Debord en el ruido de la catarata del tiempo

AutorDaniel Blanchard
Páginas201-213

* Texto escrito en 1997, a petición de Max Blechman, para la recopilación que editó con el título Revolutionary Romanticism A Drunken Boat Anthology (City Lights Books, San Francisco, 1999).

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Ciertos momentos asoman en la existencia individual como si estuvieran hechos de un grano más duro, de una firmeza de diseño que los aparta del flujo de lo vivido y de su insondable ambigüedad. Y de hecho van cargados de un sentido objetivo, arrastrados por el movimiento de una especie de sobredeterminación histórica. Muchas veces esta cualidad no se revela sino en la mirada retrospectiva, pero otras veces también pueda ser percibida de inmediato.

Esto es lo que me sucedió aquel día de otoño de 1959 en que por primera vez eché un vistazo a un número, el 3 creo, de la Internacional Situacionista (IS). Yo participaba por aquel entonces en el grupo Socialismo o Barbarie (S. o B.) y en la revista del mismo nombre, en la que escribía con un pseudónimo -como era la norma-, el de P. Canjuers, y un día en que nos repartíamos entre algunos de nosotros la revisión del correo quincenal, mi atención fue apresada por esa sencilla y elegante publicación, con una portada brillante, con un título inverosímil. Me apoderé de ella y me lancé inmediatamente a explorar lo que poco a poco me fue pareciendo como una nueva tierra, otro mundo, extraño pero fascinante, de la modernidad.

Ahora bien, nosotros mismos, en S. o B., nos sentíamos a la cabeza de la modernidad, y creo que estaba, y me lo sigue pareciendo ahora, plenamente justificado. S. o B. había roto con la ortodoxia marxista-leninista y realizaba una crítica radical de los regímenes del Este y también reformulaba la crítica del capitalismo a partir, al mismo tiempo, del análisis de las formas más perfeccionadas de su dominación y de las experiencias más avanzadas del movimiento obrero. Éstas, y en particular la revolución de los Consejos Obreros de Hungría, nutrían una reflexión positiva sobre lo que podría ser el contenido de un programa verdaderamente revolucionario.

Fueron años ardientes los de esta búsqueda, y su intensidad se veía redoblada por la casi-clandestinidad intelectual a la que nos confinaba la condición de inaceptables de nuestras ideas. Es que, a pesar del informe Khrouchtchev y de los levantamientos de Polonia y de Hungría, la escena pública francesa estaba todavía en gran parte paralizada por el chantaje de los estalinistas y de los «arrepentidos» más blandos del pensamiento burgués. A modo de una especie de Nautilus casi ignorado por el mundo de la superficie, explorábamos los grandes fondos, con una libertad y una audacia que quizá no hubiéramos podido mantener si hubiéramos tenido que batirnos codo a codo con adversarios deshonestos, que por lo demás tampoco tenían nada interesante que decirnos.

Y resulta que hojeando las páginas de aquel folleto absolutamente singular, descubrí que un pequeño grupo de desconocidos tenían cosas apasionantes que contarnos. Extrañas, sin duda, para nuestros espíritus insertos en el horizonte marxista, a pesar de que se tratase para muchos de nosotros de superarlo; completamente insólitas si las comparamos con los mensajes que nos dirigían otros grupos minúsculos obstinados en salvar del desastre estaliniano algunos restos del pasado revolucionario. De una extrañe

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za no inquietante sino, al contrario, atrayente, increíblemente seductora. La crítica del arte y de la cultura se fundamentaba en una utopía de la vida liberada que estos jóvenes aventureros experimentaban ya en prácticas poéticas como la «deriva» a través de la ciudad, o la descripción ilustrada de una ciudad fantasmagórica, la «Ciudad Amarilla». Dicha forma de vida parecía habitar ya virtualmente en sus rostros, que algunas fotos grises mostraban reunidos en torno a las mesas de algún café, pasando las noches llevados por una ardiente conversación sin fin. También, en los repliegues secretos de la ciudad, con el ardor de prisioneros fugados, se obstinaban en descubrir lo más profundo del malestar de la época y soñaban el momento de su total transformación. Y la revista ofrecía una especie de crónica de esta obstinación, en un estilo acerado y tenso, casi rígido, con una presunción de la que también nosotros fingíamos armarnos, tanto para devolver a nuestros adversarios el desprecio con el que nos oprimían como para darnos a nosotros mismos la justa medida de nuestra radicalidad.

Leyendo, pues, este ejemplar de la IS, comprendía que se trataba de un encuentro que se producía en una determinada forma objetiva, una crítica en acto de la «separación», para decirlo en concordancia con el énfasis de mi sentimiento de entonces, un encuentro en el extremo, sin duda inadvertido para todos los demás, de la modernidad.

