Razones en contra de la intervención basadas en el valor del Estado

AutorFederico Arcos Ramírez

El carácter estatista de la sociedad internacional

La pervivencia de una concepción estatista de la sociedad internacional representa un freno muy poderoso no sólo para las intervenciones agresivas, sino también para las humanitarias. Es más, hablar de intervenciones en general, y de intervenciones humanitarias en particular, adquiere sentido únicamente en el marco de una comunidad internacional integrada por Estados separados por unas fronteras que, pese a ser producto muchas veces de la arbitrariedad19, no se cuestionan sino solamente traspasan temporalmente para terminar con situaciones moralmente intolerables.

El hecho de que los Estados y no los individuos u otros sujetos conformen la única sociedad mundial conocida hasta ahora, vendría a constituir, al menos de momento, un elemento inamovible del paisaje, un dato que debe ser asumido por toda concepción, no digamos ya realista, sino mínimamente sensata de la justicia internacional. Si bien es cierto que en las últimas décadas el poder de los Estados se ha visto erosionado y relativizado por los derechos humanos, vislumbrar hoy una desaparición de los primeros en favor de un orden mundial fundado en el reconocimiento y protección universal de los segundos no parece ni factible ni razonable. Por el contrario, la gran mayoría de esos Estados (sobre todo el amplio número que viera la luz tras la descolonización) defiende a ultranza el principio de no intervención, gracias al cual se consideran a salvo de viejos y nuevos colonialismos. De ahí que, en el seno de una comunidad de este tipo, resulte extremadamente complicado y despierte alarma la posibilidad de limitar los derechos de soberanía por medio de intervenciones armadas, cualesquiera que sean los fines y razones a los que se apele para su defensa.

Desde la anterior perspectiva, la constitucionalización de los derechos humanos debería ser interpretada y valorada como un signo evidente de la moralización del orden jurídico y político internacional, pero no como el reconocimiento de la subjetividad internacional del individuo junto o, incluso, por encima de la de los Estados20. Por tanto, lo máximo que la comunidad internacional puede hacer para asegurar el disfrute de los derechos humanos es conseguir que aquéllos se comprometan por medio de tratados internacionales que los reconozcan y garanticen. Más que vigilancia y sanción de las violaciones de los derechos humanos, la labor más decisiva de los textos jurídicos internacionales ha sido la inducción de cambios, con frecuencia esenciales, en las constituciones de muchos Estados, casi siempre acompañados de cambios paralelos en la organización democrática de los mismos21.

En ausencia o espera de un nuevo orden internacional cosmopolita, la única alternativa realista y razonable pasa, necesariamente, tanto por moralizar como por fortalecer al Estado. A juicio de Ignatieff, no existe mayor amenaza para la paz del mundo posterior a la Guerra Fría que la destrucción de los Estados y, en consecuencia, de la capacidad de sus poblaciones civiles para alimentarse y protegerse tanto del hambre como de los conflictos interétnicos22. Por esta razón M.Fixdal y D.Smith consideran un error, tanto desde una perspectiva empírica como analítica, considerar que la época de los Estados esté tocando a su fin. Es cierto que, como señalara D.Bell, la capacidad de éstos para afrontar los mayores problemas actuales es limitada, que lo mismo que el Estado es demasiado grande para responder a ciertas cuestiones, se muestra demasiado pequeño para afrontar ciertos retos. Sin embargo, no existe ninguna otra agencia capaz de movilizar los recursos necesarios y organizar soluciones para los problemas que afectan a los ciudadanos. Por otra parte, si bien hay quienes han interpretado el incremento del número de intervenciones como una señal del colapso del sistema de Estados, ese dato también podría indicar una necesidad de fortalecer la soberanía estatal23.

Conviene igualmente señalar que, además de poco realista, parece incoherente postular una alternativa entre derechos humanos universales y Estados soberanos como sí entre ambos mediara un antagonismo absoluto e irreconciliable. Si bien es cierto que –sobre todo en las últimas décadas– algunas de las mayores amenazas contra los derechos humanos han provenido de los Estados, también lo es que éstos continúan siendo su principal instrumento de protección, evidenciándose así la paradoja de que los primeros actúan como límites del poder pero, al mismo tiempo, precisan de éste para su efectiva protección24. Una situación que cabe explicar poniendo de manifiesto, tal y como hace Habermas, que los derechos humanos tienen un rostro jánico, que están dirigidos a la vez a la moral y al derecho (o, lo que es lo mismo, al Estado), ya que, si como normas morales se refieren a todo aquello que tenga “rostro humano”, como normas jurídicas sólo protegen a las personas en la medida en que pertenecen a una determinada comunidad jurídica25. La tónica dominante es, pues, la de considerar que, mientras la universalidad activa de los derechos humanos es tanto moral como jurídica, su universalidad pasiva es –al menos de momento– predominantemente moral.

