La sanción: ¿justicia o misericordia?

AutorCarmen Peña García
Páginas29-53

Page 29

1. Introducción

Ciertamente el tema que se me ha confiado no es fácil de desarrollar de manera sistemática. Para no hacer una mera repetición de normas y lugares comunes, se nos exige cambiar nuestra aproximación hacia una reflexión de tipo sapiencial, resultado de la sedimentación a partir de la experiencia surgida de los casos que hemos tenido que afrontar o ayudar a dar una solución.

El Concilio Vaticano II ha legado a la Iglesia una enorme riqueza teológica, fruto de una reflexión cuya fuente fue la experiencia misma de la comunidad. Sin embargo no siempre la recepción de sus frutos fue realizada de manera realista. Como consecuencia no faltaron quienes vieron en el cambio de eclesiología un signo de una “inocencia primigenia recuperada” que suponía la solución fácil de todos los conflictos que se pudieran verificar en la comunidad1. Estos mismos vieron en la reforma del código, especialmente de la parte penal, un trabajo inútil y hasta pernicioso, que iba contra esta mentalidad un poco naif del momento2. El tiempo ha demostrado que dicho modo de pensar estaba equivocado.

La utilización del derecho, desde la promulgación del Código a nuestros días, ha recorrido un camino interesante de evolución, porque la estructura jurídica ha acompañado la vida de la Iglesia. En ella, algunos campos se fueron desarrollando

Page 30

desproporcionadamente porque respondían a las situaciones que suscitaban más interés en los fieles y en la autoridad de la Iglesia. Materias como el matrimonio, la vida consagrada, las asociaciones de fieles, han atraído casi toda la atención, con más o menos fuerza, en todos estos años3.

Últimamente han sido los casos penales los que han surgido como necesitados de cuidado. Ciertamente no se trata de un ámbito nuevo, ni de problemas que antes no existieran ni de una legislación recientemente aparecida. Más bien se ha verificado un fenómeno singular: la Iglesia ha sido “forzada” a afrontar dichos casos debido a una consciencia cada vez mayor de los fieles de tener derecho a exigir la intervención de la autoridad. Dicha intervención fue solicitada en muchos casos pero el resultado fue muy escaso. El detonante para el cambio de actitud de la autoridad fue ver que su inercia no sólo significaba una gran negligencia, sino, y fundamentalmene, porque de su conducta surgió el deber de reparar los daños con montos que llegaron a producir la bancarrota de ciertas diócesis o, aún más, con la consideración de su complicidad, a nivel penal estatal, con los delitos cometidos por los sacerdotes. A esto se sumó un segundo elemento, tal vez menos importante pero presente, que fue el detrimento de la imagen de la Iglesia y la pérdida de confianza en los superiores, por parte de los fieles.

En mi opinión fue creciendo la conciencia en los fieles (y de otros ciudadanos no fieles) del poder que poseían y de la presión que podían ejercer a través de los tribunales estatales y de la opinión pública, no sólo de los otros fieles de la Iglesia, sino también de otros conciudadanos. Poder, por otro lado, ejercido no pocas veces, en manera ilegítima, con intenciones que nada tenían que ver con la búsqueda de la verdad o de la justicia.

Tal situación ha traído como consecuencia un cambio en la conciencia eclesial. Por un lado, ver que el derecho era necesario para evitar daños, que han sido de tipo económico, provocando la quiebra de diócesis y congregaciones religiosas, o de tipo moral, como ha sido la pérdida de imagen que la Iglesia, los pastores y sacerdotes, han sufrido por el pecado de algunos.

Sin embargo, y creo que esto sea lo que más llama la atención, es el deseo de que la disciplina en la Iglesia sea vivida por todos en todo. No se trata sólo de evitar los daños, sino también de solucionar los problemas. A poco que uno comienza a acompañar a los obispos o recibe los casos en los tribunales, se da cuenta que la pedofilia es sólo aquello que destaca más. Suelen llegar muchos otros casos de uso indiscriminado del dinero que provoca no pocos problemas a las diócesis y a las congregaciones religiosas. Problemas de desobediencia a los pastores y superiores, especialmente en aquellos casos en que se desea aplicar el derecho. En el fondo, se arrastra una básica falta de confianza en el derecho como instrumento de gracia, como modo de construir la comunidad, especialmente en los clérigos y religiosos. Este es el primer problema.

