La prueba en el seguro

AutorLluís Muñoz Sabaté
Cargo del AutorAbogado. Profesor Titular de Derecho Procesal Universidad de Barcelona
Páginas207-227

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Me considero obligado a puntualizar antes que nada mis concepciones sobre lo que denominamos prueba ya que las mismas tienen que influir sobre la exposición que les haga acerca de la prueba en el seguro.

La palabra «prueba» es un término vulgar que traspolado al derecho procesal adquiere una serie de matizaciones que obligan en primer lugar a empezar por la propia terminología.

Se habla de fuentes y de medios de prueba. La fuente es el elemento en el cual ha quedado estampada o grabada la huella del hecho histórico que vamos a intentar reproducir o representar o reconstruir en el proceso. El medio es el elemento o la actividad que desplegamos en el proceso para realizar aquella representación. Para ser más claro y poniendo un ejemplo: la fuente es la persona que presenció el hecho histórico. Cuando a esa persona la llevamos al proceso y la llamamos testigo y nos da pié para interrogarlo acerca de tal hecho, ese traslado y ese interrogatorio son el medio de prueba de que nos habla la ley. Adoptando un aire más severo y científico, la fuente es un elemento físico ( en este caso neurofisiológico) ubicado en el cerebro de aquella persona que permite que el hecho histórico se grave o estampe en un conjunto de neuronas capaces de retener y almacenar la percepción de tal hecho. El medio seria la facultad que nos otorga la ley procesal para hacer comparecer al testigo en el acto del juicio y estimular en forma de preguntas la decodificación de los compuestos químicos en que se transformó aquel almacenamiento.

Las fuentes son elementos extraprocesales cuya explicación no la hallaremos en la L.E.C. sino en las leyes de la naturaleza y en la epistemología. Los medios vienen todos regulados por la L.E.C., y su naturaleza es fundamentalmente jurídica.

Hay por lo tanto una actividad científico o técnica que representa la búsqueda de esas fuentes, a la que no es ajena la intuición y la imaginación, que no podemos llamar derecho porque no es derecho, y que yo llamo probática y viene después una actividad jurídica, reguladora de la reproducción o decodificación de aquellos elementos a la que yo llamo derecho probatorio, y que carente por lo general de una autonomía académica acostumbramos a incluir dentro del derecho procesal.

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Eso no quiere decir que el derecho probatorio (o si lo prefieren, el derecho procesal) no contenga algunas normas facilitadoras de la probática. Las más vistosas de todas son las que se contienen en los artículos 256 a 263 L.E.C. como Diligencias Preparatorias de juicio, de entre las que debemos citar, para ceñimos a nuestro tema la diligencia del número 5 del artículo 256 que permite «hasta donde se pueda» la averiguación de la existencia y contenido de un contrato de seguro. También el n° 6 del artículo 217 sobre carga de la prueba que introduce los principios de disponibilidad y facilidad probatoria, o el n° 5 del artículo 265 consagrando la prueba de detectives, y sobre todo aquellos artículos potenciadores de indicios endoprocesales derivados de la conducta de la parte como el silencio o las respuestas evasivas en la contestación a la demanda ( art. 405), o las negativas y evasivas a declarar en el interrogatorio de la parte ( art 307), o los efectos de la negativa a la exhibición de documentos ( art. 329).

Pero en general, y para que se vea el grado de desasistencia de la probática en el proceso hay que convenir con cierto desenfado en estos dos apotegmas obviamente relativos:
1. El derecho probatorio es el peor enemigo de la probática.
2. Los hechos no son lo que son sino lo que los jueces quieren que sean.

Todos estamos de acuerdo en la necesidad de regular la proposición y práctica de las pruebas para evitar convertir al proceso en un inacabable e ingobernable debate historiológico pero allí donde nace el desacuerdo es cuando se rigoriza con un fundamentalismo hiperconstitucionalista la inevitable discrecionalidad que comportan los actos judiciales de admisibilidad y valoración, convirtiendo las declaraciones de impertinencia o ilicitud en un mal necesario «para el triunfo de la justicia».

El segundo apotegma es más perverso porque no alambica una opinión, como en el primero, sino que alambica una falsedad y se defiende como una actitud tuitiva que el juez justiciero impone sobre cualquier otra evidencia porque su finalidad es que en el proceso triunfe o salga lo menos resquemada posible la parte más débil, que en el derecho de seguros, es por antonomasia y salvo muy pocas excepciones, el asegurado.

Hechas estas precisiones ya estoy en condiciones de anunciar que el contenido de esta conferencia sobre la prueba en el seguro no se va a referir al derecho probatorio sino a la probática, es decir, al arte (en griego tecné, técnica) de probar.

Pero ¿probar qué?

