Punto de partida: tutela judicial efectiva y "autotutela" de la administración

AutorM. Concepción Escudero Herrera
  1. EL DERECHO CONSTITUCIONAL DE TUTELA JUDICIAL EFECTIVA Y LA EJECUCIÓN DE SENTENCIAS.

    La Constitución de 1978, como norma suprema del ordenamiento jurídico y a la que deben estar supeditadas el resto de las disposiciones de diferente rango, influyó notablemente en el orden jurisdiccional contenciosoadministrativo, dando lugar a la apertura de diversas controversias doctrinales que surgieron en torno a tres tipos de privilegios que ostentaba la Administración hasta entonces. A saber: a) la titularidad de la ejecución de sentencias atribuida por la LJCA'56 a la Administración; b) la posibilidad que tenía esta última de suspender o inejecutar las sentencias y c) en último lugar, la inembargabilidad de sus bienes. Sobre estos dos últimos aspectos trataremos en el último Capítulo de este trabajo, pasando a ver en el siguiente epígrafe la polémica planteada en torno a la titularidad del poder de ejecución de las sentencias contencioso-administrativas.

    La instauración del derecho a la tutela judicial efectiva en el artículo 24.1 del texto constitucional, sirvió para fortalecer el sistema de ejecución de sentencias en todos los órdenes jurisdiccionales, siendo su trascendencia mayor para el orden jurisdiccional contencioso-administrativo, en el que la ejecución de aquéllas quedaba encomendada, por el artículo 103 de la LJCA'56, a la Administración autora de la actuación administrativa recurrida.

    Desde los primeros pronunciamientos constitucionales, se ha reiterado que el derecho a la tutela judicial efectiva comprende el derecho a la ejecución de las sentencias; lo contrario sería convertir las decisiones judiciales y el reconocimiento de los derechos que ellas comportan en meras declaraciones de intenciones1.

    La ejecución, por tanto, supone acomodar lo declarado en la sentencia a la realidad; se tiene que lograr la satisfacción de la tutela judicial que el demandante reclama y que le han otorgado los Tribunales. Al recurrente vencedor no le resulta suficiente con un pronunciamiento jurisdiccional de condena, sino que espera que la sentencia se cumpla de modo efectivo, bien de manera voluntaria o, en caso contrario, a través de la ejecución forzosa2.

    La actividad jurisdiccional ha de estar encaminada a superar los obstáculos que pudieran oponerse, adoptando las medidas que sean oportunas para llevar a cabo la ejecución de las resoluciones firmes. En este sentido, la jurisprudencia constitucional ha señalado que de nada serviría obtener las resoluciones judiciales "con todos los sacramentos procesales en un juicio formalmente impecable, si el solemne pronunciamiento que lo corone no llegara a tener reflejo en el mundo de los hechos"3.

    Además, siendo la ejecución de sentencias un derecho fundamental cuya violación fundamenta la interposición de un recurso de amparo, hace posible que el Alto Tribunal verifique si se cumplen los fallos que los Juzgados y Tribunales han dictado. De este modo, se instaura como derecho fundamental de carácter subjetivo, cuya importancia trasciende al ámbito objetivo, al conformar un sistema jurídico eficaz.

    El fundamento del derecho a la ejecución de las sentencias se encuentra, por tanto, en los preceptos constitucionales y legales. Así se establece en el artículo 24.1 de la Constitución y se recoge explícitamente en los artículos 118 de la Constitución, 18 de la LOPJ, y 104 y siguientes de la LJCA'98. De tal manera, que la resistencia o mera inactividad del órgano jurisdiccional comporta la infracción de los indicados preceptos e, incluso, la vulneración de un derecho fundamental protegido por el recurso de amparo constitucional.

    1. Una interpretación flexible en torno a la potestad jurisdiccional de hacer ejecutar lo juzgado.

    La doctrina administrativista discutió acerca de la interpretación que debía darse a los artículos referidos a la ejecución de las sentencias contencioso-administrativas4. El principio de exclusividad jurisdiccional recogido en el artículo 117. 1 de la Norma Fundamental5, de aplicación a todos los órdenes jurisdiccionales sin excepción, no era concordante con la dicción del 103 del texto jurisdiccional de 1956, que atribuía a la Administración la ejecución de las sentencias, en concreto al órgano que hubiese dictado el acto o la disposición objeto del recurso, colisionando de manera notable con aquél principio6.

