Estado y religión: la calificación del modelo español

AutorGustavo Suarez Pertierra
CargoCatedrático de derecho eclesiástico del Estado de la Universidad nacional a Distancia
Páginas16-38

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1. Introducción

Tiene mucho sentido enfrentar una reflexión general acerca de lo que se entiende tradicionalmente por relaciones Estado-Iglesia en España, cuestión que hoy formularíamos como el tratamiento por parte del Estado del componente religioso de la realidad social. Y ello por varias razones.

En primer lugar, porque ya hay suficiente perspectiva. Transcurridos más de veinticinco años desde la promulgación de la Constitución, el sistema de relación Estado-Iglesias está relativamente decantado. En contra de lo que a primera vista pudiera pensarse, no se trata, por las razones que se explicarán, de un modelo definitivamente trabado, pero sí es cierto que poderes públicos y confesiones religiosas han tenido que tomar posiciones, resolver conflictos y avanzar soluciones sobre los problemas y tensiones que se han ido creando y ese es el crisol en el que se construye un modelo.

En segundo lugar, porque del modelo finalmente decantado depende la corrección de las opciones arbitradas. La complejidad del modelo español, sobre la que se insistirá en adelante, provoca la puesta en cuestión del tratamiento de institutos concretos del núcleo duro de la relación entre Estado y confesiones religiosas, como la enseñanza de la religión o la financiación de las actividades confesionales. Tanto es así que la adecuación a la Constitución figura como referencia fundamental de todo el conjunto, mientras que, como quiera que el Tribunal Constitucional no se ha pronunciado aún sobre el fondo del problema, todo se resuelve en una cuestión de interpretación. Excuso decir que en un asunto tan vivo como este los criterios de interpretación de las normas jurídicas acaban promoviendo a la vez, sin sonrojo, una solución y su contraria, es decir, lo inverso de lo que querían los clásicos y los redactores del art. 3 de nuestro Código civil.

Por todo ello tiene mucho sentido la iniciativa de la Revista Catalana de Dret Públic para dedicar un número monográfico al tratamiento del asunto. Por mi parte, intentaré asumir el encargo de los editores para expresar el marco en el que se mueve el problema, procurando poner de manifiesto la adecuación o las contradicciones entre el modelo constitucional y su contraste con la práctica jurídica llevada a cabo a lo largo de este tiempo.1

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El punto de partida de la hipótesis que va a desarrollarse a continuación es el dato constitucional. La Constitución vigente establece un sistema no lineal y complejo, que se explica por circunstancias históricas y por razones políticas. La aplicación de los parámetros del modelo genera contradicciones y distorsiones que recuperan el problema histórico de la relación Estado- Iglesia en España. Tales contradicciones se explican porque hay amplios márgenes de interpretación, porque permanecen residuos históricos del viejo modelo y porque irrumpen interpretaciones interesadas al amparo de la supuesta ambigüedad constitucional. El desarrollo constitucional refleja este conjunto de fenómenos y produce finalmente un sistema aún mucho más complejo a través de un bosque de normas de diferente naturaleza cuya congruencia con el sistema constitucional supone en ocasiones un difícil encaje.

Para el desarrollo de esta hipótesis se pondrán de manifiesto en una primera fase las claves del sistema constitucional para, en un segundo momento, enfrentar el sistema con sus concreciones más relevantes. Finalmente, se propondrá una calificación del modelo con arreglo a los criterios extraídos del análisis del complejo normativo.

2. El contexto constitucional

En el art. 16 de la Constitución, el supuesto que concentra el tratamiento del problema, confluyen diversos factores que no pueden ser obviados a riesgo de adoptar un punto de partida equivocado o parcial.

El primero de ellos es el factor histórico. Toda la historia moderna de España es la de una intensa compenetración entre la Iglesia católica y el Estado. En los países católicos latinos no triunfa, como es sabido, la reforma protestante, de modo que no hay quiebras en la unidad religiosa de las sociedades nacionales. Mientras en los reinos de la Europa central surgen las iglesias nacionales, apoyadas en el principio cuius regio eius et religio, en el sur se mantiene la confesionalidad católica del Estado.

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La Iglesia recurre al brazo secular para imponer su doctrina y a cambio presta su apoyo político y social a las monarquías absolutas. Los monarcas transfieren la doctrina religiosa al ámbito civil y garantizan la unidad religiosa en la fe verdadera que, de paso, es un elemento clave de la unidad política nacional a partir de mediados del siglo XIX y la barrera contra la penetración de las nuevas ideologías.

Las monarquías católicas practican el regalismo. Intervienen en el nombramiento de los obispos y filtran las normas eclesiásticas, que deben contar con el placet regio. La Iglesia desarrolla ciertas funciones públicas (por ejemplo, la actividad registral) e influye socialmente a través de la educación y el Estado financia el ejercicio de su actividad mediante un presupuesto asignado al culto y clero.

Todo esto figura reflejado en la historia del constitucionalismo español, en tanto que el Concordato, que es el pacto garante del intercambio de privilegios entre la Iglesia y el Estado, se convierte en norma que compite con las constituciones y plantea una y otra vez conflictos insolubles.2

Con esta óptica debe verse la historia constitucional española, en la que se aprecian diversas fases. Desde la Constitución de Cádiz, cuyo art. 11 introduce una fuerte declaración de confesionalidad doctrinal y excluyente del ejercicio de otros cultos distintos del oficial,3 comienza un camino que lentamente va avanzando hacia la irrupción de la libertad religiosa en nuestro derecho constitucional. Esa incorporación se produce en la Constitución dePage 191869 que, después de fuerte discusión, rompe por primera vez con la confesionalidad excluyente, aunque mantiene para la religión mayoritaria el apoyo financiero público.4

Con todo, el sistema en su conjunto encuentra su hito fundamental en la Constitución de 1876, porque ni las posiciones liberales se acomodan con lo dispuesto en la Constitución de Cádiz ni, a lo que se demuestra, la sociedad española estaba tan cerca de la incorporación de las libertades formales como quiso, por ejemplo, el proyecto constitucional de la I República.

El modelo de la monarquía restaurada, que se refleja en la Constitución de 1876, es probablemente el más coherente con la situación de la sociedad española y con el papel que la religión viene jugando en la vida social. Porque, en efecto, a esas alturas del siglo el elemento religión ya es un componente fundamental de la cohesión política, una vez que la idea nacional se asienta en la identificación de la Iglesia española con los sectores antirregalistas y antiliberales en un largo camino que acaba en el nacionalcatolicismo.5

Por otra parte, no se puede sospechar que la sociedad española hubiera alcanzado en el último tercio del siglo XIX un alto grado de secularización, entendida esta como la conquista de un grado sustantivo de independencia con respecto de las doctrinas religiosas.6 En cualesquiera de los ámbitos que pudieran servir de banco de pruebas del grado de secularización social alcanzado, se observa que aún está muy lejos la meta del camino que se emprende en el primer tercio del siglo. Así sucede en el campo de la libertad de expresión, de la enseñanza, del derecho de asociación o de la introducción de laPage 20libertad religiosa en general7 y también en la tutela penal de la religión8 o en la recepción del matrimonio civil.9

