Racionalidad y religión

AutorAndrés Ollero
Páginas77-83

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Ver Nota1

A nadie podrá extrañar que un profesor universitario considere como un auténtico regalo escuchar y leer a un papa que, forjado intelectualmente como profesor, consideró lógico no dejar de serlo; no renunció siquiera a ir engrosando la amplia lista de sus aportaciones académicas. Para un laico, además, resultan reconfortantes los discursos de quien durante años los dirigió a universitarios de las más diversas mentalidades y creencias y no a un público adicto y previamente convencido. Para quien ha sido durante casi dos decenios diputado, aparte de haber desempeñado y desempeñar aún otras responsabilidades públicas, resulta también muy de agradecer que Benedicto XVI dedique de modo habitual una particular atención a problemas jurídico-políticos decisivos para nuestra convivencia democrática. Es como consecuencia bastante lógico que haya atendido una invitación, por la que me siento honrado, a comentar alguno de sus discursos, como ya en alguna ocasión he hecho2. Me centraré esta vez en el desarrollado en su antigua Universidad de Regensburg, que –por razones consideradas ya meramente anecdóticas– no dejó de provocar polémica. Al comentarlo me parece obligado, aun a riesgo de que eventuales autocitas puedan parecer fruto de inoportuna vanidad, dejar constancia de mis no pocas deudas intelectuales con el actual pontífice.

Lo que sin duda me ha influido más de estas intervenciones ha sido su recurrente preocupación por el diálogo entre “fe y razón”, que le llevó en aquella oportunidad a escenificarlo de modo un tanto arriesgado. Se esforzó por descartar dos enfoques. Por una parte, el de quienes –por situar a Dios

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fuera de toda lógica– acaban justificando el recurso a la violencia en nombre de unos sacrosantos derechos de la verdad: “Para convencer a un alma racional no hay que recurrir al propio brazo”. Por otra, el de quienes consciente o inconscientemente no llegan a liberarse de esa “autolimitación moderna de la razón” que condena a no encontrar respuesta racional a decisivos “interrogantes propiamente humanos”.

Parábolas aparte, sería probablemente injusto limitar a la cultura musulmana las bases escasamente racionales del primer planteamiento. Sin duda ella gira en torno a un Dios “absolutamente trascendente”, cuya “voluntad no está vinculada a ninguna de nuestras categorías, ni siquiera a la de la racionabilidad”. Me temo, sin embargo, que esa actitud fideista se muestra ampliamente extendida en no pocos ambientes culturales católicos necesitados –tanto como los de la increencia– de una nueva evangelización.

Pienso que no es aún historia pasada el voluntarismo medieval de Ockam3 o el de ese Duns Scoto “tan cercano” al presentarnos un Dios arbitrario, que “no está vinculado ni siquiera con la verdad y el bien”. ¿Cuántos católicos piensan que no debe eliminarse un ser humano porque Dios así lo ha querido establecer y cuántos porque tal conducta expresa una inhumana irracionalidad? ¿Debemos considerar la ley natural como verdadera porque Dios así lo ha querido, o Dios ha recordado que es obligado secundarla porque es verdadera? ¿Cabe sólo argumentar que el matrimonio es indisoluble porque Dios lo ha querido, o hay razones –que no sean fruto de una sobrenatural ciencia infusa– para explicar por qué la indisolubilidad es un rasgo esencial de esa institución natural? Sin duda es dramático que la ley natural se haya convertido en una doctrina para católicos, pero quizá resulta más grave que no sean capaces de argumentarla sin recurrir fideistamente a un fundamento sobrenatural, creyendo quizá que marginando lo racional dan más gloria a Dios.

Disfruto al constatar la mentalidad laical de Benedicto XVI, cuando nos recuerda a ese Dios que considera una delicia jugar con los hijos de los hombres razonando con ellos. “El Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha manifestado como logos y ha actuado y actúa como logos lleno de amor por nosotros”. Ante la reiterada experiencia de ese Dios que nos ama resulta bastante lógico que le amemos. Si –para ser más humanos– debemos imitarlo, habrá que empezar por exigirnos actuar con racionalidad. En efecto, como

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se desprendía del diálogo escenificado en el discurso de Regensburg, “no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios”4.

Aquí es dónde cobra importancia qué debemos entender por racional. Si más de un católico suscribe un fideísmo que nada tiene que envidiar al de no pocos musulmanes, no parece ser muy distinta la situación en cuestiones éticas en lo que al positivismo se refiere. En términos informáticos es fácil constatar que vivimos en una civilización que por defecto acaba suscribiendo el positivismo científico, con su dogmática identificación entre razón, ciencia y método experimental. La falta de reflexión y el poco...

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