Pueblos indígenas, derechos humanos e iglesia en México

AutorAlejandro Rosillo Martínez
Páginas139-176

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1. Introducción

En el marco de la Cátedra Ellacuría realizada en la Universidad Loyola de Andalucía, donde el eje temático fue “Iglesia, Política y Sociedad”, se propuso abordar uno de los procesos políticos más importantes en América Latina, y en particular en México, en donde la Iglesia ha sido acompañante en diferentes grados. Me refiero a la lucha de los pueblos indígenas por su autonomía y el respeto de sus derechos humanos. Si bien se trata de procesos políticos que rebasan el ámbito eclesial, también es cierto que han existido espacios de fe que influyen y se ven influidos en relación con aquéllos.

La cuestión de los derechos de los pueblos indígenas no fue de los temas abordados prioritariamente por Ellacuría; lo que es explicable por el contexto social y político en que vivió. No obstante, es destacable su escrito inédito titulado “Respuesta a CETRAL”2, en el que responde a esta revista francesa la pregunta sobre en qué medida y en qué casos las reivindicaciones

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indígenas de la diferencia o identidad cultural se amparan en el empleo de los derechos humanos. En el contexto de las mayorías oprimidas y explotadas, Ellacuría considera que los derechos humanos son ambivalentes y que pueden ser utilizados a corta distancia siempre que su uso sea crítico y selectivo, pero advierte:

“…hay que reconocer que en principio la doctrina de los derechos humanos, a pesar de su aparente universalidad y generalidad, ni ha nacido de sus problemas ni pretende resolverlos. No sólo no se habla en ella de los derechos del pueblo oprimido pero ni siquiera de derechos propiamente humanos; esos derecho son en su origen, y, sobre todo, en su aplicación derechos ciudadanos de una determinada clase social y de un determinado conjunto de países”3.

En cuanto a los pueblos indígenas, señala el peligro del uso acrítico e ideologizado de derechos humanos en los siguientes términos:

“Desde luego que la realidad indígena ofrece una perspectiva peculiar para la reconstrucción de un mundo nuevo y para la invención de un nuevo sistema histórico de derechos, porque a su condición de mayorías oprimidas añade la peculiaridad de una tradición que puede poner en tela de juicio derechos que ideologizadamente se aceptan como derechos humanos universales o naturales. No sólo en su misma existencia muestran la verdad de lo que es la doctrina y la práctica de los derechos humanos sino que en su auto-determinación insurreccional podrían construir una nueva constelación de valores. Introyectarles a través del esquema de los derechos humanos el esquema axiológico y el estilo de vida de la civilización occidental puede ser una gran injusticia y es, desde luego, un radical empobrecimiento de lo que

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puede dar de sí el hombre y la humanidad en sus múltiples y diferenciadas realizaciones históricas”4.

En este texto se observan dos puntos fundamentales para la temática de este artículo: la aportación que tienen las culturas indígenas para un nuevo sistema de derechos, y el riesgo de que los derechos humanos –en su versión eurocentrada– funcionen como herramientas de imposición cultural. De ahí que la cuestión básica de las siguientes líneas será mostrar algunas aportaciones que desde espacios eclesiales se han realizado para una reconstrucción de los derechos humanos a partir de la realidad y cultura indígenas.

2. Estado moderno y pueblos indígenas: Los Acuerdos de San Andrés y su exigencia de una nueva relación

Hacemos referencia a los Acuerdos de San Andrés (“Acuerdos”) por tratarse de un documento que, desde su firma, ha acompañado la reflexión de comunidades y pueblos indígenas, incluyendo los grupos de pastoral indígena. La sección llamada “el pronunciamiento” inicia con la descripción del contexto de la nueva relación entre la sociedad, el Estado y los pueblos indígenas. Esta relación tiene un sustento histórico, es decir, se reconoce una serie de daños realizados en la historia que deben ser reparados; se trata, entonces, de una nueva manera de entender la historia. Los “Acuerdos” señalan que los pueblos indígenas “han sido objetos de formas de subordinación, desigualdad y discriminación” que los han llevado a vivir “una situación estructural de pobreza, explotación y exclusión política”. Es decir, la realidad actual de los pueblos indígenas tiene sus raíces en una situación histórica y estructural marcada por la opresión, iniciada con el avance de la colonización europea en territorio americano. Los pueblos indígenas es de los secto-

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res de la sociedad que han sido afectadas con mayor claridad por la llamada colonialidad del poder, del ser y del quehacer.5Desde el siglo XVI, los pueblos indígenas han experimentado diversas formas de opresión y exclusión. En el inicio de la conquista, la esclavitud fue la forma en que se llevó a cabo el sometimiento de la población nativa. Las primeras víctimas fueron los indígenas que poblaban los territorios de las Antillas, especialmente en la isla La Española, donde apenas cuatro años después de la llegada de los conquistadores ya había perecido la tercera parte de la población. Con el tiempo, esta práctica se fue revistiendo de un discurso que la justificara en función de las ideas dominantes de la época. Fue cuando, basados en la retórica del Derecho Natural, se generaron las figuras de “el requerimiento” y la “guerra justa”.

