Una revisión de la jurisprudencia del tribunal europeo de derechos humanos sobre la intimidad sexual y la autonomía individual

AutorVíctor Merino Sancho
Páginas327-358

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1. Introducción

La reivindicación actual de la despatologización de la transexualidad impele al Derecho a reconocer las identidades transgénero mediante la construcción de un lenguaje propio que trascienda el discurso médico. El movimiento que reivindica la tutela de los derechos de lesbianas, gays, transexuales, bisexuales, intersexuales y queers (en adelante, LGTBIQ) orienta sus demandas a excluir la transexualidad del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (en adelante, DSM), condición todavía catalogada allí como disforia de género, pero también a conseguir que los ordenamientos no exijan la intervención de un médico y/o un psicólogo para dotar de efectos jurídicos a los cambios de identidad de género. A pesar de que la última versión del DSM –la V– aún categoriza la transexualidad como una patología y de que la mayoría de los ordenamientos secundan esta tendencia, existen diversas iniciativas políticas –y ciertos textos normativos de soft law– que impulsan un cambio de paradigma tendente a desvincular el reconocimiento jurídico de los cambios de identidad de género y la medicalización.

Dado que en algunas de sus sentencias más conocidas ya han sido esgrimidos argumentos en los que se atisba el posible reconocimiento del derecho de autodeterminación de la identidad de género, la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos (en adelante, TEDH) puede jugar un papel relevante para incentivar y consolidar este cambio. Esta jurisprudencia, relativa a las demandas de reconocimiento de los cambios de identidad de las personas transgénero1, resuelve los conflictos que surgen tras una transi-

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ción en la identidad de género realizada conforme a las previsiones jurídicas de un Estado que no produce efectos plenos. Tales conflictos aparecen, por ejemplo, cuando no se modifica el sexo en todos los documentos registrales o acreditativos de la identidad o en los casos de conflictos con otros derechos –así, en el supuesto en el que uno de los cónyuges decide cambiar su identidad, pero el ordenamiento no permita el matrimonio entre personas del mismo sexo, de modo que el vínculo matrimonial debe disolverse a efectos de reconocer dicha transición–. En casos como el mencionado, el TEDH ha basado sus pronunciamientos en la protección del derecho a la intimidad reconocido en el artículo 8 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (en adelante, CEDH) y ha esgrimido argumentos e interpretaciones que, aun de manera parcial, garantizan su reconocimiento pleno.

En este trabajo propongo una reflexión cuyo principal objeto de análisis son los argumentos e interpretaciones del TEDH en relación con los conceptos de intimidad y autonomía, cuyo fin último es valorar si aquellos son suficientes para afirmar un posible derecho de autodeterminación respecto a la identidad de género.

En primer lugar, sostendré que, con carácter general, los ordenamientos jurídicos han asumido el discurso médico para reconocer efectos a las transiciones y los cambios de identidad de género, de modo que el Derecho no ha creado un lenguaje propio para dar respuesta a estas cuestiones: el análisis diacrónico de los discursos médico y jurídico evidencia que el segundo sigue estrechamente ligado al primero, como así lo demuestra la evolución argumentativa del TEDH.

En segundo lugar, propondré un análisis valorativo del modo en que la jurisprudencia del TEDH ha perfilado la noción de autonomía derivada del derecho a la intimidad, una concepción a mi juicio dependiente de aquella convergencia de discursos que ha hecho prevalecer el margen de apreciación de los Estados sobre los intereses individuales de las personas transgé-nero. Para llevar a cabo este análisis, tomaré como referencia las sentencias Christine Goodwin vs. UK y Van Kück vs. Germany. Si la primera declara la prevalencia de los derechos de la demandante sobre el margen de apreciación y comienza a concretar las obligaciones positivas de los Estados al respecto, la segunda retoma la “doctrina Goodwin” para consolidar y ampliar estas

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obligaciones discutiendo un posible derecho de autodeterminación. Este examen exige considerar la forma en la que se ha entendido la intimidad y las razones por las que la protección del artículo 8 del CEDH –o mejor, su interpretación– no contrarrestan suficientemente la ausencia de una respuesta plena de los ordenamientos jurídicos a las demandas de reconocimiento relativas a la identidad de género. Entiendo que ello es así porque el Derecho ha interiorizado la heteronormatividad que tradicionalmente ha servido de base tanto para construir las nociones de sexo, género y sexualidad que subyacen a las identidades como para preservar las relaciones de desigualdad cimentadas en la misma.