Page 31

Este cambio de mentalidad eclesial, al cual hice referencia más arriba, en la mayor parte de los casos fue introducido lamentablemente desde una experiencia jurídica estatal. Porque los casos eran llevados a los tribunales estatales, se comenzó a buscar en el derecho canónico, para delimitar la responsabilidad sobre el daño producido, una respuesta similar. Esto necesariamente trajo como consecuencia el arrastrar una mentalidad jurídica –que pertenecía a un cierto ordenamiento jurídico– a otro, sin una conciencia crítica de lo que esto suponía. El positivismo jurídico estatal, tal vez útil para aplicación de las normas, no puede bastar como criterio interpretativo y aplicativo de la norma penal canónica.

En síntesis, dos son los problemas que tenemos que afrontar, aunque sea de modo sintético: a) ¿Por qué es absolutamente necesario aplicar la sanción?; b) ¿Cómo hacer para que esa sanción concuerde con la naturaleza misma del cristiano y de la Iglesia? Para hacerlo debemos, sin duda, remontarnos a las bases que sustentan el derecho sancionatorio eclesial: el hombre y la Iglesia, el delito y la pena4.

2. Bases para comprender el derecho sancionatorio
2.1. Primera base: El hombre como destinatario del derecho

El punto de partida de cualquier reflexión penal será el hombre, el cual debe ser visto y entendido en referencia a Dios, el misterio absoluto5.

Teniendo en cuenta la Sagrada Escritura, vemos que el hombre es presentado como una criatura hecha a imagen de Dios (Gn 1,27). No se trata de un acto aislado, sino de un acto que penetra toda su historia de salvación indicando la radical dependencia del hombre de su creador. «El hombre creado como carne tiene necesidad de la “virtud de Dios” para no quedar como sólo carne»6.

El hombre es considerado en relación a Dios y no en relación a la realidad creada, en cuanto es creado a imagen y semejanza de Dios (Gen1,26). El hombre no sólo es según la imagen de Dios, sino que, además, es una imagen de Dios. Por un lado se afirma la máxima dignidad del hombre –“es según la imagen de Dios”–, por otra se establece también el límite de esta dignidad –es imagen de Dios–, pero sólo según una semejanza. Así la dependencia inicial de la creación debe convivir en tensión con la autonomía que Dios ha dispuesto para el hombre.

En este ámbito de libertad y responsabilidad la creación es presentada al hombre como una alteridad que debe ser descubierta y respetada. En esta relación responsable cumple la obra co-creadora de poner un nombre al creado, buscando en eso la

Page 32

ayuda adecuada, (Gn 2,20), la sumisión de toda la creación y el abandono de todo para unirse a su mujer en una relación de fecundad y complementariedad (Gn 2,
24). Por último, la imagen de armonía en la cual el hombre y la mujer estaban desnudos sin sentir vergüenza (Gn 2,26) señala el equilibrio original de las relación de ambos entre sí y con todo el creado.

Visto desde esta perspectiva, lo que determina la imagen creada del hombre no es ni la dualidad cuerpo-alma, ni el dualismo espíritu y materia, sino la relación del hombre con Dios su creador. Se trata de una relación ontológica, por el sólo hecho de existir. Relación que se manifiesta en un equilibrio o simetría distinta con Dios, con los semejantes y con lo creado. En esta relación de comunión se funda su dignidad que se verifica no tanto en el hacer sino en el ser.

El hombre, sin embargo, no puede ser entendido plenamente si no se tiene en cuenta la realidad del pecado. En la figura bíblica de Génesis, el pecado será presentado como una ruptura profunda de la relación de comunión con Dios por parte del hombre. El diálogo existencial de libertad y responsabilidad entre el hombre y Dios es interrumpido por la afirmación de una autonomía que no tiene cuenta a Dios.

Antes aún que Dios intervenga con el castigo real, las relaciones vitales se ven alteradas. En primer lugar los primeros padres se esconden de Dios. La relación que hasta ahora era de amistad y de familiaridad con Dios se transforma en miedo (Gn 3,8). De esta ruptura nace la otra con la mujer a la que Adán acusa y de la cual se siente traicionado, determinando así una nueva relación de desconfianza (Gn 3,7) y de sumisión (Gn 3,16).

El pecado, además, ha determinado la relación del hombre con la creación. La tierra que debía ser dominada, se transforma en aquella que recibirá el trabajo del hombre y con la cual éste deberá luchar para obtener el fruto de su trabajo y poder comer (Gn 3,17-19).

Pero Dios no se olvida del hombre. En cada situación de pecado Dios, después del castigo, propone un motivo de esperanza. La iniciativa del pecado es del hombre, por lo tanto, es lógico que la iniciativa de la reconciliación sea de Dios (Gn 3,15). La condición será que el hombre renuncie a la propia...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR