Derechos procesales fundamentales: su proyección en la fase de instrucción, en el juicio oral y en el sistema de recursos

AutorManuel Jaén Vallejo
CargoProfesor Titular de Derecho penal. Letrado del Tribunal Supremo
Páginas19-45

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Introducción

El proceso inquisitivo, vigente durante una larga etapa histó-rica, se caracterizaba por desarrollar el órgano jurisdiccional su

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actividad, de oficio muchas veces, investigando, acusando y, él mismo, dictando la sentencia. Todo ello rigiendo el secreto, la formación de la convicción del juez sobre la base de actas escritas, sin control público, con un sistema de prueba tasada y, en su versión histórica más extrema, con utilización de la tortura como medio de prueba. Es decir, en este sistema era perfectamente posible que los Jueces pudieran formar su convicción sobre la base de las declaraciones de testigos que nunca había visto, recogidas simplemente en un acta redactada por el instructor.

El anterior proceso fue objeto de una intensa crítica en la obra de Beccaria Dei delitti e delle pene (1764), en la que este autor propuso una profunda reforma del derecho procesal, luego recogida en buena medida en la Declaration de Droits de l’homme producto de la Revolución francesa de 1789; surgió así el proceso penal liberal, que es el origen de lo que hoy conocemos por «debido proceso», actual modelo procesal del Estado democrático de derecho.

No cabe duda que en este modelo el sistema acusatorio es una pieza clave, pues sus principales características son al mismo tiempo elementos sustanciales de ese «debido proceso».

En un sistema acusatorio como el vigente en la mayor parte de los países que comparten una misma cultura jurídico-penal, el Tribunal cede su protagonismo a las partes procesales, ocupando una mera posición arbitral, en el marco de un juicio contradictorio. Cada uno desempeña el rol que le corresponde: el Fiscal, con el auxilio de la policía, el de investigar y, en su caso, acusar; y el Juez, independiente e imparcial, el de juzgar, sin que pueda suplir a las partes. Naturalmente, a la defensa se le han de atribuir derechos y facultades iguales, en principio, al acusador, pues sólo así se puede hacer realidad el principio de «igualdad de armas».

En este breve trabajo quiero hacer previamente una pequeña introducción sobre la necesidad de un poder judicial verdaderamente independiente, pues sin esta premisa esencial la función judicial carecería de legitimidad, así como sobre la función del proceso penal. Luego me referiré a los derechos procesales fundamentales, siguiendo la estructura del proceso: fase de instrucción, juicio oral y recursos.

El actual momento de reforma del proceso penal, con profundas modificaciones en el proyecto de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal en sede parlamentaria, e incluso con estudios ya en marcha que pretenden la elaboración de una nueva ley, constituye un marco inmejorable para todo tipo de reflexiones sobre esta materia de tanta importancia para los derechos de los ciudadanos.

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I Independencia de la justicia

En un Estado de Derecho, en el que la idea central la constituye la división de poderes, la independencia del poder judicial, esto es, de los jueces y tribunales que lo integran, es una pieza clave, una verdadera condición de legitimidad del propio Estado.

Como lo han destacado Stefanie Ricarda Roos y Jan Woischnik, «la existencia de un Poder Judicial independiente, imparcial, accesible a todos los ciudadanos, previsible y eficaz, es una condición esencial de un Estado democrático y liberal de derecho»
1.

Y para que dicha independencia sea efectiva, es necesario el sometimiento o vinculación del juez exclusivamente a la ley, y, en forma paralela, la ausencia de responsabilidad por las decisiones que adopte.

Ahora bien, no basta el simple sometimiento del juez a la ley. La legitimidad de esa independencia sólo es posible afirmarla respetando la idea de la división de poderes, de manera que aquél quede sometido a la ley emanada de un Parlamento democráticamente elegido. Es evidente, pues, que si el órgano legislativo es, por ejemplo, una Junta Militar, aquélla no gozará de la necesaria legitimidad. Esta inquietud ya fue percibida por los miembros de la Comisión Redactora del Código Penal Tipo Iberoamericano reunidos en Bogotá en 1995, quienes se cuidaron de aclarar en la redacción del principio de legalidad lo siguiente: «Un hecho sólo puede ser objeto de pena o de otra consecuencia jurídica prevista en este Código, si éstas han sido previamente establecidas por una ley formal, proveniente de órgano legislativo democráticamente legitimado».

Como atinadamente nos lo recuerda Bacigalupo, «la función judicial en un Estado de Derecho es, ..., muy significativa, porque sus decisiones contienen normas particulares que están respaldadas por la autoridad del Estado mismo, incluso cuando sean erróneas. Nadie —añade el mismo autor con cita de Binding— iguala al Juez en esta posición dentro del Estado, ni siquiera el Rey, en tanto éste no es juez» 2.