    A pesar de que no faltaron opiniones doctrinales que abogaron por declarar la inconstitucionalidad sobrevenida de los artículos 103 y siguientes de la LJCA'567, o incluso su derogación8, la jurisprudencia constitucional optó por reinterpretar dichos preceptos a la luz de la Constitución9. Para el Alto Tribunal y para parte de la doctrina que consideró acertada la mencionada interpretación10, el órgano jurisdiccional ya no es un mero espectador con posibilidades limitadas de intervención y circunscritas a adoptar las medidas necesarias para promover y activar la ejecución; sino que son los Jueces y Magistrados los que tienen no sólo que declarar el derecho, sino que dicha declaración debe traducirse en la realidad jurídico-material, procediendo a su ejecución. De este modo se logra la satisfacción del recurrente conllevando implícito el cumplimiento del derecho a la tutela judicial efectiva. La Administración por su parte, se acomoda a la nueva situación del deber de cumplir con lo decidido por las sentencias y resoluciones firmes y prestar la colaboración requerida por los Jueces y Magistrados en sus resoluciones firmes dictadas en ejecución de sentencias, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 118 del texto constitucional.

    La doctrina iuspublicista entendía que si bien la labor reinterpretadora realizada por el TC era loable, resultaba insuficiente. Devenía necesaria una reforma de la Ley reguladora que arrogase expresamente en favor de los Tribunales la ejecución de sus propios fallos11.

    La conjunción de la doctrina armonizadora del TC junto con las opiniones de los autores iuspublicistas que consideraban necesaria una reforma respecto del sistema de ejecución de sentencias, constituyó el punto de partida para que en el año 1998 el legislador de la LJCA'98 consagrara definitivamente en los órganos jurisdiccionales la ejecución de las sentencias. Esto significa que la exclusividad de la potestad jurisdiccional, de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado en todo tipo de procesos, corresponde a los Juzgados y Tribunales sin que la Administración tenga la titularidad de la ejecución de las sentencias que recaen en los procesos contenciosos-administrativos12.

    De lo expuesto se puede afirmar que a partir de la Constitución se empieza a consolidar la judicialización del sistema de ejecución contenciosoadministrativa, junto con su articulación efectiva con la LJCA'56, sin perjuicio de las opiniones de la minoría de la doctrina iuspublicista que vieron en la Ley de 1956 un sistema de ejecución judicial para la Administración13.

    Actualmente, el contencioso-administrativo resulta un orden jurisdiccional independiente, la Administración no goza de la prerrogativa de ejecutar por sí misma las sentencias. Como señalara en el año 1961 ÁLVAREZ-GENDÍN Y BLANCO, a través de la atribución al juez contencioso-administrativo de la potestad de ejecutar las sentencias, se logra el control jurisdiccional sobre la Administración14. La Constitución se ha preocupado no sólo de que no haya actuación administrativa inmune a la fiscalización jurisdiccional, sino de que esa fiscalización alcance el máximo de efectividad, una vez que se haya posibilitado la consecución del máximo de justicia15.

    2. El control del Tribunal Constitucional en esta materia.

    2.1. Cuestiones generales acerca de las fricciones entre el Tribunal Constitucional y la jurisdicción ordinaria.

    La doctrina procesalista ha reflexionado sobre las fricciones que se producen entre el TC y los órganos de la jurisdicción ordinaria16, sin que sea objeto de esta trabajo abordar el estudio de estos desajustes, sino comprobar cómo alguna de las causas de tensión entre ambas jurisdicciones podría repercutir en la ejecución de las sentencias. En concreto, nos referimos a una cuestión de legalidad ordinaria, como es la que se produce cuando el Alto Tribunal fiscaliza el fondo del asunto litigioso, determinando si los órganos jurisdiccionales han dado una respuesta acertada o no a dicho supuesto. Veremos cómo las doctrinas del "error patente", incongruencia, e irrazonabilidad de las decisiones judiciales, resultan utilizadas correctamente por el TC cuando nos encontramos ante una desviación de la ejecución.

    Desde el punto de vista de la doctrina procesalista más autorizada17, la tutela judicial efectiva se satisface con un pronunciamiento del órgano jurisdiccional sobre el fondo del asunto. El TC, si bien sigue esta postura considerando que no cabe entender que el derecho a la tutela judicial efectiva sea un derecho a una decisión acertada y que la interpretación de la norma legal aplicable de derecho sustantivo queda fuera del control del Alto Tribunal18, maneja a la vez otra de sentido contrario19. De esta forma, considera que se vulnera el derecho a la tutela judicial efectiva cuando:

    "Se produce una selección arbitraria o manifiestamente irrazonable de la norma aplicable en cuanto al fondo, aquellos en que se decide el fondo de la cuestión litigiosa incurriendo en error patente y, en fin, aquellos en que se decide el fondo del asunto desvinculándose del sistema de fuentes establecido"20. Esta resolución injusta o errónea tiene lugar porque el TC añade que el derecho a la tutela judicial efectiva es el derecho a una sentencia sobre el fondo "fundada en derecho"21. Si esta fundamentación incurre en arbitrariedad, irrazonabilidad o resulta errónea, viene a producir, se dice, una vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva.

    En efecto, el Alto Tribunal se pronunciaba en Sentencia 63/1990 de 2 de abril (FJ. 2º) en la siguiente línea:

    "El derecho fundamental a la tutela judicial efectiva no garantiza...

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