Razones y sentimientos

AutorManuel Arenilla Sáez
Páginas113-130

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Las grandes decisiones de nuestra vida las tomamos considerando sólo o fundamentalmente los aspectos emocionales. Es indudable que tenemos en cuenta motivos de tipo racional, como el precio y la ubicación de una casa, «cuánto cuesta» un hijo, lo que supone el gasto de casarse o separarse, etc. Pero lo cierto es que nos solemos dejar llevar más por nuestras emociones o sentimientos a la hora de estudiar una carrera, elegir una profesión, casarnos, separarnos, tener un hijo o más, comprar una casa o un coche. Más correctamente se podría decir que, dentro de las posibilidades existentes, elegimos preferentemente desde el corazón y no desde la cabeza.

Sin embargo, todo esto parece cambiar cuando hablamos de las organizaciones, y más cuando éstas son públicas o es el propio Estado. Llegados a este punto hablamos de planificación, legalidad, eficacia, eficiencia, economía, productividad y un sinfín de términos similares que lo que pretenden es aportar racionalidad a la adopción de decisiones, a su implementación y a su ejecución. En realidad, lo que hacemos es tratar de reducir o eliminar la incertidumbre del mundo que nos rodea y de disfrazar en muchas ocasiones con argumentos racionales una decisión previamente elegida desde el sentimiento.

Un caso singular lo constituye la decisión pública, en la que hay que incluir una buena parte de las veces a la administrativa. Una de las mayores carencias -en demasiadas ocasiones- de las decisiones es la insuficiencia de información contrastada, ordenada y elaborada que sirva para que la elección se produzca conforme a los principios de racionalidad, eficacia, eficiencia, etc. (NISKANEN, 1971). Es evidente que si no se consigue no se debe a que el estado de la técnica o de la ciencia no haya alcanzado las cotas necesarias para que eso sea posible. Es cierto que ha habido épocas pasadas en que la simple obtención de información era realmente costosa. Pero obsérvese que se dice costosa, no imposible. En la actualidad, cualquiera puede comprobar que la información disponible en la Administración pública es abundante y relativamente barata de obtener, ordenar, tratar y «traducir» a términos no excesivamente técnicos. Sin embargo, la obtención de información no se hace ni con la extensión

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ni con la profundidad que las decisiones en la actualidad requieren teniendo en cuenta sólo los recursos que moviliza, los actores implicados y la trascendencia que suelen alcanzar, especialmente desde el punto de vista temporal, ya que una buena parte de ellas o son irreversibles o requieren de mucho esfuerzo para alterarlas o sustituirlas (MEUNIER, 1993).

La razón principal estriba en que las decisiones públicas se mueven más en el terreno del «arte» que de la ciencia, son más cibernéticas que analíticas. No es raro oír a aquellos que frecuentan los círculos políticos o la alta Administración pública que tal o cual decisión se ha adoptado «por motivos políticos». Puede parecer una obviedad que los políticos adopten decisiones por esos motivos, pero lo que se quiere ahora es no contraponer la política a la justificación de decisiones desde «los sentimientos».

Bajo el rótulo de «motivos políticos» se suelen esconder diversas justificaciones, aunque las hay que, desde luego, pueden encuadrarse en las de tipo racional al uso. La más común es que el decisor, aun teniendo información contrastada, opta por lo que cree más conveniente desde su saber político. Éste suele provenir de su carrera política y de sus fuentes de información de partido, grupales, clientelares, parentelares, territoriales o simplemente personales. Este saber en el que él cree -creencia, esto es, una generalización sobre las causas de un determinado problema, sobre el significado de ciertas relaciones, o sobre los límites- le ha enseñado que una determinada orientación en su quehacer cotidiano -valores- y una serie de realizaciones -producciones culturales- le permiten prosperar en la organización, mientras que otras elecciones posibles no. Y la forma de prosperar es cumpliendo con una serie de reglas no escritas, pero tan formales como las leyes que aprueban y mandan publicar los responsables públicos.

Por eso, la vida política, y también sus decisiones, están llenas de declaraciones, llenas de valores expresados o aparentes, de creencias no contrastadas y de signos, símbolos, escenarios, gestos, ritos, mitos, actitudes, etc. Es decir, de elementos culturales que poco o nada tienen que ver con los principios racionales que dicen regir las decisiones y a los que tan afanosamente, e improductivamente, se dedican algunos expertos en la Administración pública y en la política. Lo bueno de la cultura y de sus elementos es que, como en el caso de las creencias, no hay que contrastarlas, ya que se validan por su simple enunciación. En realidad, casi nadie se acuerda de por qué se hace algo de una manera determinada. Así, la cultura, en una definición breve, es «la forma en la que se hacen las cosas en esta casa». De esta manera, lo que creemos que es la causa condicionará el lugar donde buscaremos la solución. Y con nuestra creencia, con frecuencia, hallaremos lo que estamos buscando.