La necesidad de este encuentro y su fecundidad fueron verificadas en detalle por Debord y por mí durante los meses siguientes, a través de largas conversaciones en restaurantes o en paseos sin fin por las calles. El proyecto de autogestión generalizada en todos los aspectos de la vida social que guiaba al movimiento obrero en sus momentos de creación más espontáneos, desde la Comuna de París a la Hungría del 56, venía a ofrecer un fundamento social y político al sueño de un «empleo de la vida» inventado a cada instante por los hombres como una música o un poema perpetuos. Y la subversión de la institución artística y cultural que la IS deseaba encarnar, venía a extender y de alguna manera a consagrar en la esfera de los valores reconocidos como los más altos, la subversión de todas las instancias de dominación y de explotación. El texto que final-mente redactamos juntos, titulado pomposamente Preliminares para una definición de la unidad del programa revolucionario, da sin duda una idea de la ambición de estos inter-cambios, pero muy poco de su riqueza, por no hablar de la amistad que se construía a partir de esta conversación.

En un restaurante de la calle Mouffetard, el 20 de julio de 1960, dimos el último toque a lo que nos hubiera gustado ver como un protocolo de acuerdo entre la van-guardia de la cultura y la vanguardia de la revolución proletaria, perfilando el título y su tipografía -pensados para que se acceda a ese documento como a los Preliminares, decía Debord- y yo sonreía indulgente y confuso, no comprendiendo todavía nada de este mensaje. Después de esto, nos separamos durante el verano, cada uno con la idea de hacer circular este texto entre sus camaradas. En otoño tuve que abandonar París y Francia durante nueve o diez meses y durante esta ausencia me enteré de que Debord se había unido formalmente a S. o B., de que participaba plenamente en sus actividades y en particular de su intervención en las grandes huelgas que sacudieron el Borinage belga durante el invierno de 1961. La noticia me sorprendió. Esta adhesión me parecía que iba más allá del acercamiento que se había producido realmente entre nosotros; por encima de todo, me parecía inútil, teniendo en cuenta que además Debord me había dicho que era aconsejable que, en la práctica, cada grupo siguiera actuando en su línea propia. La noticia de su dimisión me sorprendió menos, ya que la había justificado por un desacuerdo sobre el funcionamiento interno del grupo y sobre el papel que ahí jugaban determinadas personalidades fuertes. Aparentemente había tratado de agitar a la juventud del grupo, la mayoría estudiantes, pero esto no había sido más que una fronda.

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Si insisto en este episodio del paso de Debord por S. o B. es porque me parece significativo por varias razones. En primer lugar, en aquel momento, aquel al que yo frecuenté y aprecié era en cierto modo un Debord en estado de nascencia. Aunque tenía ya por delante una brillante carrera de agitador en la esfera cultural, los rasgos más singulares de su personalidad de revolucionario, sus invenciones más perspicaces y fecundas mantenían todavía una vivacidad y una justeza que más tarde se adulterarían un poco como efecto de la perspectiva de verse convertido en el enemigo público número uno y también por el peso de la necedad estructural de sus discípulos, de la cual no se supo desmarcar lo suficiente. Por aquel entonces Debord tenía amigos, Kayati, Kotanyi o Jorn, pero no discípulos.

Sobre todo creo necesario resaltar la importancia que tuvo en la trayectoria de Debord el paso por S. o B. -en tanto que él mismo o la mayor parte de los que han hablado sobre su aventura lo han silenciado sistemáticamente. No se trata, evidentemente, de reivindicar en nombre de S. o B., y menos todavía por mi parte, cualquier tipo de paternidad en la gestación del pensamiento de un hombre que se iba a hacer célebre. Por el contrario tengo que insistir de nuevo en el carácter objetivo de nuestro encuentro y en lo que éste ha revelado sobre aquel momento histórico. No es a fuerza de leer a Hegel, al joven Marx o a Lukács como Debord logró deshacerse de la maldición que el estalinismo y la burocratización de las organizaciones obreras cargaban sobre el movimiento revolucionario. Fueron los obreros húngaros sublevados y organizados en Consejos los que borraron esta maldición, al menos ante quienes estaban preparados para entenderlos.

En ese punto de su recorrido, Debord lo estaba. Se había separado de los letristas y de una crítica de la cultura que permanecía complacientemente enclaustrada: las vanguardias artísticas, según él, no hacían más que repetir ad nauseam la escena de la ruptura con el arte que los dadaístas había realizado después de la Primera Guerra mundial. Había que consumar esta ruptura y encontrar una manera de superar el arte. El arte como juego, como liberación de los deseos, como subversión, como negación del orden represivo y mortífero -ya que tal era para Debord el sentido del arte moderno. Crear «situaciones» respondía a esta exigencia: «Las artes del futuro serán trastornos de situaciones o nada». Estaba claro que la revolución debía ser para la invención de la sociedad lo que el «trastorno de...

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