Algunas reflexiones en torno al suicidio y la eutanasia

AutorDr. Luigi Cornacchia
Páginas91-116

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I Suicidio: antijuricidad versus licitud

En la mayoría de los ordenamiento modernos parece fuera de discusión que el suicidio no concreta injusto punible alguno 1. Por el contrario, no existe unanimidad sobre la naturaleza del mismo desde el punto de vista jurídico: esto es, sobre si se trata de un hecho absolutamente irrelevante, en tanto cuestión privada sometida sólo a la libre elección individual, o si se le considera un comportamiento antijurídico en cuanto antisocial, aun cuando no fuera punible. El primer aspecto envuelve la cuestión de la calificación del suicidio a la medida del concepto de mera libertad negativa de darse la muerte, o bien el derecho garantizado para fundar una pretensión ejercitable frente al Estado.

El campo en el que juega la dialéctica entre las posibles soluciones se corresponde directamente con la naturaleza de los bienes en acción: de un lado, el reconocimiento de la autodisponibi-

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lidad de los bienes «vida» e «integridad física y psíquica» tiene como consecuencia que el único sujeto legitimado para disponer de ellos sea, precisamente, su portador; en cambio, la idea de la heterodisponibilidad señala el poder sobre tales bienes no del portador material, sino de la colectividad, que tiene un interés a su conservación e implementación.

II Ilicitud. Teorías absolutas: el deber jurídico «interno» o contra sí mismo

Como es sabido, diversos ordenamientos del pasado reconocieron la incriminación del suicidio 2. Incluso hoy se discute si tal comportamiento haya de ser considerado en todo caso antijurídico, aun cuando se prescindiera de su sancionabilidad.

La ilicitud del suicidio presupone necesariamente la existencia de una verdadera y propia obligación de vivir (y de proseguir la propia existencia, cualesquiera que sean las condiciones de la misma): una obligación que, en el seno de teorías que podemos calificar como absolutas, consiste directamente en un deber jurídico contra sí mismo. El principio presupuesto es el de la sacralidad, la indisponibilidad y —por tanto— la intangibilidad del bien pri-mario y preferente de la vida: en coherencia con estas premisas, el principio de la tutela de la vida no puede sufrir excepciones, ni siquiera por parte de su titular (rectius, tenedor).

En una perspectiva de este tipo la no punibilidad del suicidio intentado se justificaría, siguiendo la lección de BECCARIA 3, por la ineficacia intimidatoria de la pena, o, al decir de CARRARA, por la mera «consideración de la conveniencia política» 4, no siendo necesaria la pena —ya la frustración de la intención suicida constituye una suerte de poena naturalis— y pudiendo además resultar injusto penar una conducta en forma intentada, siendo así que no es materialmente posible sancionar la más grave forma consumada; y en este segundo caso la posible pena vendría únicamente a dañar los «surviving interests» de los parientes no culpables 5.

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En este background parece que debe inscribirse la teoría perfeccionista del legal enforcement of morals 6. A esta directriz puede reconducirse también el reciente planteamiento neokantiano de Asmus MAATSCH, que deriva del imperativo categórico —no coercible mediante la intervención de la fuerza del Estado— un «deber jurídico intrapersonal» 7. En consecuencia, el consentimiento prestado por el sujeto a la total autodisposición por medio de un comportamiento ajeno, en cuanto violación de la aludida obligación jurídica intrapersonal, sería antijurídico y justificaría la ilicitud de la eutanasia activa. El paso que parece faltar en esta argumentación es, no obstante, la justificación de la obligatoriedad jurídica del principio derivado del imperativo categórico: una carencia tanto más evidente cuanto que el mismo autor, para justificar la licitud de la eutanasia pasiva, la asume de manera apriorística como expresión de un límite al deber intrapersonal 8.

III Teorías relativas: el deber «externo» de solidaridad

A menudo la justificación de la ilicitud de la muerte producida a sí mismo viene reconocida en la tutela de intereses que se sitúan «fuera» respecto a la vida del sujeto que se suicida: el deber de vivir deviene, entonces, relevante en cuanto «deber externo».