La doctrina de la “guerra justa” –que a través de la historia se ha ido presentando por medio de diversas versiones– se basaba en la idea de que se podía someter a los indígenas que no aceptasen pacíficamente el dominio español. Para asegurarse de que la guerra fuera “justa”, un jurista castellano, a inicios del siglo XVI, Juan López de Palacios Rubio, redactó el documento conocido como “el requerimiento”. Este texto se les leía a los indígenas, antes de que los conquistadores se apoderasen de sus tierras. Estaba en castellano y usaba una serie de conceptos que era totalmente extraña a las culturas indígenas, por lo que aun contando con intérpretes les era incomprensible. Este documento justificaba, bajo la teología europea de la época, la potestad del Papa sobre la tierra y la donación hecha a los Reyes Católicos de España de los territorios recién “descubiertos”, y que por lo tanto todos los nativos debían aceptar el sometimiento a la Corona y aceptar la fe católica, y si se oponían se haría la guerra contra ellos. Una “guerra justa”, por supuesto, y que servía como pretexto para tomar a indios como esclavos, alegando que habían sido capturados a “justo título”.

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Al lado de la esclavitud funcionó otra institución que en la práctica tuvo las mismas consecuencias para la población indígena: la encomienda. Ésta nació como una merced que la Corona otorgaba a un conquistador destacado, y se basó en dos supuestos: el indio era hombre libre, no objeto de esclavitud, pero era vasallo de la Corona, a la que debía pagarle tributo. El indio encomendado pagaba ese tributo debido al Estado, al encomendero que, por merced real, recibía ese beneficio en compensación de los servicios que había prestado a la Corona. Ahora bien, ese tributo era pagado por los indios en especie, es decir con el producto de sus campos o en servicios personales, o trabajo en las tierras o minas de los encomenderos. A su vez, los encomenderos tenían la carga de “cristianizar” a los indios y de protegerlos.6Tiempo después, la Corona española se enfrentó a los conquistadores y sus herederos en el tema del control de la población nativa. Éstos consideraban la colonización de las tierras americanas como un asunto privado, autorizado por los reyes pero sin mayor intervención; mientras que la Corona buscaba imponer restricciones de “interés público” al actuar de los colonos. A partir de mediados del siglo XVI, se comenzaron a tomar medidas para abolir la esclavitud de la población nativa de América, gracias en parte a las protestas realizadas por diversos religiosos. Sobresalen en tal sentido las Leyes Nuevas de 1542, en cuyo capítulo XXI se prohibió la esclavitud de indios bajo cualquier concepto; estas leyes fueron expedidas por la Corona, en gran medida, por el empuje y lucha de Fray Bartolomé de las Casas. También destaca la real cédula de febrero de 1549, donde la Corona redujo la encomienda al cobro de tributo, prohibiendo los servicios personales, por los cuales el indígena debía recibir un pago.

Otra institución opresora de los indígenas fue el repartimiento forzoso de trabajadores, que tuvo sus inicios con la cédula

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ya mencionada de 1549, y que fue consecuencia de la “liberalización” de la mano de obra que se pretendió realizar con las limitaciones a los encomenderos.7Aunque se suponía que no se aplicaba exclusivamente a los indígenas, en la práctica fue a ellos sobre quién se ejecutó. Los “repartidores” –funcionarios de la Corona– recibían solicitudes de diversas personas (encomenderos, colonos, clero, autoridades reales, etc.) para hacerse de trabajadores, a través de un reclutamiento forzoso para labores agrícolas, mineras, entre otras. Esta institución fue suspendida en Nueva España en 1632. No obstante, se utilizaron otros métodos para continuar con la servidumbre de los indígenas, como el pago de deudas; a pesar de las medidas oficiales que se tomaron para atenuar esta práctica, lo cierto es que fue una manera eficaz de mantener a los indígenas trabajando para la misma persona.

Por otro lado, durante la Colonia, se dieron un conjunto de medidas tendientes a diferenciar a los grupos originales del resto de la población. La Corona española concentró a la población...

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