Consciente de estas circunstancias, y en la línea de lo que el profesor PecesBarba viene defendiendo como una concepción dualista de los derechos humanos26, Walzer justifica la hegemonía política de los Estados en la sociedad internacional apelando a una distinción entre el fundamento de los derechos humanos y el de su protección. Mientras el primero ético (los derechos individuales derivan de las ideas acerca de la personalidad moral), el proceso por medio del cual son garantizados es de carácter político. Walzer dirá que “no parece que pueda proclamarse simplemente una lista de derechos y buscar hombres armados a su alrededor que los hagan observar. Los derechos sólo son garantizables dentro de las comunidades políticas en los que han sido reconocidos colectivamente, y el proceso por el que llegan serlo, es un proceso que requiere una arena política27. Por tanto, el resultado de esta tensión entre la moralidad ideal del fundamento de los derechos individuales y la facticidad del carácter político de su protección es una comunidad mundial integrada por los Estados y no por la humanidad, una sociedad que reconoce derechos “mínimos y ampliamente negativos, diseñados para proteger la integridad de las naciones y regular sus transacciones comerciales y militares”28.

No obstante, el representar un factum incuestionable y aún no superable no es ahora ni ha sido nunca suficiente para que el Estado pueda autoafirmarse en la sociedad internacional. Como cualquier forma de poder, el que representa el Estado rara vez se ha impuesto como un puro hecho sino que siempre ha manifestado una marcada tendencia a transfigurarse, haciendo de la obediencia al mismo no en una apelación al miedo sino a la autoridad. En realidad, como creación de la cultura política y jurídica moderna, la organización política que conocemos como el Estado supone en sí misma una superación y racionalización del poder y la fuerza, una realidad que pretende ser algo más o algo distinto: orden, seguridad, protección de los derechos, garantía de la integridad cultural, etc. Como resultado de ello, han ido surgiendo distintas categorías jurídicas y morales para dulcificar y no cerrar al ideal la realidad de facto político, para justificar que los Estados merecen ser respetados. En muchas de ellas se ha fundamentado la prohibición de intervenir en el territorio y asuntos propios de otro Estado, de respetar su autonomía con independencia de cuál su sistema político y de lo que pueda ocurrir a quienes viven dentro de sus fronteras.

2.2. La soberanía

Una de esas categorías, no sé si la primera, pero sí la que más fuerza ha poseído hasta ahora, es la noción de soberanía. Pese a algún intento de conciliar ambos principios29, el vigor que ha poseído y, todavía hoy, conserva este principio, explica gran parte de las dificultades tanto teóricas como prácticas presentes para la puesta en marcha y justificación de las intervenciones humanitarias. No en vano, es frecuente presentar el principio de no intervención como el corolario indispensable del reconocimiento de la igual soberanía e independencia de los Estados30. Nos hallamos, sin embargo, ante un concepto muy elástico, portador en la actualidad de diferentes significados, de lo cual resulta muy revelador que se aluda a ella como un principio jurídico, un concepto político, un derecho colectivo o una categoría filosófica. Esta diversidad de sentidos termina generando un cierta confusión sobre la lógica y el tipo de fundamento que la soberanía proporciona al deber de no injerencia: si de carácter solamente jurídico y político, o también de naturaleza moral. Además, no siempre se distinguen con rigor y claridad las dimensiones interna y externa de la soberanía, produciéndose así una cierta confusión sobre con cuál está relacionada la prohibición de la intervención, si con ambas o sólo con alguna de ellas.

Para analizar el origen y la lógica que anima la noción de soberanía es preciso retrotraerse hasta el singular proceso por el que, mediante una apelación al mismo tiempo que secularización de categorías y conceptos teológicos31, el pensamiento jurídico moderno definirá y legitimará al Estado como un poder absoluto, único e ilimitado. Por medio de una justificación que arranca en el estado de naturaleza , la categoría filosófico-jurídica de la soberanía convertirá al Estado en la única fuente de normas jurídicas y, por lo tanto, en un poder jurídicamente ilimitable. Estaríamos, por tanto, ante un principio cuya lógica interna termina por enclaustrar jurídica y políticamente a los Estados en un recinto en donde, al menos para Bodino y Hobbes, su poder se describe equiparándolo a la divinidad32. Si, por definición, el poder soberano es único, una consecuencia lógica de la idea de soberanía...

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