Por esta razón, el régimen de tolerancia religiosa, el modelo intermedio que implanta la Constitución de 1876, es el más duradero, hasta el presente, de los modelos constitucionales.10 El sistema tiene dos referencias fundamentales: el mantenimiento de la confesionalidad católica y la admisión expresa, como simplemente tolerado, del ejercicio privado, que no público, de los restantes cultos. Por eso puede definirse como un modelo de tolerancia religiosa y de libertad limitada. El modelo tuvo éxito, ciertamente, porque dirigió la política religiosa hasta 1978, con el corto paréntesis republicano, de modo que constituye el núcleo de lo que podría entenderse como régimen específicamente español de relación Iglesia-Estado, sistema propio y específico, en un momento en que los Estados europeos van realizando su particular opción.11

La II República intentó un camino nuevo. En esencia, la pretensión republicana era la secularización de una sociedad profundamente impregnada de clericalismo. Intentó trasplantar el modelo alemán, aunque acabó diseñando un sistema peculiar, más inclinado al francés, de separación entre Iglesia y Estado en el que la libertad de conciencia constituía el núcleo fundamen-Page 21tal. Pero ocurrió un choque inevitable, porque el nuevo régimen político no encontró otro modo de enfrentar el problema de la influencia social de la Iglesia que el camino de la limitación de su actividad pública. Así, junto a la legislación que introdujo libertades históricas, emitió un conjunto de disposiciones que inclinaron el modelo hacia un sistema limitativo de la libertad del ejercicio de los cultos.12 Si la Constitución de 1876 tan sólo toleró los cultos no oficiales, la Constitución de 1931 únicamente toleró la religión tradicionalmente confesada por el Estado. Estas limitaciones presionan la libertad de cultos y por esa vía la libertad de conciencia, así que el régimen republicano es un sistema reactivo más cercano al laicismo que a la neutralidad.13 Luego se volverá sobre esta idea cuando se trate de calificar el régimen vigente.

La cuestión religiosa fue determinante para el estallido de la guerra civil. El intento republicano quedó relegado a un mero paréntesis histórico en tanto que el franquismo se aplicó rápidamente, al tiempo que dejaba sin efecto la legislación republicana en materia de libertades, a recuperar la vieja confesionalidad católica que penetraba con renovado vigor.

El régimen autoritario de nuevo se apoya en la Iglesia católica, que durante casi todo el franquismo funciona como un elemento que aglutina la unidad nacional. Las «leyes fundamentales» vuelven al sistema que la Constitución de la monarquía restaurada había implantado: confesionalidad más tolerancia, que se refuerza con un verdadero entramado concordatario.14 El Concordato de 1953 se sitúa en la línea de los grandes concordatos concluidos con los regímenes autoritarios en el primer tercio del siglo XX15 y expresa, como el gran Concordato del siglo anterior lo había hecho con respecto de la monarquía isabeli-Page 22na frente a la pretensión carlista, el reconocimiento internacional del régimen franquista por parte de la Santa Sede. El juego combinado de la confesionalidad concordataria con la reiterada declaración de las «leyes fundamentales», produce un sistema político extraordinariamente rígido y penetrado por la doctrina religiosa, en que la confusión de planos es habitual.16

Las relaciones entre el franquismo y la Iglesia católica no fueron siempre sencillas,17 pero el entramado de intereses mutuos mantuvo la situación, hasta que se produce una de las grandes paradojas que suelen darse en la relación Iglesia-Estado.

En los años sesenta penetra un fuerte movimiento de reacción social. Afecta al régimen autoritario y también afecta a la Iglesia católica. El Concilio Vaticano II reacciona frente a la confesionalidad del Estado como instrumento de relación y, sin plantear una revolución doctrinal, invierte el tratamiento del problema reclamando la independencia del poder civil y la separación entre religión y estructuras políticas. Así pues, se produce la gran paradoja de que la propia religión confesada por el Estado, que se ha obligado a sí mismo a inspirar en ella su legislación, reclama del Estado un cambio de planteamiento.

El régimen político español, obligado a seguir la doctrina de la religión oficial, no se resigna, sin embargo. La unidad religiosa sigue siendo un valioso elemento vertebrador de la unidad política. De tal modo que, como no hay más remedio que atender los requerimientos de la Iglesia, se produce un movimiento de cambio cosmético en la legislación que no es otra cosa que una resistencia numantina para impedir la irrupción del pluralismo religioso. Se redacta, por fin, en 1967 una llamada Ley de libertad religiosa que viene a ser un estatuto de no católicos y que declara sin ningún artificio que la libertad religiosa, nueva en nuestro derecho, debe ser compatible con la confesionalidad de siempre. Se reforma el Fuero de los Españoles para integrar la libertad religiosa, pero permanece vigente la confesionalidad. Hay que advertir que la reforma fue favorablemente informada por la Conferencia episco-Page 23pal, porque la doctrina del Concilio tuvo mucha resistencia entre los sectores dominantes de la jerarquía española.18

Esta es la situación a las puertas de la reforma política. El complejo concordatario, que daba forma directamente a la confesionalidad, entra en crisis con la integración de las nuevas sensibilidades y ya desde el final de los años sesenta toma forma un movimiento de revisión del sistema que se agudiza en los momentos de crisis de la relación Iglesia-Estado que se producen al final del franquismo.

La reforma concordataria no despega, sin embargo, hasta 1976, en que se conviene un Acuerdo que tiene como núcleo la renuncia por cada una de las partes a sus más significativos privilegios: el Estado renuncia a la intervención en el nombramiento de obispos y la Iglesia a los privilegios procesales de los clérigos.19 Al tiempo, se asume el compromiso de emprender la elaboración de unos acuerdos sobre materias concretas que sustituyan gradualmente las correspondientes disposiciones de un Concordato que aún está en vigor sobre la base de que en el ordenamiento «debe haber normas que sean adecuadas al hecho de que la mayoría del pueblo español profesa la religión católica».20

El camino para la revisión queda, pues, despejado y ciertamente se emprende con rapidez. El Gobierno entiende que cuanto antes debe quedar sin efecto el compromiso de confesionalidad,21 mientras que a la Iglesia interesa dejar puestas cuanto antes las bases de su nueva relación con el Estado. El resultado es que corren en paralelo el proceso de negociación concordataria y el proceso de elaboración constitucional, de modo que hay posibilidad de rea-Page 24lizar préstamos entre uno y otro y que uno y otro se condicionan. Al final, cuatro acuerdos concordatarios, elaborados en paralelo a la Constitución y, por tanto, materialmente anteriores, esperan a la conclusión de la norma fundamental, el 28 de diciembre de 1978, para recibir cobertura formal mediante su promulgación en los primeros días del año siguiente.22

3. Un modelo propio

Cuando los constituyentes se enfrentan con la vieja cuestión religiosa se encuentran con un conjunto de dificultades que, por cierto, hacen tanto más valiosa la solución adoptada.

En primer lugar, no hay referencia histórica aplicable. En efecto, ni la confesionalidad doctrinal es compatible con la libertad religiosa, ni siquiera el que se ha sugerido como el modelo más propio de la historia constitucional española, el de tolerancia religiosa, puede adaptarse al pluralismo. Tampoco sirve el modelo inclinado al laicismo de la II República. Es preciso, por tanto, diseñar un sistema nuevo.

En segundo lugar, la historia deja en herencia un anclaje concordatario que ha predefinido unas líneas de fuerza para el tratamiento de las relaciones de los poderes públicos con la antigua religión oficial. Así pues, cualquier solución que pudiera arbitrarse debería tener en cuenta los compromisos adquiridos.