Por supuesto probar los hechos.
Pero ¿qué hechos?

Los hechos constitutivos, impeditivos y extintivos que se encuentran contenidos como supuesto de hecho normativo en las múltiples normas que básicamente contiene la Ley del Contrato de Seguro.

Se trata de una abigarrada categoría multiforme de hechos dotados de gran polivalencia ya que la prueba de los mismos igual sirve para probar otros supuestos normativos contenidos en otras instituciones jurídicas. Probar por ejemplo el robo

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del objeto asegurado con el fin de darle cobertura en el seguro es una actividad que igual sirve para probar el robo de otros bienes con fines penales o para destituir a un empleado infiel en el contrato laboral.

Cada objeto de prueba en el derecho de seguros se convierte en un thema probandi que goza en el proceso de la condición de hecho principal y tanto puede situarse en la zona que ocupa el actor, en cuyo caso será un hecho constitutivo, o en la zona que ocupa el demandado, llamándole entonces hecho impeditivo, extintivo o exciuyente. Estos posicionamientos tienen mucha importancia ya que mediante ellos se determina a cual de las dos partes le corresponde la carga de la prueba. Si es la aseguradora quien reclama la prima a ella le corresponde la carga de probar la existencia del contrato de seguro. Pero si es el asegurado el que reclama con base a dicho contrato una indemnización por daños propios, a él le corresponderá soportar dicha carga. Lo cual merece una seria matización, porque siendo el concepto de carga equivalente al de peso, no nos creamos que pesan igual la carga de la prueba atribuible a una parte que a la otra, ya que la duda (germen de la carga) que pueda tener un juez acerca de la existencia del contrato de seguro puede tener menos peso si la aseguradora reclama una prima que no si el asegurado reclama unos daños. En el primer caso la existencia del seguro podrá más fácilmente que en el segundo evidenciarse por indicios.

Muchos son los themas probandi que podríamos ir extrayendo de la Ley y de nuestra experiencia judicial. Desde la existencia del contrato a la ocurrencia de cada uno de los siniestros que pueda denunciar el asegurado, pasando en este caso por la frecuente contingencia simulatoria. Desde una maliciosa contratación ex post del siniestro hasta la ocultación de determinados riesgos . Desde el pago o impago de la prima hasta la preexistencia de los objetos asegurados. Desde si se han cumplido las circunstancias de orden fáctico que condicionan la cobertura hasta la culpa grave del asegurado en el siniestro de incendio o la culpa exclusiva de la víctima en el seguro de responsabilidad civil. La lista seria inagotable y a ella habría que añadir en algunos casos el tema de la interpretación de determinada cláusula del contrato, pues aun cuando se acepte que la interpretación no es prueba hay muchas interpretaciones que se basan en inferencias factuales.

Convencido de que esta conferencia no toleraría una exposición probática exhaustiva me he permitido seleccionar cuatro themas probandi que considero de interés porque recogen circunstancias muy diferentes. Voy por tanto a referirme a la prueba de la existencia del contrato, la prueba de la preexistencia de los bienes en el seguro de daños, la prueba del conocimiento del estado de salud en el seguro de vida y la prueba del incendio provocado por el asegurado.

I Prueba de la existencia del contrato

A) Puesto que sería ocioso citar las varias sentencias del Tribunal Supremo que a menudo se invocan para demostrar la admisibilidad de la forma no escrita para

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el contrato de seguro, nos detendremos en el argumento que hacen valer todos los hiperformalistas1.

Arguyen que la doctrina favorable a la forma no escrita solo es de aplicación cuando merced a ella se favorezca al asegurado, lo cual significa, aunque no lo digan que no puede ser de aplicación cuando se favorezca a la aseguradora. Esta disemetria en el tratamiento de la cuestión la pretenden extraer del artículo 2 de la Ley del Contrato de Seguro el cual establece que «se entenderán válidas las cláusulas contractuales que sean más beneficiosas para el asegurado».

Fácilmente puede desmantelarse este sofisma atendiendo a que la norma se está refiriendo concretamente a la valoración de las cláusulas de un contrato cuando las mismas discrepen de lo regulado en la propia Ley, estableciendo que si la cláusula resulta más beneficiosa para el asegurado se entenderá válida pese a su apariencia contra legem.

Pero este excepcional privilegio «pro asegurado» no puede aplicarse por analogía (como ningún privilegio) para establecer la siguiente doctrina: el contrato de seguro deberá constar por escrito si con el intenta valerse el asegurador, pero podrá constar verbalmente si quién quiere valerse del mismo es el asegurado. Tan perversa discriminación, que pugna abiertamente no ya con la coherencia jurídica sino con el propio derecho constitucional situaría a las aseguradoras en un limbo probatorio en...

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