Resolución de 8 de mayo de 1998 (boe de 9 de junio)

AutorRicardo Cabanas Trejo
Páginas330-397

COMENTARIO

Se trata de una Resolución muy interesante, pues, aunque a alguno le pueda parecer obvia la doctrina que sienta, lo cierto es que con ella la DGRN da la espalda a la opinión de muy reputados autores.

El supuesto de hecho es bien simple: un acuerdo de reducción obligatoria del capital por consecuencia de pérdidas (art. 163.11 LSA), que se había adoptado por una mayoría insignificante de socios (el 2,33%), siendo así que los estatutos exigían para la disminución del capital social un quorum reforzado del 50% del capital desembolsado, en segunda convocatoria.

La reducción obligatoria por pérdidas es una figura que tras la reforma de 1989 ha quedado en una situación incómoda. Mientras el umbral de la disolución por pérdidas estaba situado en la tercera parte del capital social (art. 150.3 LSA de 1951), todavía conservaba un cierto margen de aplicación -tampoco mucho-, pero al haberse elevado ese límite hasta la mitad del capital social (art. 260.1.4.° LSA), aquél pasa a ser, más que exiguo, ridículo.

El legislador español de 1951 se inspiró en el art. 2.446 del Códice Gvile Italiano, pero sin declarar expresamente, a diferencia de lo que establece este precepto, la posibilidad de que la junta decida la reducción sin sometimiento a especiales exigencias de quorum, con ocasión de la aprobación del segundo balance deficitario[1]. En lo que a la exigencia de quorum se refiere, la figura española se asemeja más a la alemana vereinfachte Kapitalherabsetzung, en la que se exige la misma mayoría que para la ordentlichen Kapitalherabsetzung[2], pero con la diferencia fundamental de que en Alemania la reducción tiene carácter voluntario.

La Ley española se colocaba así en la situación aparentemente paradójica, de imponer una determinada medida como obligatoria, pero al mismo tiempo no hacer nada por facilitar la adopción del correspondiente acuerdo social (la situación ya bordea el paroxismo, cuando no sólo no la favorece, sino que implícitamente la prohibe, como ocurre tras la reforma de 1989 en los casos que se traspasa el límite del capital mínimo; pero de la colisión entre los mandatos legales de los arts. 163 y 169 LSA, como generadora de una auténtica laguna lógica o de conflicto, ya me he ocupado en otro lugar; v. Ricardo Cabanas Trejo, «Capital mínimo y disolución de la sociedad anónima», Revista General de Derecho, núm. 584, 1993, pp. 4.923-4.957, esp. pp. 4.943 y ss.).

Por si fuera poco, se trataba (y trata) de una típica norma incompleta o imperfecta, pues no ha previsto consecuencia alguna para el caso de incumplimiento, lo que ya en su día dejó abierto el debate sobre la posibilidad de sustituir la voluntad social por una resolución judicial (por todos, v. Antonio Pérez de la Cruz Blanco, La reducción del capital en sociedades anónimas y de responsabilidad limitada, Zaragoza, 1973, pp. 228 y ss).

No ha de extrañar, por ello, que la propuesta de simplificar el procedimiento de adopción de estos acuerdos venga ya de antiguo, y que no se haya mantenido precisamente por voces de «segunda fila»: es el caso de Manuel de la Cámara Álvarez, Estudios de Derecho Mercantil, tomo II, Madrid, 1977, p. 183, o del profesor Aurelio Menéndez Menéndez, «Pérdida del capital social y continuación de la sociedad anónima», en W.AA., Estudios de Derecho Mercantil en homenaje al profesor Antonio Polo, Madrid, 1981, pp. 493-535, esp. 507. En particular, basta la lectura de este último artículo para percatarse de dónde ha tomado el recurrente las expresiones «acto debido» y «declaración de ciencia», que...

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