Por otra parte, los legisladores constitucionales necesitan equilibrar dos elementos decisivos en el proceso: la superación del sistema autoritario con la incorporación de las libertades y la necesidad de sustentar el resultado sobre un amplio apoyo social. Este planteamiento toma forma, para el problema que nos ocupa, en la definición de un modelo de pluralismo religioso que evite cuidadosamente el problema que concentra la presión social desde los sectores eclesiásticos: volver al sistema de la Constitución de 1931, puesto que es el único modelo de separación Iglesia-Estado que ha conocido la historia de España.

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Finalmente, no es posible trasplantar modelos específicos de otros países dotados de sistemas democráticos de convivencia. Es obvio que han sido tenidos en cuenta los más paradigmáticos, porque en el conjunto de la regulación pueden rastrearse los préstamos constitucionales de las constituciones alemana e italiana, pero ni los sistemas de derecho comparado pueden trasladarse linealmente ni se corresponde ninguno de ellos con la historia constitucional y con la realidad social españolas, ni tampoco con la pretensión reformadora del régimen que se abre en España con la llegada de la democracia.

En consecuencia, la Constitución de 1978 opta por un modelo propio, novedoso, que no se corresponde con los precedentes, y complejo, porque es el producto final de un conjunto de tensiones que ha debido resolver. Esto explica el camino, a su vez complicado, de la relación del Estado con el fenómeno religioso en los casi treinta años de vigencia constitucional. Y también que el resultado deba tener en cuenta como criterio obligado de interpretación la idea de consenso, sin la cual, en este como en otros temas constitucionales, no es posible entender la regulación constitucional.

4. El sistema constitucional

La doctrina suele enfrentar el modelo construido por la Constitución mediante la expresión de sus principios rectores. Desde esta perspectiva, suelen destacarse algunos elementos que funcionan como verdaderos fundamentos del sistema.23 Procurando integrar el conjunto de claves constitucionales, se sitúen o no en la base del sistema, estimo que los elementos fundamentales que conforman la solución constitucional son los siguientes:

  1. ) Introducción de la libertad ideológica, religiosa y de culto. El art. 16.1 incorpora de una manera integral la que ha dado en llamarse la primera de las libertades. Se garantiza esta libertad a los individuos y a las comunidades, esPage 26decir, al sujeto individual y al sujeto colectivo y se le asigna como único límite posible el que afecta a los derechos fundamentales en general: el orden público protegido por la ley.24 Dos cuestiones me parece conveniente destacar para el argumento general de este estudio:

    a) La formulación, aunque específica en nuestro sistema, es en la consideración de la doctrina un trasunto de la libertad de pensamiento, conciencia y religión de la Declaración universal de derechos humanos y otros textos internacionales y, según doctrina del Tribunal Constitucional, constituye un solo derecho que recibe protección reforzada.25

    La expresión constitucional, vista desde ambas vertientes, es decir, desde la perspectiva de las declaraciones internacionales y a la luz de la jurisprudencia constitucional, puede considerarse que engloba la libertad ideológica y la libertad religiosa, conformando la segunda una especie de la primera.26 Siendo esto así, el art. 16.1 de la Constitución integra con la mencionada protección reforzada dos planos diferentes, del que el religioso no es sino una especificación. Esto tiene consecuencias importantes, porque el legislador constituyente viene a asignar a la libertad religiosa unos contenidos de derecho especial que tendrán reflejo en la legislación ordinaria, tanto unilateral del Estado, como convencional.

    b) Precisamente en relación con el derecho especial para el factor religioso, se presenta un agudo problema relativo a la adquisición de la personalidad jurídica por parte de las entidades religiosas. La Ley orgánica de libertad religiosa prevé un sistema basado en la inscripción registral.27 Si bien la Ley apunta a una operación de simple constatación por parte del encargado del registro, la práctica administrativa, sin embargo, ha venido derivando hacia la exigencia de determinados requisitos que convierten la calificación registral en unPage 27verdadero instrumento de atribución de derechos, cuestión para la que no existe habilitación constitucional suficiente y que convierte en discrecional una práctica que debería ser simplemente declarativa. Esta práctica deberá ser revisada, pues el Tribunal Constitucional ha establecido ya claramente que la acción del registro es puramente de constatación y que debe limitarse a comprobar que la entidad que solicita su inscripción no está incluida en las causas de exclusión que la propia Ley prevé y que no se encuentra afectada por la limitación del orden público.28

  2. ) El planteamiento de la libertad de conciencia está íntimamente ligado al principio de igualdad, que incorpora el art. 14 de la Constitución como pórtico del tratamiento de los derechos fundamentales. Desde el punto de vista que interesa a este escrito, conviene destacar que el principio de igualdad es inescindible de la libertad, en su configuración histórica y en su consideración constitucional, hasta el extremo de que puede ser considerado como el derecho a la igual libertad en la titularidad y en el ejercicio de los derechos fundamentales.29 Este planteamiento tiene consecuencias especialmente importantes, que luego se dirán, respecto al tratamiento de las confesiones religiosas por el ordenamiento.

  3. ) El apartado 3 del art. 16 plantea mayores problemas y es la clave del modelo. Integra los siguientes elementos: a) la declaración «ninguna confesión tendrá carácter estatal»; b) el mandato a los poderes públicos de «tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española», y c) la consecuencia de cooperación: «mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones».

    Alguna doctrina ha considerado que estamos frente a un modelo de tratamiento positivo del factor religioso,30 de modo que hay que entender que el sistema excluye no sólo la tan temida hostilidad que planeó sobre el proceso de elaboración del texto constitucional por referencia a la Constitución de 1931, sino también, incluso, la simple indiferencia. Esta consideración positi-Page 28va es producto justamente del principio de cooperación y constituye una de sus consecuencias fundamentales.31 Sobre esta base, ha llegado a afirmarse que lo que define al sistema constitucional es justamente la idea de cooperación, más que la libertad religiosa y la laicidad.32

    Por el contrario, otros autores plantean una interpretación del mandato constitucional apoyada en un tratamiento global del problema. En este sentido, la Constitución recoge en el supuesto un refuerzo del mandato material incluido en el art. 9.2, por cuya virtud los poderes públicos deben promover las condiciones para que la libertad y la igualdad sean efectivas y remover los obstáculos que se opongan a ello. La cooperación, por tanto, es una consecuencia obligada de la libertad religiosa de los individuos, que deben tener dispuestos los cauces necesarios para realizar su derecho personal.33

    Desde esta perspectiva, la referencia constitucional a la cooperación debe ser interpretada como un efectivo mandato a los poderes públicos dirigido a la promoción y tutela del derecho de libertad religiosa de los individuos. Depende directamente, en este sentido, de la formulación específica del derecho de libertad religiosa contenido en el art. 16. 1 de la Constitución34 y sólo tiene sentido, a riesgo de incurrir él mismo en inconstitucionalidad,35 si está sujeto en su desarrollo a los parámetros fundamentales que son base del sistema: la libertad religiosa, la igualdad, la neutralidad y la separación.

