Una reflexión sobre las relaciones hispano-marroquíes

AutorJorge Dezcallar
Cargo del AutorEmbajador de España
Páginas31-42

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Cada vez que cruzo el Estrecho de Gibraltar -y lo he hecho ya en muchas ocasiones- me sorprende que tan angosta vía de agua separe o una, según la época histórica que se considere, a dos mundos tan diferentes y sin embargo tan ligados a lo largo de la historia.

Que el Estrecho ha sido foso separador es evidente. El paleontólogo Juan Luis Arsuaga ha recordado el drama de los últimos neandertales, aprisionados entre el creciente éxito genético de los cromañones y las para ellos infranqueables aguas que separaban la Península Ibérica del continente africano. Los últimos restos de neandertales del continente europeo han sido hallados en cuevas de Gibraltar y es factible imaginar el drama de aquellas pobres criaturas a las que se negaba espacio vital, arrinconadas hace ahora 30.000 años entre los acantilados y un mar que no podían atravesar. Igual de infranqueable que todavía hoy es el Estrecho para muchos que tratan de cruzarlo en frágiles embarcaciones en busca de un mundo que imaginan mejor y en pos del cual han dejado sus escasos ahorros en manos de traficantes desaprensivos. Con insoportable frecuencia la aventura termina mal y son muy numerosos los cadáveres de quienes no tuvieron éxito en la tentativa. Para ellos el Estrecho continúa hoy siendo un foso de separación entre la miseria real o percibida como tal y las potenciales riquezas del nuevo Eldorado europeo cuyo engañoso resplandor llega al sur a lomos de la televisión sin fronteras que produce la globalización.

Y sin embargo, no siempre ha sido así, no siempre el Estrecho nos ha separado: por limitarnos a épocas históricas documentadas, ya los cartagineses dominaban desde la actual Túnez tanto el África del norte como buena parte de las franjasPage 32 meridional y oriental de Iberia y lo mismo hicieron los romanos, que extendieron su imperio desde la Tarraconense a las dos Mauritanias, la Tingitana (actual Marruecos) y la Cesariana (actuales Túnez y Argelia) sin mayores preocupaciones que las de vencer la resistencia bereber encarnada en el caudillo Tacfarinas al igual que la reina Kahena resistiría más tarde a los árabes. Para los romanos, las Columnas de Hércules constituían la línea divisoria, no entre un norte y un sur que dominaban por igual, sino entre el mundo conocido del este y los espacios de ignotos e insondables misterios del oeste, donde el sol se sumergía a diario en las negras aguas de un océano sin fin. Al caer el imperio ante las oleadas de los pueblos germánicos, éstos con Genserico al frente -que conquistó Tánger y Ceuta- extendieron también su dominio al conjunto de las provincias norteafricanas, donde se instalaron los vándalos tras una fulgurante galopada histórica. Cuando Oqba llegó con el Islam triunfante al Magreb se encontró con que Ceuta estaba en manos visigodas, esto es, de un feudatario del rey visigodo de Toledo, pues este quiere la leyenda que fuera el conde don Julián, el "traidor" de los romances, quien habría facilitado el paso de la mar a las huestes árabes y sobre todo bereberes de Muza y de Tariq, a quien cabría el honor de prestar su nombre al Estrecho, y que derrotaron a don Rodrigo. Tampoco este brazo de mar disuadió el paso de esos deslumbrantes relámpagos históricos que fueron los almorávides y los almohades, esos que Sánchez Albornoz llamó "langostas del desierto" por su peculiar percepción de que caían como una plaga arrasando cuanto encontraban a su paso. Ambas dinastías bereberes rigieron con mano de hierro las dos riberas a un tiempo, mientras perdían progresivamente terreno ante el lento pero imparable avance de los cruzados cristianos de la Reconquista, que detuvieron su inexorable progresión en el lado norte del Estrecho aunque fueran innumerables los españoles islamizados que lo cruzaron para instalarse en lugares como Tetuán, Fez o Dougga. Ahí está por ejemplo Boabdil, el último de los nazaríes de Granada. Menos conocida pero trágica y fascinante es la historia de los extremeños de Hornachos que se asentaron con permiso del Sultán en la casba de Rabat y crearon allí una república corsaria que tuvo en jaque a los cristianos durante ochenta años, lanzando desde "la fuerza de Salé" expediciones en busca de esclavos y de botín que no se limitaban a las costas de España, Italia o Francia sino que llegaron hasta las mismas tierras de la gélida Islandia. Y todo ello mientras trataban de negociar bajo cuerda el retorno a su añorada Extremadura de la que tan brutalmente habían sido arrancados. El duque de Medina Sidonia fue su valedor mientras el marqués de los Vélez hizo triunfar sus tesis contrarias en el mismo Consejo de Estado que presidía el Rey Felipe IV. Gonzálbes Busto ha escrito su epopeya. Fueron corsarios como ellos y otros que operaban desde Argel, Trípoli, o Tetuán, junto a sus réplicas de Mallorca, Malta o Livorno quienes hicieron que durante siglos las costas mediterráneas fueran lugares inhóspitos y desiertos mientras la vida se refugiaba unos kilómetros al interior para escapar dePage 33 las razzias de estos piratas a quienes, por cierto, Ibiza ha dedicado un monumento único en su género como imagino que es el que al diablo -"ángel caído"- se erigió en el madrileño parque de El Retiro. Cuán diferente debía ser el aspecto que ofrecía el Mediterráneo de aquellas épocas en contraposición a los desmanes urbanísticos tan frecuentes en nuestras costas de hoy.

Fue en este momento histórico cuando el Estrecho, que hasta entonces había unido realidades políticas homogéneas, se convirtió en muro de separación entre dos mundos enfrentados, con constantes intromisiones desde el norte, pues portugueses y españoles, separados o juntos, establecieron toda una cadena de fortalezas a lo largo de puntos estratégicos de la costa norteafricana, desde Trípoli a Mazagán (Essaouira), con el fin de evitar que en ellos se instalaran los turcos, y de allí se pasó al colonialismo descarnado con hitos, en lo que a nosotros concierne, como la toma de Tetuán, la guerra del Rif, la ocupación del Sahara Occidental, el Acta de Algeciras, el régimen de Protectorado, la intervención del Ejército de África en la Guerra Civil española (antes los marroquíes habían ya sido también utilizados por la República para ahogar la revolución de Asturias de 1932)... hasta llegar a la independencia de Marruecos en 1956, que parecía augurar un período de mayor distanciamiento que, sin embargo, no ha sido tal pues la relación continúa por encima del Estrecho en forma de turismo e inversiones hacia el sur y de emigrantes hacia el norte. La geografía es testaruda.

Así pues, una primera observación que cabe realizar a los efectos de nuestra relación bilateral es la de constatar que los contactos entre españoles y marroquíes, marroquíes y españoles, han sido constantes e intensos a lo largo de una historia multisecular, durante la cual las mezclas de sangres y los intercambios culturales han tenido consecuencias más importantes que las esporádicas pero muy aireadas peleas entre nosotros. Como españoles debemos sentirnos orgullosos de un mestizaje cultural que hace que nuestra historia sea algo más rica en términos de aportes variados que las de otros europeos que no han tenido la suerte de recibir esta contribución árabe-bereber-islámica durante cerca de ochocientos años. Me temo que no estamos sabiendo sacarle el partido que podríamos y ello es algo que tiene que ver con nuestro insuficiente conocimiento...

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