Roland Barthes o El placer del texto

AutorRaúl Dorra
Páginas133-144
242
Roland Barthes o
El placer del texto
*
RAÚL DORRA
Una forma frecuente de llegar a Roland Barthes es la forma que llamaré «univer-
sitaria»: ella consiste en una lectura disciplinada, institucionalizada, en busca de
respuesta a ciertos problemas teóricos o de información acerca de ciertos temas
que parece obligado conocer. Barthes, desde luego, es un autor a menudo citado
en relación sobre todo con la semiología o el análisis literario o la cultura de
masas; y hay en actividad numerosas presiones culturales para que uno, a su tur-
no, vuelva a citarlo. Pero ocurre también que en esa lectura disciplinada, que
forma parte de los ritos del saber, uno a veces se distrae y se deja llevar por la
tentación del estilo hacia una especie de placer clandestino, al saboreo de ciertas
frases, de ciertos pasajes hurtados a la seriedad de la lectura teoricista o informa-
tiva. Personalmente, me ha ocurrido eso y me he sentido ante esas dos lecturas
posibles, ante el deber y el placer. Lo que yo quisiera afirmar en esta exposición es
que de estas dos lecturas la verdaderamente solicitada por el texto barthesiano es
la segunda, la lectura del placer. Y lo afirmo en contra de la manera en que yo
mismo he llegado a él con más frecuencia. Creo que, con error, he leído más veces
en Barthes la información que el estilo. Este error no es un simple extravío; es
una diferencia de fondo la que separa a las dos lecturas. Según la primera atrave-
samos la escritura sin verla, en busca de respuestas que se sitúan más allá de ella.
Según la segunda nos detenemos en la propia escritura, hacemos de ella el fin de
nuestra actividad a la vez que la percibimos como un fin, como un cuerpo com-
pacto; en este segundo caso reconocemos en el productor de esta escritura a un
escritor. Subrayo la palabra escritor porque quiero hacer presente la distinción
que el mismo Barthes ha hecho entre escritor y escribidor. Escribidor sería, en la
concepción de Barthes, aquel «operador de la escritura» que se sirve del lenguaje,
de las palabras, con un fin premeditado: comunicar, hacer circular conocimiento
o información, exponer algún resultado. El escritor, en cambio, es el que sirve al
lenguaje, el que se entrega a la fascinación de la escritura, fascinación que lo hace
derivar hacia el punto en que es el propio lenguaje el que habla. Paradójicamente,
podríamos decir que el escritor es el que calla, o por lo menos se dirige al silencio.
Esta concepción del escritor no es desde luego original de Barthes. Ya Mallarmé
había dicho que «el escritor es el que cede la iniciativa a las palabras», el que se
suprime en la escritura. Luego Blanchot afirmará: «el escritor es el que siente
* Raúl Dorra, Hablar de literatu ra, Fondo de Cultura Económica, México, 1989, capítulo X, pp. 159-175.
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