    En cualquier caso, el modelo constitucional que se establece en este supuesto es un modelo conflictivo. Ello es así porque, en primer lugar, ampa-Page 29ra residuos confesionales. En este sentido, es posible rastrear en el sistema disposiciones vigentes, generalmente de ámbito concordado, en las que pueden encontrarse vestigios de carácter confesional36 o bien regulaciones que tienen difícil encaje con los planteamientos constitucionales de libertad, igualdad, separación, neutralidad del Estado o autonomía de las confesiones religiosas.37

    Por otra parte, la regulación constitucional tiene el mérito indudable de establecer un diseño al que pueden incorporarse las diferentes sensibilidades políticas y sociales. Pero, al tiempo, ampara posiciones ambiguas que permiten interpretaciones por parte de los sectores confesionales favorecedoras de una determinada opción e, incluso, la posibilidad de que el Estado ofrezca cómodas soluciones que rozan la legalidad constitucional.38 Estos peligros eran sin duda evidentes en el contexto de la aprobación de la Constitución,39 pero la historia demuestra que son más acuciantes a medida que el momento constitucional se aleja en el tiempo y pierden tensión las soluciones basadas en el consenso.

5. Las claves del modelo

En mi criterio, dos son las claves del modelo constitucional que acaba de exponerse en lo que se refiere a la calificación de la relación del Estado con el fenómeno religioso:

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  1. a Es un sistema de laicidad

    Se trata, ciertamente, de una afirmación controvertida desde diferentes ángulos. Para alguna doctrina, la presencia constitucional implícita de la laicidad tan sólo trata de marcar un límite para la ignorancia o indiferencia del Estado con respecto de las creencias de la sociedad.40 Otros autores consideran que más vale dejar de hablar de laicidad, que es una expresión anacrónica.41 Incluso se defiende la idea según la cual el régimen constitucional es tan específico que resulta más adecuado calificarlo como un sistema de aconfesionalidad.42

    La Constitución no habla de laicidad en el art. 16.3, inciso primero: «ninguna confesión tendrá carácter estatal». El planteamiento reacciona sin duda frente al sistema histórico de confesionalidad y pretende sentar la relación entre el Estado y las confesiones religiosas sobre una base nueva. Sin embargo, la fórmula es técnicamente incorrecta, porque, de un lado, la declaración no adopta la perspectiva del Estado, sino la de las confesiones religiosas,43 mientras que, de otro, tiene su referencia en un modelo que no es el propio de la confesionalidad sino de un sistema de estatalidad o de Iglesia de Estado que nunca se ha dado en la tradición latina.44

    En cualquier caso, no es difícil encontrar una explicación para la solución constitucional. Se trata, precisamente, de evitar una declaración de no confesionalidad cercana a lo que para el caso dispuso la Constitución de 1931.45 Cuan-Page 31do el primer borrador de la Constitución contemplaba en su artículo 3 dicha declaración con la expresión «el Estado español no es confesional», se levantó una fuerte polémica desde algunos sectores sociales y de la Iglesia católica. Se busca, pues, una fórmula de compromiso, que ya aparece en el Anteproyecto constitucional y que obviamente apunta a la superación del viejo sistema.

    No hay, pues, oposición entre no confesionalidad y no estatalidad en el supuesto constitucional, aunque la expresión se emplee en términos poco técnicos.

    Tampoco la hay entre aconfesionalidad y laicidad. La expresión constitucional tampoco es correcta, por incompleta, desde esta perspectiva. Está apuntando más sustantivamente a uno solo de los componentes clásicos del concepto de laicidad: la separación entre el Estado y la Iglesia. Pero resulta más incorrecto todavía sujetar el planteamiento constitucional a un modelo de separación sin neutralidad (supuestamente sería eso la aconfesionalidad), porque ni es bueno definir un modelo en negativo ni tampoco es posible aislar el criterio de otros principios constitucionales a los que el sistema, según se ha dicho, debe acomodarse. Porque, en efecto, libertad de conciencia e igualdad son elementos primarios en el planteamiento constitucional que exigen del Estado, además de una posición activa en la promoción de los derechos, la neutralidad frente a ideas, creencias y convicciones.

    El problema de fondo es que todo el punto 3 del art. 16 es fruto de una preocupación que tiene como objetivo superar la vieja cuestión religiosa, tan problemática en la historia española, y de salir al paso de posibles conflictos. Desde este punto de vista, no se trata tanto de incluir un aspecto que cierra el modelo constitucional en un solo precepto, el art. 16, sino de matizar el tratamiento de lo religioso dentro de un precepto que toma como referencia un planteamiento más general. Así, la idea de cooperación, como se ha dicho, reafirma para el ámbito de las ideas religiosas lo que es un planteamiento general con respecto de ideas y convicciones en el conjunto constitucional y, especialmente, en el juego combinado de los art. 16 y 9.2. Así también, la cláusula de aconfesionalidad de este precepto cobra sentido si se refiere a la preocupación por separar el Estado de la Iglesia, mientras que preocupa menos al constituyente la declaración de neutralidad ideológica y religiosa, que tiene diversos apoyos constitucionales. En definitiva, no hay que perder de vista que el tan tratado supuesto en su conjunto es un precipitado de diversas líneas que deben de confluir en la regulación de un fenómeno complejo y sometido a múltiples tensiones. De ahí que integrePage 32un principio organizativo del Estado como es el de separación, en un contenido que se abre con la incorporación de un derecho fundamental.

    En cualquier caso, el Tribunal Constitucional ha venido a clarificar el problema. El alto tribunal utiliza al principio de su andadura las expresiones «aconfesionalidad» y «no confesionalidad»,46 que entiende referidas a un planteamiento que supera la regulación anterior a la Constitución y, señaladamente, lo previsto en el Concordato de 1953. En cualquier caso, siempre considera este planteamiento como uno de los principios fundamentales del sistema y siempre, también, con el contenido de separación y de neutralidad que tradicionalmente se le asigna. Para el Tribunal, desde 1981, el pluralismo, las libertades y la aconfesionalidad son el fundamento de la condición ideológicamente neutral de todas las instituciones del Estado, de modo que tales principios funcionan como sustrato del comportamiento de las instituciones, pero también como una exigencia de la que se deriva la actitud neutral de los poderes públicos.47

    La referencia a la laicidad aparece levemente por primera vez en un pronunciamiento del año 198548 y a partir de ahí se va decantando la doctrina jurisprudencial sobre neutralidad del Estado y cooperación.49 Desde el año 2001 puede entenderse que ya está fijado el concepto jurisprudencial de laicidad en sus elementos fundamentales e identificado con la expresión constitucional del primer inciso del art. 16.3.50

  2. a Es un sistema de laicidad más cooperación

    Laicidad y cooperación son las claves del sistema. El Tribunal Constitucional expresa una línea argumental que tiene como punto de partida las dos vertientes, interna y externa, de la libertad religiosa, que deben estar protegidas por el comportamiento neutral de los poderes públicos como exigencia del pluralismo.51 El contenido de la libertad religiosa, por tanto, no se agota en la protec-Page 33ción de la acción individual y colectiva frente a injerencias externas; los poderes públicos deben garantizar la posibilidad de ejercicio externo del derecho prestando una actitud positiva cuya manifestación es el art. 16.3 de la Constitución, que «tras formular una declaración de neutralidad [...] ordena a los poderes públicos mantener las consiguientes relaciones de cooperación [...]».52

