La república conservadora de Andrés Bello

AutorJorge Edwards
CargoEscritor, crítico literario, periodista y diplomático chileno.
Páginas7-12

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Joaquín Edwards Bello, bisnieto de Andrés Bello, cronista, ensayista, autor de ficciones literarias, habló del «bisabuelo de piedra». Lo que ocurría en el Santiago de Chile de la primera mitad del siglo xx era que la estatua de Bello, en su sillón de mármol, en actitud pensativa, frente a la puerta principal de la Universidad de Chile, una de las tantas creaciones suyas, dominaba el centro antiguo de la ciudad. En piedra, en mármol, en efigie, en placas conmemorativas, Bello estaba en todas partes. Era el inspirador de la Constitución Política de 1833, texto conservador que puso fin a largos años de anarquía, el redactor del Código Civil, que sirvió de ejemplo a muchos otros países de Hispanoamé-rica, el primer rector de la universidad, el organizador y primer Oficial Mayor del ministerio de Relaciones Exteriores, el autor de la Gramática de la lengua castellana, el poeta y traductor de clásicos de la poesía europea. Su presencia era tan fuerte, tan constante, tan evidente, que mi generación, marcada por la vanguardia estética de los años veinte, por los intelectuales rupturistas de los treinta y cuarenta, por el existencialismo francés, trató de evitarla, de ignorarla a toda costa. Andrés Bello era una estatua y un nombre de calle. Era tema de disertaciones académicas, de seminarios y cursillos que tenían ecos en toda la región, y sobre todo en su Caracas de origen. Rechazar a don Andrés, a la vasta constelación bellista, era rechazar el oficialismo, el lugar común, la sabiduría obligatoria, impuesta desde el exterior. Por el contrario, entender la enseñanza de Bello ha sido emprender un camino de regreso. El que dio la primera señal fue el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal en su notable ensayo biográfico El otro Andrés Bello, publicado por primera vez en Caracas, en Monte Ávila Editores, en 1969. El otro, es decir, el poeta,

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el humanista, el filósofo. Describir al Andrés Bello de una visión moderna, nuestra, ha exigido una reflexión de segundo grado, un despojarse de prejuicios, un descubrimiento y un redescubrimiento. Bello fue un incomprendido parcial, un solitario en una época de asonadas y sociedades colectivas, masónicas o no. Pudo, sin embargo, trabajar, pensar, escribir, debido, antes que nada, a una formación superior, adquirida en la Caracas conventual de fines de la Colonia, y porque después encontró, en Inglaterra y sobre todo en su Chile de adopción, apoyos superiores, que actuaron a favor suyo por inteligencia y también por intuición, por instinto. No es fácil entender el resorte último, la clave de esta situación. Mi opinión personal, en pocas pala-bras, es que los años de anarquía profunda, de guerras civiles, que siguieron a las luchas de la independencia, produjeron el efecto de una vacuna. El Chile anárquico de los años 20, el de después de la caída del poder de Bernardo O’Higgins en 1823, conoció tales extremos de desorden, de inseguridad, de inestabilidad política, de pérdida de las normas más elementales de connivencia, que la experiencia hizo los efectos de un antídoto vacuna moral e intelectual. Chile se transformó en el país del orden, de la moderación, del respeto a la ley: una especie de milagro en su contexto regional.

Andrés Bello desembarcó en Valparaíso con toda su numerosa familia en 1829, contratado por el gobierno, después de haber vivido 19 años en Londres. Había sido llamado por el presidente chileno Francisco Antonio Pinto, liberal, amigo de José María Blanco White y de José Joaquín de Mora, a quienes había conocido o con quienes se había relacionado desde su paso por Londres. Bello sería el profesor de Aníbal Pinto, hijo de Francisco Antonio y a su vez presidente de la República hacia fines del siglo XIX. Lo interesante, sin embargo, es que la guerra civil que asolaba al Chile de ese momento fue resuelta poco después de la llegada de Bello, a comienzos de 1830, en el decisivo triunfo de los conservadores en la batalla de Lircay. Bello entendió de inmediato que él país donde se instalaba con su mujer inglesa y sus seis hijos tenía una necesidad aguda de estabilidad, de respeto de la ley, de orden público. Sus amistades intelectuales inglesas, que formaban parte del llamado grupo de la Casa Holland, reformistas moderados, críticos declarados del jacobinismo francés, entre los que figuraba el gran Edmund Burke, fueron para él una fuente de inspiración constante y mantuvo con ellos una nutrida y permanente correspondencia.

El joven Bello, nacido en Caracas en 1781, formó parte en 1810, junto a Simón Bolívar y a Luis López Méndez, de una misión diplomática que viajó a Londres a fin de obtener el reconocimiento de la independencia venezolana por Inglaterra. Los enviados de Caracas tomaron contacto de inmediato con el Secretario de Relaciones Exteriores inglés de la época, el marqués Richard Wellesley. Lo interesante es que Wellesley, precavido, formado en hábitos diplomáticos que todavía no se conocían en América del Sur, recibió a los venezolanos en su domicilio particular y no en el Foreign Office, con la idea de evitar un compromiso prematuro. Después de la invasión napoleónica de la Península, las relaciones de Inglaterra con España habían mejorado mucho. Los representantes de los nuevos gobiernos de América del Sur habían pasado a ser personas difíciles para Inglaterra. El propio Francisco de Miranda, el venezolano que los había prece-dido en su instalación en territorio inglés, había perdido influencia en la...

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