¿Qué puede hacer un ciudadano en el Registro?

AutorSena Fernández, Francisco
Páginas25-46

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Al Registro se va con papeles y se vuelve de él con papeles. Esta es la idea fundamental que hay que meterse en la cabeza. Y la gente lo sabe, porque el noventa y nueve por ciento de las personas que acuden al Registro, lleva uno o varios papeles bajo el brazo.

¿Y qué hace ese uno por ciento restante? Pues va a preguntar. Empezaremos por esto último, que es lo menos frecuente.

El Registro no es en realidad una oficina de consultas. Los papeles que se llevan a él han pasado siempre por manos expertas -o casi siempre- que han asesorado para la elaboración de un documento -abogados, por ejemplo-, que le han dado autoridad y valor público a un documento -caso de los notarios- o que han dictado el contenido del documento, incluso contra la voluntad del interesado, de forma que su contenido tiene que incorporarse al Registro aunque le perjudique al titular según el Registro, como es el caso de las sentencias que dictan los jueces.

Naturalmente, el registrador no tiene que decirle al abogado, al notario o al juez lo que tienen que hacer. Pero puede ocurrir que el paisano, an-

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tes de ir al despacho de cualquiera de los anteriores, quiera recibir un consejo o una orientación sobre lo que debe hacer. Es decir, va a hacer una consulta. Desde hace unos años, la Ley y el Reglamento Hipotecario han impuesto a los regis-tradores el deber de informar a quienes les pregunten4, pero la realidad es que, desde siempre y sin necesidad de que lo diga la ley, los registradores han informado a quienes les han preguntado.

Y si para casos complicados tal vez sea conveniente acudir al registrador, la realidad es que las consultas simples, que son la mayoría, se resuelven por el propio personal de la oficina, que, dependiendo de su antigüedad, tiene conocimientos suficientes para contestar a lo que se le pregunte.

En cuanto a los profesionales del derecho, como he dicho antes, no es normal que pregunten al registrador. Pero la prudencia, a veces, impone la consulta o, al menos, el contraste de pare-ceres. Esto ocurre en ocasiones con los notarios, quienes en casos complejos, en los que la ley no es todo lo clara que debiera, suelen llamar al registrador. Con ello no se están rebajando a nada, al contrario, demuestran su profesionalidad y su interés por hacer las cosas bien, puesto que si la escritura que están preparando debe terminar en

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el Registro y el registrador es el que decidirá si la va a inscribir o no, el interés del cliente al que atiende el notario estará mejor atendido si, de mutuo acuerdo, se encuentra una solución.

Dicho esto, la realidad y la experiencia demuestran que existe otro tipo de consultas, a las que yo, con los debidos respetos y utilizando una frase popular, les temo más que a una vara verde. Se trata de las consultas imposibles, es decir, de las que no tienen solución. Lo normal es que un documento bien redactado y ajustado a la ley se haya elaborado en un despacho fuera del Regis-tro, sin ayuda del registrador. Pero como el mejor escribano echa un borrón5, sucede a veces que se otorga una escritura o se dicta una sentencia -o el documento que sea- con un defecto de tal magnitud que su acceso al Registro es imposible. Entonces, como el Registro es el último eslabón de la cadena de lugares por donde debe pasar el documento, los interesados hacen lo imposible para que el registrador trate de ver las cosas desde el lado más favorable, con tal cantidad de argumentos que me río yo de fray Gerundio de Campazas. En mi experiencia personal puedo contar que, con motivo de un asunto de este tipo, recibí hasta cuatro visitas sucesivas, cada una de ellas de una hora de duración; algunos profesionales solucio-

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nan este problema levantándose hábilmente en dirección a la salida y abriendo un brazo en actitud de recoger al visitante para encaminarlo a la puerta, pero yo no tengo esta habilidad.

La experiencia también me enseña que estos casos imposibles tienen que ver con el carácter voluntario de la inscripción. Como nadie está obligado a inscribir, se da el caso de que el interesado guarde su escritura en un cajón y al cabo de veinte o treinta años, cuando seguramente quiere vender lo que adquirió según aquella escritura, se acuerda de llevarla al Registro. Entonces se le advierte que falta un requisito, que suele ser el consentimiento de determinada persona, que, a lo mejor, estuvo representada en su día verbal-mente, lo que exige su ratificación. Lo normal es que esa persona emigró a Argentina o, sencillamente, ha desaparecido, sin dejar ni rastro.

Para casos parecidos, en los que quien falta es una persona jurídica, la ley ha encontrado una solución. Sucede a veces, cuando se trata de hipotecas o de condiciones resolutorias6en garantía del precio aplazado en una compraventa, que el dueño de la finca pagó en su día el préstamo que garantizaba la hipoteca o el precio que quedó

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aplazado en la compraventa, pero por dejadez o, más bien, por ignorancia no le pidió al acreedor el otorgamiento de la escritura que acredite dichos pagos, sin cuyo requisito el Registro no puede cancelar la hipoteca o la condición resolutoria. Y lo malo es que, mientras dichas cargas figuren en los libros del Registro, ningún banco le dará un nuevo préstamo o el posible comprador, si es que piensa vender, no se fiará del vendedor por más que éste le asegure que no debe nada a nadie. Pues bien, para estos casos y desde el año 2001 se introdujo una modificación en el artículo 82 de la Ley Hipotecaria que permite solicitar la cancelación si han transcurrido los plazos necesarios para la prescripción de la acción hipotecaria o para el ejercicio de la condición resolutoria, que son, respectivamente, de veinte y quince años. Y lo mejor del caso es que, para facilitar las cosas, se permite que la solicitud se haga median-te una simple instancia o escrito del dueño de la finca, lo que constituye una de las pocas excepciones en que se admite un documento privado para practicar una inscripción en el Registro.

Hasta aquí hemos visto lo que se refiere a las consultas, pero como se dijo al principio la mayoría de los que van al Registro no van a preguntar, sino que llevan papeles y lo que quieren es que se les inscriban. Estos papeles se pueden clasificar en cuatro categorías: 1) notariales, 2) judiciales, 3) administrativos y 4) privados. Por ese orden va también su número. Es decir, el documento por antonomasia, el que se presenta con más diferen-

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cia es el notarial; y el que menos, el documento privado.

La regla general es que al Registro sólo acceden documentos públicos, que se llaman así porque su redactor es una autoridad o funcionario público. Los documentos privados constituyen una excepción, que sólo en contados casos se admiten. Y la razón de este aparente trato discriminatorio es diversa. El motivo principal es que, dada la trascendencia de los actos y contratos que se inscriben en el Registro, lo primero que debe comprobarse es que quienes los firman son realmente las personas que aparecen como firmantes. Esto significaría, en caso de documentos privados en los que aparecen varias firmas, que o bien esas personas, desconocidas para el regis-trador, se presentan en el Registro para firmar ante él, o el documento se ha tenido que llevar antes a otro funcionario o autoridad para que realice esta comprobación. Total, un engorro. Este trámite se evita, en el caso de la escritura notarial, con la tarea que tiene el Notario de comprobar y dar fe, bajo su responsabilidad, de que las personas que firman son las que son, porque han ido a su despacho con los correspondientes documentos de identidad (D.N.I., pasa-porte, permiso de residencia para extranjeros, etc.). Lo mismo ocurre con los documentos judiciales. Y en cuanto a los administrativos, tienen la prerrogativa de que los funcionarios que están al frente de...

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