La elaboración de un presupuesto, por ejemplo, se realiza atendiendo al presupuesto anterior y éste, a su vez, al de un antepasado remoto (PETERS, 1989). Es decir, si hubo alguna vez alguna racionalidad en la elaboración del primer presupuesto o de una revisión profunda, se perdió en el tiempo. La elección entre diversas políticas o la asignación de recursos tienen que ver más con la

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posición política concreta y de la propia historia de su Departamento que con las preferencias del ciudadano; desde luego, no suele tener que ver, porque es infrecuente, con la evaluación contrastada de las diversas áreas del Gobierno. En fin, la propia elección de los altos responsables de la Administración pública no responde -en muchas ocasiones- a criterios que pueden encontrarse en los manuales de recursos humanos, aunque sí en los «motivos políticos».

Podemos así decir que el sentimiento, y no la razón, suele dominar nuestra actuación y este predominio ha hecho que funcione hasta ahora nuestra sociedad, ya que se encuentra razonablemente cohesionada y vertebrada. Sin embargo, a las actuaciones basadas en los sentimientos las solemos denominar, desde San Agustín, Descartes o Spinoza, confusas, irracionales o disfuncionales, siendo lo funcional lo racional-legal, lo que se mueve, desde la óptica weberiana, desde las reglas preestablecidas de carácter formal; aunque las reglas basadas en las percepciones, sensaciones o sentimientos son igual o más rígidas que las que llamamos formales. A pesar de ello, si observamos los temarios de oposiciones de nuestros candidatos a directivos públicos, los encontramos llenos del deber ser racional y no encontramos en la selección pruebas específicas que los habiliten como profesionales que se van a mover en su vida profesional entre sentimientos y entre valores culturales, muchos de ellos en conflicto. Esto se espera que lo aprendan a lo largo del tiempo, bien por sus propios medios o por los oportunos cursos de formación en técnicas de negociación, de resolución de conflictos, de liderazgo, de manejo de grupos, etc., como si esto fuera ocasional y no el pan de cada día en la alta Administración pública.

En la confrontación entre sentimientos y razón contrastamos la selección del alto funcionario con la del político. Al primero parece que le corresponde velar porque la Administración pública se ajuste a la ley, formal, y al Derecho, y al político impulsar la actuación pública desde su posición lograda en la organización y buscar y lograr apoyos y recursos (WEBER, 1982; PAGE, 1988). En el día a día los veremos, por el contrario, compartiendo decisiones alrededor de una misma mesa y debiendo utilizar una serie de elementos comunes para poderse entender, tanto racionales como basados en «motivos políticos». Dos orígenes, dos requerimientos de carrera, pero los que llegan a la cúspide de las organizaciones públicas acaban por no distinguirse y, aún más, por ser frecuente que los funcionarios pasen a la política formal.

En definitiva, alcanzar lo racional es una permanente frustración. Algo parecido al sentimiento de mala conciencia que se tiene cuando no se alcanzan las reglas éticas o religiosas y próximo, por tanto, a la idea de falta o pecado. Porque, en realidad, la Administración pública vive en un permanente pecado, el pecado de no alcanzar la perfección que requiere la racionalidad. Por eso nos cuesta admitir y más aceptar los sentimientos en el mundo organizativo, porque nos muestran lo que sentimos o percibimos, las carencias y debilidades de nuestras instituciones, en especial de las públicas, a las que exigimos, además, que deben dar ejemplo. Todo ello lleva a que, de vez en cuando, se pro-

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duzcan contrarreformas administrativas basadas en la vuelta a lo puro, a lo legal. Parece olvidarse que la ley es un artificio político y social, el resultado del juego entre los diversos actores de los sistemas, y que es un «instrumento deliberado de transformación social» (BELTRÁN, 2000: 159).

A la insuficiencia del aparato político-administrativo de valorar suficientemente determinadas circunstancias de un modo social-racional, DI E N E L y HARMS (2000) lo denominarán «déficit de valoración racional». A este déficit añadirán: el de futuro o incapacidad del sistema de dirección para percibir los problemas relevantes del futuro, y que lo cifran en el peso que tienen los intereses propios o inmediatos de algunas personas e instituciones; el de legitimación, centrado en la...

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