Reflexiones sobre los llamados 'testigos de referencia'

AutorManuel Cobo del Rosal
CargoCatedrático de Derecho penal de la Universidad Complutense de Madrid y Abogado
Páginas257-266

Una preocupación casi constante de mi vida profesional como Abogado en ejercicio ha sido, y sigue siendo, la delicada y decisiva cuestión de la valoración judicial de los medios probatorios. Salvo mejor opinión, creo que el núcleo central del Derecho procesal-penal moderno es el problema de la valoración judicial de la prueba.

En relación con el anterior cuadro general, existen una serie de singulares supuestos que de manera sobresaliente me vienen preocupando desde hace bastantes años, especialmente desde la instauración de la Constitución española. Entre otros, que no son ahora del caso, se encuentra la posible virtualidad probatoria de cargo del denominado «testigo de referencia» en un sistema, por así decir, «juradista», de valoración de la prueba como es el sistema español, dirigido de esa suerte más a la «convicción» íntima que a la recta razón y al dictado de las leyes de la lógica como, según mi criterio, debería ser, y lamentablemente no lo es.

Así las cosas, en el diario La Razón del día 4 de julio de 2002 (Tribunal Libre, pág. 22) publiqué unas reflexiones destinadas, como se decía, al gran público, que creo obligado transcribir a continuación:

En algunos sistemas procesales, más modernos y evolucionados que el nuestro, en todos los sentidos, el llamado en España "testigo de referencia", ni siquiera es un testigo. El único interés que puede despertar entonces sería el meramente policíaco (investigador), pero nunca jurisdiccional: se encontraría, por así decir, por debajo del proceso penal.

En consecuencia, no puede ni debe constituirse en uno de los protagonistas del juicio oral, y mucho menos ofrecer algún fundamento para que se pronuncie una sentencia severamente condenatoria. Si así sucediera, como en alguna ocasión ha sucedido en nuestro país, pues sencillamente estaríamos ante una monstruosa barbaridad. Y como tal, algo totalmente antijurídico, cuya calificación penal, por mera elegancia coyuntural, ahora no considero necesario llevar a cabo.

En España, como decimos, las cosas no son en este y en otros puntos, nada claras, ni mucho menos seguras. Siempre ha campeado, sin la menor vacilación, por doquier, ya fuesen épocas de dictadura o de democracia, la más supina inseguridad jurídica y esto, lamentablemente, es una especie de constante, sea cual fuere el sistema político vigente. Quizá haya contribuido, en materia penal, bastante más de lo deseado, el juradista artículo 741 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal: "El Tribunal, apreciando, según su conciencia, las pruebas practicadas en el juicio... dictará sentencia dentro de los términos fijados en esta Ley". Tan desmesuradamente amplio precepto ha llevado, desde luego, a que puedan hacerse algunas indudables afirmaciones: que los Tribunales dictan sentencia, según su conciencia y que esa "conciencia" hace que la dicten, en muchas ocasiones, sin tener en cuenta las pruebas practicadas en el juicio, esto es, las únicas y genuinas pruebas. De manera que si el citado precepto procesal penal es ya amplísimo, pues se amplía más si cabe, y no es infrecuente que los Tribunales dicten sentencia con fundamentos en simples diligencias policiales o diligencias de investigación practicadas en la instrucción, no de forma contradictoria, sino realizadas en la soledad del Juzgado y, posteriormente, no ratificadas, ni muchísimo menos, en el juicio oral, antes bien, absolutamente contradichas ("apreciando las pruebas practicadas en el juicio"). De suerte que, en nuestra realidad procesal, no es extraña la condena de un imputado, simplemente por una declaración, propia o ajena, ante la policía que, posteriormente, se contradice incluso con las declaraciones hechas ante el Juzgado de Instrucción y, desde luego, en el juicio oral, sin que ahora sea menester me extienda más en tan censurable proceder, pues se están "apreciando" diligencias que no son pruebas, y que no se han practicado en el juicio oral, esto es, se está dictando sentencia de espaldas a la Ley (art. 741 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, concretamente), o más precisamente, contra legem.

En el marco, pues, de tales exorbitancias, también ha aflorado en los últimos tiempos, y sobre todo en primera instancia, el engendro, a veces poderoso según se quiera, denominado "testigo de referencia", cuya naturaleza procesal ya es muy discutible, pero ahora se me presenta como indiscutible la total irrelevancia de su testimonio como prueba, y menos como prueba de cargo, sobre todo cuando tan singular testigo ni siquiera precisa, ni designa, con su nombre y apellidos, al referente, esto es, a la persona que le hubiere comunicado el contenido de su declaración. Tomar en cuenta así lo expresado por dicho "testigo de referencia" es una muy indecente osadía procesal, cuando no una actitud absolutamente inverecunda, que rebasa cualquier grado de tolerancia, situándonos en el reinado de la simple maldad cuando no de la insensatez. Y peor todavía, si cabe, es hacerle prevalecer a tan rara avis probatoria sobre testimonios incorporados a escrituras públicas, y a constancias registrales formalizadas, lógicamente, por fedatarios públicos y no faltaría más, sobre testigos directos y presenciales. La verdad es que es poco común; pero es algo común. Y esto último debiera ser corregido de manera decidida y valiente. No debiera ser necesaria la valentía, a veces también lo es, en el mundo procesal de un Estado de Derecho para sostener y afirmar la verdad.

Nuestro todavía vigente Código de Procedimiento Criminal, tan sumamente amplio y generoso, como hemos visto, en la consideración de pruebas en el proceso penal, y a mi entender equivocadamente, hace tan solo dos parcas observaciones sobre dicho "testigo de referencia". Una, en el artículo 710 y otra para prohibir su total admisión en las causas por injurias o calumnias vertidas de palabra...

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