hombre o una mujer, lo cual únicamente puede significar que el cigoto es una persona, sólo que en potencia, es decir, no completamente desarrollada. Pues bien, a pesar de que se trata de una argumentación que recurre a un dato completamente accesible a cualquier persona, Sádaba concluye que «en el fondo es deudora de una conciencia religiosa», de lo cual parece que se debería deducir que el razonamiento no tiene valor simplemente porque esa persona es creyente y posee una concepción trascendente de la persona, o, en otros términos que, aunque un creyente desarrolle una argumentación científica, ésta se encuentra automáticamente bajo sospecha por el mero hecho de haber sido propuesta por un creyente ya que este no puede escapar a las consecuencias de su filiación religiosa que llevan inevitablemente una marca de oposición a la ciencia y, por tanto, de irracionalidad.

No se trata de ninguna extrapolación. Sádaba mantiene esta tesis expresamente. En otro lugar en el que se plantea la posibilidad de que el creyente reaccione ante ese rechazo y reivindique la estricta racionalidad de su argumentación comenta. «¿Qué se puede responder a tales planteamientos? En primer lugar, que existe siempre la sospecha de que, a pesar de que usen como apoyo argumentos racionales, en el fondo están condicionados por la creencia religiosa, Page 33 mirando más a Roma que a Atenas. Y, en segundo lugar, cosa del todo decisiva, que incluso si usan los principios en cuestión de modo estricto, la última justificación siempre será teológica. Más aún, es dicha teología la que complementaría la argumentación racional, taponando las incertidumbres e inseguridades que rodean a cualquier principio moral. Pero la ética trata de mantenerse en pie sola. Aunque cojee»12.

¿Qué posibilidades le quedan entonces al creyente para ser admitido con rango paritario en el discurso público bioético? No parece que muchas porque va a estar siempre bajo sospecha por el mero hecho de ser creyente. Aunque argumente de manera puramente racional siempre se podrá objetar que su posición es insostenible porque «en el fondo es deudora de una conciencia religiosa». Así, ningún trabajo científico de un creyente tendrá valor ni podrá ser utilizado. Y si, dando un paso más, alguien tuviera la osadía no sólo de presentarse como creyente sino de recurrir de manera explícita a la dimensión religiosa en algún tipo de argumentación, se vería socialmente estigmatizado. Parece pues, claro, que se puede calificar al laicismo de Sádaba como excluyente o radical toda vez que pretende excluir decididamente del debate público a todo aquel que mantenga un mínimo de convicciones religiosas. Pero tal actitud supone inclinar la balanza social y pública exclusivamente de una parte y, como ha señalado Ollero, genera «una viciosa circularidad. Se parte implícitamente de que la religión es asunto privado. Se constata que determinados ciudadanos, de los que cabe fundadamente sospechar alberguen convicciones religiosas, discrepan en cuestiones de interés público de otros, que convierten a su vez el no tenerlas en rasgo relevante de su propia identidad. Se acaba dando por supuesto que las convicciones de éstos son 'públicas', mientras...

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