En el nivel simbólico o prejurídico, surge la consideración de la insuperable exigencia de consagrar el tabú de la intocabilidad de la vida: una sociedad que admitiese de manera indiscriminada la libertad de sus propios integrantes para producirse a sí mismos la muerte admitiría también, simbólicamente, la posibilidad de su propia destrucción, al menos teóricamente; precisamente porque todo sistema social tiende a su propia estabilización y a su propio conservación, el suicidio se marginaliza y su legitimidad se concibe como la excepción a una regla general. Por otro lado, el sig-

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nificado de tal tabú se sitúa en la lógica del control de la colectividad sobre el individuo: la capacidad de exorcizar la muerte y el suicidio asumen la relevancia de manifestación de autonomía y de «inalcanzabilidad por parte de las órdenes impuestas por el Estado» 9.

En el plano más propiamente jurídico, a tal visión subyace la individualización de un deber de tipo «solidario» de vivir, o sea, de ejercitar la suma de aquellas obligaciones frente a la Sociedad (por ejemplo, las obligaciones de los padres, ciudadanos, electores, soldados, trabajadores, contribuyentes), que presuponen necesariamente la vida: cada cual ha de proseguir la propia existencia para cumplir los propios deberes civiles, y —precisamente por ello— se trata de una obligación de eficacia externa 10. De este modo, por otro lado, se recupera la instancia de heterolesión que debería justificar aquella Verbindlichkeit* que da razón jurídica al deber ético.

La Sociedad —el Estado— tendría entonces una pretensión legítima ejercitable frente a cada ciudadano a la continuación de la vida como obligación 11: tal obligación jurídica de vivir se orientaría a un interés externo, en particular al del grupo al que el benefactor pertenece.

Estas consideraciones remiten por lo general a una visión pública, céntrico-estatal del bien de la vida y a una reconocida expropiación de las prerrogativas del individuo relativas al propio cuerpo: la libertad de disposición de éste es, desde esta perspectiva, una suerte de concesión a la colectividad. De hecho, la vida no constituye el centro, el corazón, de la tutela, sino que es únicamente un medio: se la protege sólo en función instrumental para la realización y salvaguarda de los intereses públicos generales.

Pero esta excepción al principio de sacralidad de la vida, tomado en su máxima extensión (en su dimensión de autodisposición), podría referirse, además de a la vida, a otros aspectos como el fumar, el comedimiento en la consumición de alimentos o de alcohol, la negligencia en relación a la propia vida, la fraudulenta gestión de los propios recursos financieros, etc.: de hecho, es interés de un Estado también el poder disponer de soldados sanos, de contribuyentes solventes, de padres atentos a las necesidades de los hijos, de cónyuges fieles y sexualmente prestantes, etc. La salvaguarda

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de la cualidad de la vida de los ciudadanos, entonces, entrando de derecho en las prerrogativas respecto a cuya garantía cualquier colectividad entrañe un interés propio, podría justificar la incriminación de conductas de vida viciosa o licenciosa, en cuanto que tales cuestiones exponen a riesgo la integridad física y psíquica de la persona necesaria para resolver del mejor de los modos posibles los mencionados deberes jurídicos externos. Lo cual supondría una definitiva legitimación de la intervención del Estado en la esfera privada de los ciudadanos.

En fin, el mismo principio, asumido en absoluto y de manera ilimitada, debería conducir a una dilatación general de los deberes de solidaridad: la omisión del deber de socorro debería coherentemente ser sancionada en la misma medida que el homicidio, mientras respecto a cada uno de los deberes jurídico frente a la colectividad podría considerarse la relevancia penal de comportamientos por parte de terceros de ayuda o instigación a su falta de cumplimiento 12.

La moderna idea de la no ilicitud o no antijuricidad del suicidio constituye uno de los corolarios del fenómeno de la —así denominada— «reapropiación del cuerpo»: el fatigoso y gradual reconocimiento de la autonomía individual o libertad de disponer y decidir sobre la propia dimensión física no conlleva su elevación al nivel de principio.

Abierta permanece, como se ha dicho, la cuestión de si la libertad de producirse la muerte sea únicamente objeto de una autorización negativa, o si constituye un derecho garantizado. Una cues-tión que despliega directamente sus efectos respecto a la eutanasia.

IV ¿Derecho a morir o mera libertad?

Si existe un derecho a morir, y —por tanto— un derecho al suicidio, inviolable y garantizado, entonces éste sería ejercitable como pretensión frente al Estado.

Antes que nada, debería extraerse la licitud de la ayuda al suicidio, en cuanto concurso en el ejercicio de un derecho, también en los casos reconducidos generalmente a la eutanasia. Por otra parte, frente a la petición de eutanasia del sujeto mentalmente lúcido pero materialmente imposibilitado por enfermedad o mutilación a quitarse la propia vida, sería lógico sostener que, para evitar...

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