    Sobre estas bases, los componentes fundamentales del planteamiento en su conjunto son, por una parte, la separación y la neutralidad. La primera se entiende como la garantía de la mutua independencia entre el Estado y el fenómeno religioso, en el bien entendido que esto significa autonomía de la acción pública respecto de las ideas religiosas,53 que en ningún caso pueden estar equiparadas al Estado,54 tanto como autonomía de las confesiones religiosas garantizada por el principio de no intervención.55

    En cuanto al componente de neutralidad, la consecuencia más importante es la imparcialidad de los poderes públicos en relación con las convicciones, religiosas o no, de los ciudadanos.56 La imparcialidad es una exigencia del pluralismo ideológico y debe ser entendida como una posición activa del Estado en la defensa de los valores que constituyen su propia identidad, los valores sociales y civiles que constituyen el «mínimo ético acogido por el derecho».57

    El Tribunal da un paso más introduciendo un nuevo enfoque en el concepto de laicidad: la laicidad positiva.58 Sostiene el Tribunal que con respecto de la proyección externa de la libertad religiosa los poderes públicos deben prestar una actitud positiva cuya «especial expresión» es la cooperación subsiguiente al mandato de neutralidad y calificada por la distinción entre fines religiosos y estatales, que no pueden confundirse.59

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    Desde alguna perspectiva pudiera entenderse que este planteamiento apunta a la ruptura de la neutralidad constitucional. Por el contrario, la neutralidad es una exigencia constitucional del pluralismo y el marco de ejercicio de los derechos fundamentales. La jurisprudencia constitucional está incorporando un nuevo enfoque, producto del dinamismo en la evolución de los conceptos,60 al principio de laicidad. En este sentido, laicidad positiva equivale a cooperación o, lo que es lo mismo, a la actitud positiva de los poderes públicos para la preparación de las condiciones sociales que permitan el mejor desenvolvimiento posible de los derechos de libertad religiosa de los ciudadanos. Por esta razón, el Tribunal formula su doctrina utilizando la perspectiva «asistencial o prestacional» que se refleja en el art. 3.2 de la Ley orgánica de libertad religiosa como una norma de acción para los poderes públicos, que viene a ser, a su vez, una concreción de lo dispuesto en el art. 9.2 de la Constitución.61

    La laicidad positiva constituye, según este criterio, un cauce de actuación para los poderes públicos en la configuración del programa de cooperar con las confesiones religiosas. Los poderes públicos tienen obligación de cooperar según el mandato constitucional, pero deben hacerlo sujetando su actuación a un conjunto de reglas y cauces que son, en esencia, los principios constitucionales de referencia: libertad de conciencia, igualdad y neutralidad. Por esta razón es fundamental, en mi criterio, entender la cooperación positiva como una expresión de la neutralidad activa del Estado, pero no como el principio fundamental del sistema ni tampoco exactamente como una expresión de aséptica neutralidad entre unión y separación,62 porque la cooperación es un componente evolucionado de la laicidad, con respecto de la cual el Estado no es equidistante.

6. Las concreciones del modelo: el sistema de pactos

Así pues, el sistema español es un modelo de laicidad más cooperación o, lo que es lo mismo, de laicidad positiva. A la cooperación responde la mayor parte de laPage 35legalidad ordinaria en el tiempo de vigencia de la Constitución.63 Especialmente es así con respecto del más importante desarrollo constitucional, la Ley orgánica de libertad religiosa, que constituye una norma de cooperación directamente dependiente, más que del principio de libertad religiosa incluido en el art. 16.1 de la Constitución, del mandato de cooperar del párrafo 3 del supuesto.

Este es el parámetro de legalidad desde el que hay que juzgar la regulación de los institutos concretos y, como elemento de primer orden, el complejo pacticio a través del cual se arbitra buena parte del régimen legal de las confesiones en España, porque es ahí, sin perjuicio de lo que luego se dirá, donde radica el núcleo del problema.

Conviene partir de una idea principal: los acuerdos con las confesiones religiosas son un elemento privilegiado de la cooperación, pero no son la única fórmula posible para cooperar ni tampoco una fórmula obligada, como sucede en el modelo italiano.64 Así pues, el legislador puede optar o no por regular mediante pacto algunos ámbitos de la cooperación.

En cualquier caso, los pactos se justifican sólo si reúnen determinadas características:

a) En primer lugar, la necesidad o conveniencia para conseguir la finalidad que el sistema les asigna, esto es, la contribución al desarrollo de los derechos de libertad religiosa de los ciudadanos. En este sentido, las posibilidades son muy amplias, por cuanto habrá ocasiones en que la cooperación sea obligada para resolver problemas que dificultan el libre desarrollo de los derechos y libertades en este ámbito. En otros supuestos, sin embargo, la cooperación mediante pacto puede responder simplemente a un modelo organizativo de las relaciones sociales y, por consiguiente, los poderes públicos tienen la facultad de disponer acerca de su conveniencia y viabilidad.

b) Los acuerdos siempre deben responder a los cauces constitucionales. Quiere decirse que no pueden ser sino un instrumento al servicio del derecho de libertad religiosa y, por consiguiente, deben moverse en un ámbito en el quePage 36lo institucional está al servicio de los intereses personales y cuyo fundamento es, señaladamente, la neutralidad y la igualdad. Dicho en otras palabras, los acuerdos entre el Estado y las confesiones religiosas tienen que responder a criterios que en nada pueden parecerse a la naturaleza tradicional de los concordatos. La perspectiva no es la de intercambio de privilegios entre dos centros de poder, la Iglesia y el Estado, situados en el mismo nivel y fundamentado en la idea clásica de societas perfecta aplicada a dos entes con personalidad jurídico-pública, sino la de un Estado que garantiza el desarrollo del derecho individual de libertad religiosa de los ciudadanos desde la neutralidad y la igualdad mediante el aseguramiento de unos cauces que faciliten o aseguren el ejercicio del derecho.

En este sentido, los Acuerdos suscritos con la Iglesia católica presentan algunos problemas, porque el planteamiento de conclusión de nuevos acuerdos, siquiera de carácter parcial, tiene como función la sustitución en bloque del antiguo Concordato,65 de tal manera que, sin perjuicio de los contenidos, responden realmente a un modelo preconstitucional en el que Iglesia y Estado aparecen como sujetos colegisladores de unas disposiciones que adquieren fuerza interna por la vía de los tratados internacionales.

Esto tiene consecuencias, por ejemplo, en la interpretación de las disposiciones que los Acuerdos contienen. Todos los Acuerdos incluyen una cláusula interpretativa, por cuya virtud habrá de procederse en común para la resolución de cuantas dudas o dificultades pudieran surgir en la aplicación de lo acordado.66 Sin embargo, hay ocasiones en que este procedimiento no resuelve el problema, especialmente cuando inciden sobre el particular principios constitucionales que, al menos en apariencia, contradicen lo dispuesto en el respectivo Convenio y cuya aplicación es indisponible por parte de la autoridad del Estado.67

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No es este el tratamiento que reciben los pactos con las confesiones religiosas que el derecho considera de «notorio arraigo en España», conforme a lo dispuesto en la Ley orgánica de libertad religiosa.68 Se trata de acuerdos que reciben imperatividad formal mediante su promulgación como leyes ordinarias, no como tratados internacionales, aunque tengan como fundamento el principio de participación.69 Esto quiere decir que tanto en lo que se refiere al procedimiento de elaboración cuanto en lo relativo a la interpretación o a la revisión siguen los procedimientos a los que está sometida la legislación del Estado.70

Hay, por tanto, diferencias muy importantes entre unos y otros pactos, según se trate de convenios concluidos con la Santa Sede o de acuerdos con las confesiones minoritarias.

