El orden público y la seguridad ciudadana en la constitución española de 1978

AutorEnrique Arnaldo Alcubilla
Cargo del AutorLetrado de las Cortes Generales Profesor Titular de Derecho Constitucional URJC
Páginas217-227

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I El orden público: un concepto jurídico indeterminado

En el campo de las Ciencias que denominamos puras las palabras significan, con práctica exactitud, y además universalmente, lo que dicen. En el reino de las Ciencias Sociales no cabe sostener el mismo aserto. Y allí donde debe imperar la seguridad jurídica, el Derecho, la ambigüedad es aún mayor en la medida en que requiere, con harta frecuencia, recurrir a los conceptos jurídicos indeterminados, tan abiertos, indefinidos y permeables que son rellenados al albur de criterios y hasta de intereses tan distantes que, en no pocas ocasiones, resultan contradictorios. La misma palabra, en fin, encierra significados diversos y los juristas teóricos y prácticos se muestran tan dispuestos como capacitados para escudriñar los mismos hasta forzarlos para alcanzar que esa expresión plurivalente concuerde con lo que se quiere que signifique.

La siempre recognoscible discrecionalidad técnica del intérprete del Derecho se transforma con no desdeñable frecuencia en subjetivismo, parcialidad o arbitrariedad, peligrosa deconstrucción del orden jurídico entendido, por los cultivadores del Derecho al servicio del poder establecido, como una realidad estirable como una goma capaz hasta de borrar, diríamos parafraseando a Von Kirchmann, bibliotecas enteras y convertirlas en basura no reciclable. Desde luego no era tal la pretensión de los introductores en España de la categoría de los conceptos jurídicos indeterminados, que los entendían como entreabiertos pero inteligibles y determinables en su aplicación ad ca-

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sum al margen de cualquier operación de ingeniería jurídica tan querida contemporáneamente al legislador –que ha roto sin pudor con el lema identificador del Parlamento británico (“lo puede todo menos transformar al hombre en mujer”)– convertido en todopoderoso hacedor al que nada le está vedado ni siquiera contravenir las leyes de la naturaleza.

Uno de esos conceptos jurídicos indeterminados, el de orden público, que se caracteriza por su relativismo e indefinición, nos convoca en estas líneas. Centenares de páginas han sido completadas para su comprehensión, pero otras tantas han sido escritas dándolo por supuesto y sabido. Ahora que las encuestas se elaboran en tiempo real, gracias a las nuevas tecnologías de la información, podríamos retarnos a su realización entre juristas y, sin género de dudas, constataríamos multitud de respuestas sobre el significado del orden público. Ya dijo el maestro Federico de Castro (“Notas sobre las limitaciones intrínsecas de la autonomía de la voluntad. La defensa de la competencia. El orden público. La protección del consumidor”. Anuario de Derecho Civil, vol. IV, 1982, pág. 1022), que el término orden público es una suerte de comodín para explicar con una etiqueta inexplicada un resultado ya prejuzgado que no se explica o que no se puede explicar. Es una construcción artificiosa como lo prueba el sinfín de hipotéticas respuestas de nuestra imaginaria encuesta: algunos incurrirían en la pura tautología o en la definición por oposición al desorden; otros acudirían a la simple diferenciación con el orden privado o de las relaciones entre particulares; no pocos caerían en la identificación con la normalidad, el orden exterior o la tranquilidad; e incluso, otros, con el orden constitucional; y hasta no faltarían quienes lo hicieran equivalente a legalidad u orden jurídico determinado (como hicieron Ranelletti o Merkl o entre nosotros Posada Herrera y Colmeiro). En fin, si la pregunta la formulamos en un sistema autocrático, por ejemplo en el llamado régimen anterior, no obtendríamos las mismas contestaciones que en el régimen democrático, aunque ello significa que tanto las semánticas Constituciones propias de aquél como las normativas de éste acuden sin complejos a la magia envolvente del orden público, que, como comprobamos, es una realidad variable, cambiante y evolutiva que se concreta en nuevas formulaciones que dejan sin efecto otras anteriores. Y ello porque, como decía Pellisé Prats, el orden público está íntimamente conectado con las convicciones básicas imperantes. O en otras palabras, el concepto en blanco que es el orden público supone una traslación al plano de lo jurídico de un fenómeno de la cambiante realidad externa o anterior al Derecho; traslación que se producirá bien a nivel de generalidad, mediante la creación de normas, bien a nivel específico mediante decisiones particulares en relación con el tratamiento de supuestos concretos.