Naturalmente, el juez puede llegar a extralimitarse, aplicando erróneamente el Derecho y afectando así los derechos de los ciu-

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dadanos. Y ello puede ocurrir bien por la propia falibilidad humana, bien por un eventual abuso de la función judicial.

En uno y otro caso los sistemas jurídicos prevén un adecuado tratamiento, como respuesta a aquella posible extralimitación.

Si se trata de una aplicación errónea proveniente de la mencionada falibilidad humana, en cuyo caso el error es imputado al propio sistema jurídico y no genera responsabilidades personales, la solución radica en la previsión de un sistema de revisión de las decisiones, esto es, de un adecuado sistema de recur-sos procesales.

En cambio, si se trata de una aplicación incorrecta de la ley que es consecuencia de un abuso de poder por parte del juez, la solución no puede ser otra sino la disciplinaria o, incluso, la penal.

En este último ámbito, hay que destacar los delitos de prevaricación judicial o prevaricato (del latín praevaricare, desviarse del recto camino), y los de corrupción (activa y pasiva) de funcionarios, que, naturalmente, alcanzan a los jueces y miembros del Minis-terio Fiscal, hechos punibles cuyo fin es doble: «por un lado, garantizar la confianza general en la integridad de la administración de justicia y, por otro lado, la vinculación exclusiva a la ley de los funcionarios en general y de los jueces y fiscales en particular» 3.

Hay una Sentencia de un alto interés en esta materia, me refiero a la Sentencia del Tribunal Supremo de 15 de octubre de 1999 (recaída en el conocido caso «G. de L.»), que condenó al entonces Magistrado de la Audiencia Nacional por un delito continuado de prevaricación.

Esta Sentencia constituye un muy buen exponente de racionalización en la aplicación de la ley penal y, en particular, de comprensión del delito de prevaricación judicial.

En esta Sentencia, siguiendo la opinión mayoritaria tanto en la jurisprudencia como en la doctrina, se afirma, frente al criterio subjetivo sostenido por el Ministerio Fiscal, que aunque ciertamente el derecho no es una ciencia exacta, de tal afirmación no se puede deducir «que cualquier acto de un Juez es adecuado a Derecho, pues ello implicaría reconocer que la única ley del Estado es la voluntad o la convicción de los Jueces» en clara contradicción con el exclusivo sometimiento del juez a la ley.

La injusticia de la resolución, añade la Sentencia, «se da cuando quede de manifiesto la irracionalidad de la resolución de que se

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trate», excluyéndose de la prevaricación «el caso de las aplicaciones del derecho basadas en algún modo razonable de interpretar los hechos y la norma jurídica (…). El Juez, por lo tanto, sólo puede deducir de las leyes las consecuencias que algún medio o método jurídico de interpretación le permita». «Puede recurrir según su parecer al método gramatical, al teleológico, al histórico o subjetivo, al sistemático, etc., pero su decisión debe provenir de la rigurosa aplicación de los criterios racionales que cada uno de estos cánones interpretativos establece. Lo que el Juez no puede es erigir su voluntad o su convicción en ley. Tal tarea sólo corresponde al Parlamento. Por lo tanto, no es cierto que no se pueda saber cuál es la solución jurídicamente correcta en cada caso, pues toda resolución motivada de la manera que acabamos de explicar será jurídicamente correcta, en tanto exprese la voluntad del legislador —o de la ley, en su caso— y no la del Juez».

Siempre será posible discutir sobre los criterios que sustentan las distintas resoluciones, sobre las teorías que están a la base de la aplicación de las normas, en fin, sobre si se deben inter-pretar éstas con arreglo a uno u otro método de interpretación, contrastando, por ejemplo, los resultados que se consiguen desde las distintas perspectivas, y optando por la que permita alcanzar resultados más satisfactorios. Lo que no es discutible, concluye la Sentencia, es que las decisiones basadas en la propia convicción empecinada del Juez, sin fundamento racional en la ley, son incompatibles con el Estado Democrático de Derecho.

Es en el terreno de la teoría y la argumentación jurídica de las resoluciones, en el que deben tener lugar las críticas, siempre deseables, de las resoluciones, e incluso de las propias normas, y no aquel otro —en el que a veces algunos periodistas insisten en situarse— del sensacionalismo, la tergiversación de los hechos, el desprestigio sin más de las instituciones y de las personas, y, en fin, de la irracionalidad.

II Función del proceso penal

La función del proceso penal no consiste, como a veces parece defenderse, en la prevención del delito o en dar una respuesta al delito; esta función preventiva o protectora corresponde al derecho penal.

La función del proceso penal, aparte naturalmente de que tenga por objeto la aclaración del hecho punible y la...

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