Sin embargo, existe un cierto mimetismo en los contenidos de la regulación, hasta el extremo de que un sector de la doctrina entiende que los pactos con las confesiones minoritarias ejercen una cierta función de justificación del conjunto pacticio, es decir, justifican el modelo de relación con la Iglesia católica.71 Lo cierto es que tanto el conjunto de acuerdos de 1979 como cada uno de los pactos de 1992 pretenden constituir el modelo global de relación del Estado con la confesión religiosa respectiva. Este mimetismo obliga a incluir en los acuerdos con las confesiones de notorio arraigo un conjunto de disposiciones, a su vez semejantes entre sí, que nada aportan a la correcta relación del Estado con lo religioso.72

Por lo demás, algunas de las disposiciones insertas en los Acuerdos con la Iglesia católica rozan la constitucionalidad. Aunque el Tribunal Constitucional aún no se ha pronunciado, es el caso del régimen de financiación y la regulación de la enseñanza.

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7. Conclusión

El presente estudio pretende extraer, como se indicó al principio, un conjunto de conclusiones acerca de la calificación general del modelo español que permita resolver las tensiones que se han venido produciendo en la relación del Estado con el fenómeno religioso. De lo dicho hasta aquí pueden aislarse los siguientes extremos:

  1. ) El modelo español es un modelo de laicidad y cooperación o, lo que es igual, de laicidad positiva. El carácter positivo de la cooperación dentro de los parámetros constitucionales, definido de manera expresa en el texto constitucional, es lo que cualifica el sistema dentro de las referencias constitucionales comparadas.

  2. ) Algunas de las distorsiones aparentes en el sistema derivan del carácter cooperador del Estado, deben entenderse como producto del mismo y, por tanto, ser acomodadas al principio de neutralidad. Esto es así especialmente en relación con la acción asistencial o prestacional de los poderes públicos en materia religiosa.

  3. ) La cooperación debe seguir los cauces fijados en la Constitución y, especialmente, los principios de libertad de conciencia, igualdad religiosa, neutralidad y separación entre Estado y confesiones religiosas.

  4. ) El sistema de pactos por el que ha optado el legislador, sin ser obligado, ha adquirido una envergadura tal que contribuye en alguna medida a la calificación del sistema, es decir, se convierte en un componente nuclear del sistema de relaciones. La propia condición de los pactos, fundamentalmente los concluidos con la Iglesia católica, la diversidad de naturaleza entre estos y los concluidos con las confesiones minoritarias y las notables diferencias en los contenidos generan un problema añadido que concentra buena parte de la conflictividad del sistema.

  5. ) Conviene despejar el conjunto de problemas que se concentran en los acuerdos con las confesiones religiosas. En este sentido, procedería formalizar un sistema más lineal, de carácter general o particular para las confesiones que así lo requirieran por la naturaleza específica de algunas de sus pautas de comportamiento, pero reservando el pacto para las cuestiones necesarias y apli-Page 39cando la perspectiva de la igualdad de tratamiento para las confesiones religiosas.

  6. ) Es necesario despojar el sistema de pactos del cuestionamiento constitucional, ya sea mediante la consolidación de interpretaciones conformes a la legalidad constitucional, que si fueran posibles serían obligadas, ya mediante la revisión de aquellos extremos de dudosa constitucionalidad, quedando al legislador la opción de llevar a cabo la revisión unilateral o poniendo en práctica la revisión consensuada, que es más acorde con el planteamiento programático del legislador constitucional.

  7. ) No todas las distorsiones del sistema, aparentes o reales, se explican por la existencia de pactos. Hay cuestiones que constituyen residuos de la confesionalidad histórica, reflejos de la legislación unilateral que rozan la neutralidad y opciones políticas concretas que responden a razones ideológicas o de oportunidad y que con arreglo a ellas deben ser juzgadas. En la medida en que planteen problemas de adecuación constitucional habrían de ser revisadas teniendo a la vista los fundamentos del sistema.

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[1] He dedicado directamente a esta cuestión, aunque con un largo paréntesis, una decena larga de estudios desde 1978. El primero de ellos data de esa fecha: Libertad religiosa y confesionalidad en el ordenamiento jurídico español, Vitoria, 1978; el último es de 2006: «La laicidad en la Constitución española», en Estado y religión en la Constitución española y en la Constitución europea (ed. J. Martínez-Torrón), Granada, 2006, p. 11 y ss.

[2] El Concordato que comprende todo el siglo XIX y también la primera mitad del XX es de 1851. Se trata de un concordato clásico, de intercambio de privilegios, completo y que significa el reconocimiento de la monarquía frente a la pretensión carlista, teóricamente la «monarquía católica»; a cambio, consolida las disposiciones secularizadoras y fija la dotación económica para la Iglesia. Introduce la siguiente declaración de confesionalidad: «La religión católica, apostólica y romana, que, con exclusión de cualquier otro culto, continúa siendo la única de la nación española, se conservará siempre en los dominios de SM Católica, con todos los derechos y prerrogativas de que debe gozar según la Ley de Dios y los sagrados Cánones» (art. 1º). De ahí se derivan consecuencias sobre la enseñanza, dotación económica y otras. Vid. J. Pérez Alhama: La Iglesia y el Estado español, Madrid, 1967.

[3] La Constitución de Cádiz introduce, como es sabido, la libertad de prensa, la abolición de los señoríos y la supresión de la Inquisición. Sin embargo, su art. 12 es una muestra de confesionalidad doctrinal y excluyente que compite perfectamente con la que se expresa en la nota anterior: «La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra». Téngase en cuenta que un tercio de los diputados en Cádiz eran eclesiásticos.

[4] Junto con la cuestión de la monarquía, la libertad de cultos fue el gran problema de la Constitución. Cfr. M. Fernández Almagro: Historia política de la España contemporánea. 1868/1885, vol. 1, Madrid, 1968, p. 46. Obsérvese el artificio a través del cual aparece por primera vez la libertad religiosa en el derecho constitucional español: «La Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la religión católica. El ejercicio público o privado de cualquiera otro culto queda garantizado a todos los extranjeros residentes en España, sin más limitaciones que las reglas generales de la moral y del derecho. Si algunos españoles profesaren otra religión que la católica, es aplicable a los mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior» (art. 21). Vid. P. A. Perlado: La libertad religiosa en las constituyentes del 69, Pamplona, 1970.

[5] Vid. J. Álvarez Junco: Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, 2001, especial- mente p. 336.

[6] Vid. A. Fernández-Coronado: El proceso de secularización del matrimonio, Madrid, 2004, p. 11-15.

[7] Vid. desde esta perspectiva metodológica los estudios de M. C. Llamazares Calzadilla: «Secularización y libertad de expresión en España»; A. Castro Jover: «Secularización y asociacionismo religioso en la primera mitad del siglo XIX»; J. M. Contreras Mazarío: «Secularización y legislación estatal en materia de libertad religiosa», todos ellos en Estado y religión. Proceso de secularización y laicidad. Homenaje a Don Fernando de los Ríos (ed. D. Llamazares), Madrid, 2001.