Es, quizás, uno de los conceptos jurídicos (“contingente”, como dijera González Pérez en sus Comentarios a la Ley de Orden Público. Abella. Madrid, 1971, pág. 31) más repetidos por el constituyente, primero, y por el legislador, después, hasta el punto de que deberíamos recurrir a un buscador de ultimísima generación para abarcar tantísimas referencias al orden público, incluso en el Derecho Privado. A pesar del progreso del Derecho, de su perfeccionamiento, no se ha prescindido del recurso cons-

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tante a este concepto tan relativo, heterogéneo y subjetivo. En otras palabras, el Derecho no ha sido capaz de sustituirlo por otro u otros criterios más objetivos u objetivables, lo que permite concluir la indubitada preferencia del legislador por conceptos que dejan un mayor margen para su libre disposición por el titular del poder de dirección y ejecución. Pero a alguna definición o a algún acercamiento a la definición hemos de atenernos. Y así, rebuscando en los anales de la memoria, algo desmembrada, no encuentro otra mejor conceptuación del orden público que la de Otto Mayer quien desde lo metajurídico, entendía que es lo que resulta esencial y básico para el mantenimiento del “buen orden de la comunidad”. Siempre traduje esta conclusión al modo Kantiano como el orden que hace compatible la libertad de cada uno con la de los demás, y no, desde luego, como pretendió el profesor alemán como una especie de principios del orden natural de la policía que estaba legitimada así para cualquier intervención en la esfera de los particulares para mantener el orden social.

En el Estado democrático de Derecho, que es el único estadio legítimo en la historia de la humanidad, sólo es admisible un concepto de orden público compatible con la plena garantía de los derechos y libertades ciudadanas, por supuesto nunca absolutas o ilimitadas –a fin de evitar lo que alguien definió como nueva forma de totalitarismo– pues de otro modo quedarían desvirtuadas ellas mismas pero también la propia Constitución. Caer en la identificación del orden público con el ordenamiento jurídico del Estado es hacer perder a este concepto todo significado práctico, si es que aún lo tiene. Por ello, y por más que algunos como J.L. Carro Fernández-Valmayor (“Sobre los conceptos de orden público, seguridad ciudadana y seguridad pública”. Revista Vasca de Administración Pública nº 27, 1990, página 9 y siguientes) lo critiquen, la más correcta aprehesión del orden público, en directa herencia de Mayer, es la del italiano P. Virga (La potesta di policía. Giuffré. Milán, 1954, pág, 19) que señala que el orden público “se dirige a tutelar bienes y principios que no son tomados en consideración por una norma jurídica, pero son considerados esenciales para la vida civil de un determinado momento histórico”. Y en este sentido también, ahora entre nosotros, F. Sainz Moreno que lo identifica, lejos los planteamientos de los legistas, con el conjunto de reglas mínimas y esenciales para la convivencia armónica de la comunidad (“Orden público económico y restricciones de la competencia”. Revista de Administración Pública, nº 84, 1977, pág. 604). Fuera de este marco el orden público es inencontrable a riesgo de ser reiterativa la referencia a la legalidad, al Derecho dado o positivo.

II El orden público y el derecho privado

Por cinco veces aparece en el Código Civil el concepto de orden público...

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