La rebelión de los jueces

AutorRafael de Mendizábal Allende
Páginas277-307

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El sistema judicial de tal guisa configurado como una diarquía o consulado es por sí mismo conflictivo. La jurisprudencia del Tribunal

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Constitucional en su primera etapa fue muy positiva y nadie sino él hubiera podido hacerlo allí y entonces, aun cuando para ello invadiera en muchas ocasiones el campo natural del Poder Judicial, cuyos componentes callaron por un complejo de culpabilidad bien ganado. La invasión se hizo con prejuicios antijudicialistas fácilmente identificables a través de la piedra de toque de la motivación como vestidura de todas las sentencias judiciales (art. 120.3 C.E.) y de la consistencia de su razonamiento jurídico, que en la cuestión de inconstitucionalidad se arropa como “juicio de relevancia”. No es de recibo, en buena lógica, comprobar que se ha argumentado la respuesta judicial a través de un discurso plasmado por escrito con mayor o menor extensión y luego negar que existe “motivación” porque no es ”razonable”, es decir porque no compartimos su hilo conductor ni sus conclusiones. En suma, porque no nos gusta. Otro portillo fue y sigue siendo la ponderación de los derechos fundamentales en conflicto, que se maneja como instrumento de fiscalización de la potestad de juzgar en su mismo meollo, de modo y manera que el fiscalizador se convierte en lo que niega empecinadamente, una tercera instancia, una supercasación que incluso entra en la determinación de los hechos mediante la valoración de la prueba y, por supuesto, en el plano de la legalidad, no obstante los constantes aspavientos en contrario.

Esta tendencia “activista” por razones históricas ha durado con intensidad decreciente hasta 1992, mientras permaneció “la vieja guardia” de sus magistrados. A partir de aquel año se inició la autolimitación (self restraint), antes incluso de que el Supremo se quejara, hasta su culminación en la Sentencia 37/1995 y el Auto 87/1995, expuestos más atrás, si bien no faltaran desfallecimientos posteriores. Sin embargo, a partir de un cierto momento, una vez consumado el relevo generacional por jueces sin complejos, con una limpia trayectoria democrática cualquiera que sea su inclinación ideológica, que a veces han alcanzado e incluso adelantado en materia de garantías al propio Tribunal Constitucional, esos jueces alzan la voz y se produce un punto de inflexión.

No han sido estas tensiones con el Poder Judicial las únicas. El Tribunal Constitucional ha tenido que convivir desde su mismo nacimiento con unos rivales que le restan protagonismo. Estos peligrosos antagonistas son los dos Tribunales Europeos con los cuales no han faltado encontronazos. Uno, el Tribunal de Justicia de la Comunidad

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Europea con sede en Luxemburgo que ejerce una función análoga de salvaguarda de los Tratados fundacionales, instrumentos de origen internacional pero con un carácter paraconstitucional evidente, y cuya jurisprudencia tiene primacía y eficacia directa con carácter vinculante para ciudadanos y jueces dentro del territorio de la Unión17, relativizando así la supremacía de las respectivas Constituciones, cuya subordinación a las normas supranacionales de la Unión va acentuándose insensiblemente no obstante las resistencias que un somero análisis de la doctrina jurisprudencial refleja18. A través de ésta se ha hecho evidente la distonía entre la política de España hacia Europa y la actitud hostil de su Tribunal Constitucional respecto del Derecho comunitario que ha convertido en bloque, incluidos los Tratados, en infraconstitucional, colocándolo así en el plano de la legalidad con una lectura “internacionalista” del art. 23 de la Constitución, no obstante las protestas retóricas. El segundo antagonista es el Tribunal Europeo de Derechos Humanos encuadrado en el Consejo de Europa con sede en Estrasburgo, cuya jurisprudencia ha de orientar, y efectivamente ha orientado la nuestra para la configuración de tales derechos por imperativo de la propia Constitución (art. 10.2). Los desencuentros con éste han tenido lugar en el terreno de la eficacia de aquellas de sus Sentencias donde desautorizaba las del Constitucional, que a su vez no ha dudado en invadir en alguna ocasión su ámbito (STC 21/2000, de 30 de marzo)19.