[8] Vid. A. Fernández-Coronado: «La tutela penal de la libertad religiosa», en Anuario de derecho eclesiástico del Estado, II (1986), p. 17 y ss.; y F. Santamaría: El proceso de secularización y la protección penal de la libertad de conciencia, Valladolid, 2001.

[9] A. Fernández-Coronado: El proceso de secularización del matrimonio, cit.

[10] Art. 11. «La religión católica, apostólica, romana, es la del Estado. La Nación se obliga a mantener el culto. Nadie será molestado en el territorio español por sus opiniones religiosas ni por el ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana. No se permitirá, sin embargo, otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la religión del Estado». El texto es fruto de un compromiso político conseguido a partir de grandes tensiones entre el Vaticano y los sectores conservadores que apoyan en España la vuelta a la situación anterior a 1868 y los movimientos liberales apoyados ya en órganos de expresión organizados. Vid. W. J. Callahan: La Iglesia católica en España (1875-2002), Barcelona, 1998, p. 33 y ss. Para su contextualización con la doctrina pontificia, vid. G. Suárez Pertierra: «La recuperación del modelo constitucional. La cuestión religiosa a los veinticinco años de la Constitución», en Laicidad y libertades. Escritos jurídicos, n.º 2 (2002), especialmente p. 316 y ss.

[11] El régimen francés se define por la Ley de separación de 1905.

[12] Mi posición queda expresada en «El laicismo de la Constitución republicana», en Estado y religión. Proceso de secularización y laicidad..., cit., p. 57 y ss.

[13] Ibid., p. 83.

[14] El Fuero de los Españoles, de 1946, traslada prácticamente a la letra el correspondiente artículo de la Constitución de 1876. El Acuerdo sobre el modo de ejercicio del Privilegio de presentación entre el Gobierno español y la Santa Sede, concluido en 1941 y, por tanto, muy poco después de finalizada la guerra civil, declara la vigencia de los primeros artículos del Concordato de 1851, mientras que el Concordato del franquismo, de 1953, renueva la declaración de confesionalidad: «La religión católica, apostólica, romana sigue siendo la única de la Nación española y gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley divina y el derecho canónico» (art. I).

[15] Como el Concordato con Italia de 1929 o el Concordato con el Reich alemán de 1933.

[16] Obsérvese el tenor de la Ley de principios del Movimiento Nacional, de 1958: «La Nación española considera como timbre de honor el acatamiento de la Ley de Dios según la doctrina de la Santa Iglesia católica, apostólica y romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación» (principio II).

[17] Vid. J. M. Piñol: La transición democrática de la Iglesia católica española, Madrid, 1999.

[18] Ibid., p. 205 y ss. Vid. G. Suárez Pertierra: Libertad religiosa y confesionalidad en el ordenamiento jurídico español, cit.

[19] Acuerdo entre la Santa Sede y el Estado español de 28 de julio de 1976, BOE de 19 de agosto.

[20] Ibid., preámbulo.

[21] Así queda patente en las discusiones parlamentarias, donde se plantea la conveniencia de suspender las conversaciones dirigidas a la conclusión de nuevos acuerdos hasta tanto «no queden definidos en la Constitución [...] los principios que deben regir las relaciones entre el Estado y las iglesias» (Proposición no de Ley del PSOE, de 27 de septiembre de 1977). El Gobierno entiende, sin embargo, que hay que cumplir el compromiso contraído en el Acuerdo de 1976, pero, sobre todo, que debe quedar despejado el compromiso de confesionalidad que se contenía en el Concordato de 1953 y que considera vigente. Vid. las referencias al expediente en G. Suárez Pertierra: La recuperación del modelo constitucional..., cit., p. 339-340, n. 668 y ss.

[22] Se trata de cuatro acuerdos de fecha 3 de enero de 1979, que sustituyen el Concordato global: sobre asuntos jurídicos, sobre enseñanza y asuntos culturales, sobre asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas y servicio militar de clérigos y religiosos y sobre asuntos económicos, respectivamente. Ratificados el 4 de diciembre de 1979, BOE de 15 de diciembre.

[23] Para P. J. Viladrich y J. Ferrer son los principios de libertad religiosa, laicidad del Estado, igualdad religiosa ante la ley y cooperación entre el Estado y las confesiones religiosas. Vid. VA: Derecho eclesiástico del Estado español (coord. R. Navarro Valls), Pamplona, 1993 (3ª ed.). Para D. Llamazares son los principios de libertad de conciencia, igualdad en la libertad, pluralismo y tolerancia, laicidad del Estado, participación y cooperación. Vid. Derecho de la libertad de conciencia..., cit.

[24] Concretado por el art. 3.1 de la Ley orgánica 7/1980, de 5 de julio, reguladora de la libertad religiosa, BOE de 24 de julio.

[25] Vid. D. Llamazares: Derecho de la libertad de conciencia. I Libertad de conciencia y laicidad,Madrid, 2002 (2ª ed.), p. 281; J. A. Souto: «Libertad religiosa y de creencias», en Estado y religión en la Constitución española y en la Constitución europea, op. cit., p. 1.

[26] Vid. D. Llamazares: Derecho de la libertad de conciencia..., op. cit., p. 278 y ss.

[27] Art. 5; Real decreto 142/1981, de 9 de enero, sobre organización y funcionamiento del registro de entidades religiosas, BOE de 31 de enero. Vid., entre la amplia bibliografía, B. Souto Galván: El reconocimiento estatal de las confesiones religiosas, Madrid, 2000; A. Seglers: «La inscripción regis- tral de las confesiones religiosas: análisis de los requisitos legales», en Revista de Administración Pública, n.º 163 (2004), p. 311 y ss.

[28] Sentencia del Tribunal Constitucional 46/2001, de 18 de julio, especialmente FJ 8-11.

[29] Vid. D. Llamazares: Derecho de la libertad de conciencia..., op. cit., p. 301 y ss.

[30] Así, P. J. Viladrich y J. Ferrer: «Los principios informadores del Derecho eclesiástico español», en VA: Derecho eclesiástico del Estado español, op. cit., p. 216 y ss. También A. Ollero: España, ¿un Estado laico? La libertad religiosa en perspectiva constitucional, Madrid, 2005, p. 41 y ss. M. López Alarcón: «Relevancia específica del factor social religioso», en Las relaciones entre la Iglesia y el estado. Estudios en memoria del profesor Pedro Lombardía, Madrid, 1989, p. 465 y ss.

[31] Vid. J. M. Torrón: «Transición democrática y libertad religiosa en España», en Persona y Derecho, n.º 53 (2005), p. 199 y ss.

[32] Así, A. Bernárdez: La cuestión religiosa en la Constitución española, Sevilla, 2000, p. 77.

[33] Vid. D. Llamazares: «Libertad religiosa y de culto», en Los derechos fundamentales y libertades públicas. XII Jornadas de estudio, II, Madrid, 1992, p. 341 y ss.; J. A. Souto: «Análisis crítico de la Ley de libertad religiosa», en Laicidad y libertades. Escritos jurídicos, n.º 0 (2000) p. 53.