Partiendo de los déficits de la jurisprudencia del TEDH –entre ellos, su carácter incompleto y su incoherencia–, la parte propositiva del texto tiene como objetivo principal argumentar que, si se logra combatir y superar los presupuestos arriba mencionados en el tratamiento de los cambios de identidad de género, el Derecho puede transformarse en una herramienta alejada de criterios médicos capaz de reconocer, respetar y brindar una tutela plena a estos cambios bajo el principio de la autodeterminación de los sujetos de conformidad con las recomendaciones de los Principios de Yogyakarta y del Consejo de Europa. Plantearé, en este sentido, la conveniencia, si no la necesidad, de que los ordenamientos adopten los estándares propuestos en estos textos, parámetros que, a mi juicio, propician la consecución de estos objetivos. Por último, sugeriré los lineamientos de un discurso justificatorio orientado a superar los obstáculos conceptuales y presupuestos ideológicos mencionados

2. Las bases médicas del reconocimiento jurídico de los cambios de identidad: el paradigma de género

El discurso científico se ha presumido neutral y universal –en especial, tras la consolidación de la racionalidad como criterio de objetividad–, una asunción que ha tendido a encubrir el hecho de que la ciencia también se construye a partir de paradigmas ideológicos2. El Derecho, ya se ha apuntado arriba, interiorizó el discurso científico y las nociones de universalidad y objetividad para diseñar las regulaciones orientadas a reconocer y atribuir

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efectos jurídicos a las identidades de género3. Los cuerpos masculino y femenino se han concebido como los únicos posibles –y siempre complementarios– a partir de rasgos o características prima facie exclusivamente naturales. Por una parte, los criterios que conforman nuestra identidad de género han sido la genitalidad primero o los rasgos cromosómicos después; por otra, la reproducción ha sido considerada la razón de ser de la regulación jurídica de las relaciones interpersonales –el matrimonio y la transmisión de bienes mediante la herencia, por ejemplo–. En la actualidad, los discursos científicos reconocen que los rasgos determinantes de la identidad sexual de los seres vivos –en particular, de las personas– son más heterogéneos4: criterios cromosómicos, gonadales, morfológicos externos, morfológicos internos, parámetros hormonales, el fenotipo, el sexo asignado, y también el denominado sexo autodeterminado5. Sin embargo, esta apertura teórica no ha alterado la forma en la que el Derecho concibe las identidades de género, que sigue anclada el binomio hombre/mujer y sus correspondientes cuerpos sexuados.

Al igual que hicieran antes determinadas corrientes sociológicas y antropológicas6, los estudios de género cuestionan que el Derecho se sostenga en el discurso científico por dos motivos. En primer lugar porque, más allá de que se presenten como objetivas y universales, las ciencias transmiten una ideología determinada7. En segundo lugar, y en estrecha relación con el argumento anterior, porque la evolución de las ciencias no ha modificado las regulaciones que asumían el dualismo sexuado hombre/mujer como objetivo y universal8. Los estudios de género han subrayado que esta interpretación apriorística atribuida a la noción de «sexo» descansa en su carácter pretendidamente natural y objetivo y soslaya, por ello, que semejante inter-

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pretación instituye y legitima unas relaciones de desigualdad o subordinación que se explican recurriendo al paradigma de género9. Sin embargo las nociones de “sexo” y “sexualidad” no son tan diferentes a la de “género”; en realidad, las tres han sido construidas en un marco social e histórico y han tenido efectos políticos concretos10. A estas críticas al paradigma dominante se añaden las que apuntan, por una parte, al carácter heteronormativo de las estructuras sociales que definen (y que, a su vez, se basan en) una noción específica de género y, por otra, a las relaciones que aquellas estructuras crean y mantienen. De acuerdo con Butler, cuando se afirma un sistema heteronormativo –es decir, un sistema basado en el carácter supuestamente natural y universal de la heterosexualidad, impuesta como modelo obligatorio– se construye un modelo de identidades diádicas de sexo y género (hombre y mujer) al que se añade un tercer elemento que las complementa: el deseo heterosexual11. El...

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