1. El caso de la paternidad del piloto de líneas aéreas

Ese momento puede situarse en el día 17 de enero de 1994, en que la Sala Primera del Tribunal Constitucional, a la cual pertenecía yo en ese momento, dictó la Séptima Sentencia de aquel año en un recur-so de amparo, anulando otra del Supremo con el efecto inducido de reconocer como padre de una niña a un piloto de líneas aéreas que se había negado a practicar la prueba biológica (determinación del grupo sanguíneo), admitida y declarada pertinente por el Juez de Primera Instancia. Pues bien, la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo puso el grito en el cielo por lo que consideraba una intromisión inaceptable del Constitucional en su terreno y amenazó con dirigirse al Rey como árbitro y moderador de las instituciones. El conflicto, tan súbita y espectacularmente planteado, fue reconducido a su sede natural, la Sala

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de Gobierno y quedó en palabras, palabras escritas sin embargo, que permanecen según el viejo dicho latino. Eran la expresión, quizá intemperante e inoportuna, de una tensión real subyacente desde un principio, que afloraba con violencia pero no desprovista de fundamento y, a la postre, tuvo una influencia benéfica e hizo tomar conciencia a los dos grandes Tribunales de una herida mal cerrada.

Mi corazón en la encrucijada se vió “partido por gala en dos”. Magistrado del Tribunal Supremo desde 1971 y Presidente durante cinco años de su Sala Tercera, ese mi “ser” entraba en pugna con mi “estar” en el Constitucional, coautor además, aunque no ponente, del sedicente entuerto. La indignación de mis compañeros en Las Salesas hizo reflexionar a los doce hombres justos de Doménico Scarlatti, conscientes de nuestra responsabilidad histórica, mayor aún porque sólo nosotros teníamos capacidad, constitucionalmente hablando, para deslindar el ámbito de nuestra jurisdicción. Hubo polémica en la prensa20, terciando en el debate voces autorizadas hubo también en los recintos académicos y en las revistas jurídicas21 e incluso provocó un seminario organizado por el propio Tribunal Constitucional, en el otoño de aquel año, para templar la vehemencia con racionalidad22. Luego vino la jurisprudencia para rematar una tendencia evolutiva soterrada pero antigua, muy anterior al conflicto institucional como he dicho más arriba. Lo que había sucedido hasta entonces y lo que desde entonces aconteció no fue obra del acaso ni de la casualidad y tiene una razón de ser, razón histórica en la terminología de Ortega, y razón vital también23.

2. La excarcelación de la Mesa de Herri Batasuna

La STC 136/1999 de 20 de julio, dictada por el Pleno para resolver un recurso de amparo interpuesto contra otra de la Sala Segunda del Tribunal Supremo nº 2/1997, de 29 de noviembre, condenando a 23 miembros de la Mesa Nacional de Herri Batasuna como autores de un delito de colaboración con banda armada a la pena de 7 años de prisión24, provocó una nueva colisión, aun cuando se intentara enmascararla a través de la descalificación constitucional de la ley [art. 174 bis a), 1º, 2º del Código Penal de 1973] por establecer una pena excesiva vulnerando así el derecho fundamental a la legalidad penal (art. 25.1 CE). A este final de trayecto se llegó tras una delibe-

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ración zigzagueante y atormentada que se había abierto a principios de mayo y en un diálogo de sordos con un grupo compacto cuya finalidad era conseguir la excarcelación de los proetarras sin importar demasiado el cómo25. Parecía una salida de tono de los magistrados socialistas del Tribunal, conducidos por un nacionalista catalán, sin conexión exterior aparente aun cuando evidentemente la hubiera. Gobernaba a la sazón el Partido Popular bajo la presidencia de José María Aznar que junto a una brillante política económica, dirigida por Rodrigo Rato, condujo la lucha contra el terrorismo de manera ejemplar, sin salirse un ápice de la Constitución y de la ley, cortando a la banda de malhechores sus fuentes de aprovisionamiento y sus vínculos con las instituciones.

En esta pugna interna dentro del “platillo volante” que nos albergaba, primero fue el acoso y derribo del proyecto de Sentencia presentado por Manuel Jiménez de Parga que ratificaba la decisión del Tribunal Supremo, para lo cual se utilizaron toda clase de proyectiles dialécticos. El resultado era previsible. Por 7 votos contra 5 fue derrotada la ponencia que, al final, se convertiría en voto particular discrepante. El nuevo ponente, Carles Viver Pi-Sunyer, intentó en una primera ofensiva desmontar la Sentencia del Tribunal Supremo saliéndose una vez más del ámbito propio de la jurisdicción constitucional, para lo cual revisaba la valoración de las pruebas indiciaria y circunstancial efectuada en sede judicial. Era un nuevo enfrentamiento frontal buscado de propósito. La tentativa fracasó porque le faltaron algunos apoyos, los judiciales, con el riesgo de un empate sólo dirimible por el voto de calidad que dejaría muy visible la manipulación, a lo cual se negaba heroicamente el presidente virtual, Pedro Cruz Villalón. Retirada la ponencia sin ser sometida a votación, se presentó otra, la triunfadora, con el resultado de 8-4 a su favor.

Como consecuencia de este tejer y destejer, en la misma mesa de las deliberaciones, según se iban desarrollando...

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