[34] Aunque con un planteamiento diverso del que aquí se defiende en cuanto a la consideración del derecho de libertad religiosa, para J. M. Porras Ramírez el principio de libertad religiosa tiene tal fuerza en el planteamiento constitucional que se convierte en la principal referencia de todo el sistema y, por supuesto, de la cooperación. Véase Libertad religiosa, laicidad y cooperación con las confesiones en el Estado democrático de Derecho, Navarra, 2006, especialmente p. 107 y ss.

[35] Es la hipótesis que avanza J. R. Polo Sabau: «La concepción dogmática del artículo 16.3 de la Constitución. Reflexiones sobre la pervivencia del formalismo en la hermenéutica constitucional», en Foro. Revista de Ciencias Sociales y Jurídicas, n.º 1 (2005), especialmente p. 225.

[36] Así pueden entenderse los contenidos del Convenio de 5 de abril de 1962 sobre universidades de la Iglesia católica (BOE de 20 de julio de 1962).

[37] Así, determinadas disposiciones de los Acuerdos concordatarios de 1979 en materia de asistencia religiosa, nombramiento de dignidades eclesiásticas, registros y archivos, enseñanza, régimen presupuestario y régimen tributario. Vid. el recorrido de los Acuerdos que lleva a cabo desde esta perspectiva P. Pardo Prieto: «Laicidad y Acuerdos vigentes con la Iglesia católica», en Laicidad y Libertades. Escritos jurídicos, n.º 5 (2005-I), p. 317 y ss.

[38] Es paradigmático el caso de la enseñanza de la religión en el juego combinado ConstituciónAcuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales. La ambigüedad constitucional favorece una interpretación del Acuerdo que galvaniza el concepto de religión como asignatura «equiparada a las disciplinas fundamentales», incorporando una alternativa y la evaluación, cuando, en mi criterio, no sólo el Acuerdo no lo exige, sino que la propia Constitución no permite interpretarlo en esa vía. Lo mismo sucede cuando el Estado admite determinado tratamiento de la figura de los profesores de religión que entra en conflicto con la garantía de los derechos fundamentales.

[39] Ya fue denunciado, como tal peligro, en 1980. Vid. D. Llamazares y G. Suárez Pertierra: «El fenómeno religioso en la nueva Constitución española. Bases de su tratamiento jurídico», en Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, n.º 61 (1980), p. 7 y ss.

[40] Vid. E. Molano: «La laicidad del Estado en la Constitución española», en Anuario de derecho eclesiástico del Estado, II (1986), p. 252.

[41] Cfr. J. A. Souto: «La laicidad en la Constitución de 1978», en Estado y religión. Proceso de secularización y laicidad, cit., p. 226; y porque el ámbito de las creencias y convicciones corresponde a la sociedad y no al Estado, mientras que cuando el Estado incorpora la idea de laicidad adopta siempre, cuando menos, una posición limitadora de la libertad religiosa. Vid. del mismo autor: «Veinticinco años de cuestión religiosa y su solución constitucional», en Revista de Derecho Político, n.º 58-59 (2003-2004), p. 182.

[42] Es la opinión de D. Espín, en L. López Guerra et al.: Derecho constitucional. I. El ordenamiento constitucional. Derechos y deberes de los ciudadanos, Valencia, 1994 (2ª ed.), p. 205.

[43] Vid. J. A. Souto: «Análisis crítico de la Ley de Libertad Religiosa», cit., p. 50-51.

[44] D. Llamazares y G. Suárez Pertierra: «El fenómeno religioso en la nueva Constitución española...», cit., p. 15-16.

[45] Vid. J. Pérez-Llantada: «La dialéctica Estado-religión ante el momento constitucional», en Lecturas sobre la Constitución española (ed. T. R. Fernández), II, Madrid, 1978, p. 138.

[46] Vid. STC 1/1981, de 26 de enero, y 5/1981, de 13 de febrero.

[47] Vid. STC 5/1981, cit., FJ 9.

[48] STC 19/1985, de 13 de febrero.

[49] Vid. mi estudio La laicidad en la Constitución española, cit., p. 19 y ss.

[50] STC 46/2001, de 15 de febrero, especialmente FJ 4.

[51] STC 177/1996, de 11 de noviembre, FJ 9.

[52] STC 46/2001, cit., FJ 4.

[53] Los valores o criterios religiosos no pueden erigirse en «parámetros para medir la legitimidad o justicia de las normas y actos de los poderes públicos», STC 24/1984, de 13 de mayo, FJ 1.

[54] STC 340/1993, FJ 4.

[55] STC 46/2001, cit.

[56] STC 5/1981, de 13 de febrero.

[57] STC 62/1982, de 15 de octubre.

[58] Fundamentalmente, STC 46/2001, cit.

[59] La laicidad positiva «veda cualquier tipo de confusión entre fines religiosos y estatales», STC 46/2001, FJ 4; es jurisprudencia constitucional reiterada desde la STC 24/1984, de 13 de mayo.

[60] Un «paradójico concepto oportunamente definido», dice J. M. Porras Ramírez: Libertad religiosa, laicidad y cooperación..., op. cit., p. 189.

[61] Vid. FJ 4. STC 46/2001, cit.

[62] Vid. R. Navarro: «El principio de cooperación y la laicidad del Estado», en Estado y religión en la Constitución española y en la Constitución europea, cit., p. 32.

[63] Así L. Prieto Sanchís: «Religión y política (a propósito del Estado laico)», en Persona y Derecho. Laicidad y laicismo, n.º 53 (2005), p. 122.

[64] Art. 7 y 8 de la Constitución de la República italiana, de 27 de diciembre de 1947.

[65] El preámbulo del Acuerdo de 1976, que inicia el proceso, se refiere a la sustitución gradual del Concordato de 1953 mediante la conclusión de acuerdos parciales. Los preámbulos de los cuatro Acuerdos de 1979 se refieren justamente al proceso de sustitución del antiguo Concordato.

[66] Art. VII del Acuerdo sobre asuntos jurídicos; art. XVI del Acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales; art. VII del Acuerdo sobre asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas; art. VI del Acuerdo sobre asuntos económicos.

[67] Dos han sido, a mi conocimiento, los ejemplos que se han planteado en los últimos años, que no constan documentados. Uno es la reforma del cuerpo de capellanes castrenses producida por la Ley 17/1989, de régimen del personal militar profesional; otro, la revisión del sistema de enseñanza de la religión mediante el Real decreto 2438/1994, de 16 de diciembre, BOE de 26 de enero de 1995.

[68] Art. 7. Se han concluido tres pactos que llevan fecha de 10 de noviembre de 1992 (BOE de 12 de noviembre): Acuerdo con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas; Acuerdo con las Comunidades Israelitas; Acuerdo con la Comisión Islámica.

[69] Vid. D. Llamazares: Derecho de la libertad de conciencia..., cit., p. 323.

[70] Vid. A. Fernández-Coronado: Estado y confesiones religiosas: un nuevo modelo de relación (Los pactos con las confesiones: leyes 24, 25 y 26 de 1992), Madrid, 1995.

[71] Vid. D. Llamazares: «LOLR: las contradicciones del sistema», en Laicidad y libertades. Escritos jurídicos, n.º 0 (2000), p. 22.

[72] Y que son disposiciones de carácter general idénticas en todos ellos, salvo algunas que incluyen la regulación de cuestiones específicas de una confesión, relativas, por ejemplo, a festividades religiosas o a régimen de los productos alimentarios

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