La protección de la libertad religiosa en la Unión Europea

AutorIván C. Ibán
CargoCatedrático de Derecho Eclesiástico de la Universidad Complutense de Madrid
Páginas295-305

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Contra lo que a primera vista pudiera parecer, no resulta fácil volver sobre un argumento sobre el que se ha trabajado en ocasiones anteriores, especialmente, y tal es el caso, si no se han producido modificaciones significativas en el objeto del análisis que se pretende realizar. Han transcurrido ya veinte años desde el momento en que manifesté mi interés por el Derecho eclesiástico en el ámbito de la Unión Europea1 y he participado habitualmente en foros académicos en los que se ha debatido esta cuestión2. Alguna publicación he realizado al respecto3 y ahora se me pide que vuelva sobre la cuestión. Seré muy claro desde el principio, creo que me resulta im-Page 296posible aportar algún dato nuevo de alguna relevancia con respecto a los aportados en ocasiones anteriores, por lo demás, no creo que haya logrado elaborar alguna idea nueva y distinta de las ya escritas, por lo tanto no se esperen ahora sino unas meras reflexiones apoyadas en datos y en previsiones subjetivas de qué es lo que puede ocurrir en un inmediato futuro. Una precisión más, no se esperen juicios de valor por mi parte. Entiendo que la función de un jurista teórico, y no otra cosa pretendo ser, es describir la realidad e intuir el futuro inmediato. Las valoraciones y descalificaciones o alabanzas del sistema son tareas políticas, propias de políticos, y lo son aunque pretendan revestirse al emitirlas de la toga académica, pues ésta no confiere en sí misma objetividad alguna.

Tal vez no resulte inoportuno el comenzar por dar mi visión de cuál es la situación actual y la previsible evolución de la Unión Europea. No es discutible que en la Unión subsisten veinticinco entidades nacionales distintas, pero tampoco lo es que con infinitos vericuetos y complicaciones un cierto proceso de integración se ha producido. En el momento de creación de la CECA, origen remoto de la Unión, hubiera sido difícil imaginar que no muchos años más tarde serían veinticinco países los que estarían vinculados y realidades como el euro o el creciente intercambio de estudiantes universitarios eran algo tal vez impensable.

La más reciente ampliación de la Comunidad Europea me parece la prueba más evidente de que estamos ante una organización política y no exclusivamente económica como se pretendía en un principio y, tal vez, algunos siguen pretendiendo. Recuérdense las enormes dificultades que hubo de superar España para ingresar en las Comunidades Europeas, eran en lo esencial dificultades de carácter económico: España era un país pobre que no podía ingresar en el club de los ricos pues lastraría inevitablemente su avance. Sin embargo, en la ampliación a veinticinco la Comunidad Europea ha incorporado en su seno a varios países que eran notoriamente menos desarrollados económicamente de lo que lo era España algunos años antes de su ingreso. La razón de fondo de esa ampliación era esencialmente política. La incorporación de los países bálticos o de Eslovenia, por poner algún ejemplo, no puede enten-Page 297derse en términos económicos, sino en clave política. La desaparición de los regímenes comunistas, la caída del imperio soviético, dejaba a numerosos países en una difícil situación en el que su viabilidad futura como Estados democráticos aparecía como azarosa. De su consolidación dependía que no se creasen problemas en las fronteras de la Unión. Los precedentes de Yugoslavia, o la inestabilidad de Bielorrusia o Ucrania estaban muy próximos. La incorporación de varios países ex-comunistas a la Comunidad Europea no venía explicada por una vocación de ampliar el «mercado único» o cuestiones por el estilo, sino que venía explicada por la intención política de evitar que esos Estados evolucionasen hacia modelos inestables con riesgos de provocar una crisis en las regiones periféricas a la Unión. La tarea parece que ha resultado plenamente exitosa ya que, en lo sustancial, esos países no plantean problemas de estabilidad política y de desarrollo económico, lo cual no es, ciertamente, el caso de otros países de la Europa del Este. Pero no me importa, ahora, el destacar los resultados, sino, insisto, el poner de relieve que lo político primó sobre lo económico y sobre lo técnico. La Unión Europea actúa como una entidad política.

Me parece, pues, que la Unión Europea debe ser considerada, por su modo de actuar, como una entidad esencialmente política.

Pero estamos ante una entidad política extraordinariamente peculiar. Es evidente que no estamos ante un Estado, es claro que estamos ante una entidad supraestatal encaminada a una creciente colaboración entre sus integrantes. Sin embargo no es necesario ser un experto en cuestiones comunitarias o de Derecho internacional público para comprender que estamos ante una entidad interestatal o supraestatal distinta de otras existentes. Todos sabemos, o al menos intuimos, que la Unión Europea es algo distinto, algo más, que la ONU, la Liga árabe o la Commonwealth. ¿Qué es lo que distingue a la Unión de otro tipo de agrupaciones regionales que también pretenden una cooperación entre sus miembros? Mi respuesta es desde luego subjetiva, pero se deriva de una firma convicción: estoy persuadido que lo que diferencia a la Unión Europea de cualquier otra entidad política supranacional es que su vocación de integración no tiene límite alguno. Lo cual, si se quiere que me exprese con total claridad, no significa otra cosa que en el límite del proceso las veinticinco (o las que sean en su momento) soberanías nacionales se disolverán en una soberanía europea unitaria.

No me cuesta trabajo imaginar que un país abandone la Commonwealth, o que México se excluya del tratado de libre comercio con los Estados Unidos y Canadá, hemos visto como Libia se ha unido con otros países pretendiendo crear una entidad soberana única y luego se ha dado marcha atrás. Sin embargo, me resulta impensable que el euro desapareciese, o que la libertad de circulación en las fronteras europeas se quedase en la nada. Y ello fundamentalmente por la razón del método utilizado. No hubo un diseño teórico de integración en un acto unitario, ni tan siquiera existió un plan con un calendario en el que se irían cumpliendo etapas hacia la plena integra-Page 298ción. Es más, ni siquiera se ha admitido nunca, antes bien al contrario, que la vocación última es la plena unidad. Lo que se ha hecho es consolidar procesos integratorios con casi imposible marcha atrás. Cuando un político italiano, más o menos iluminado, propone la reintroducción de la lira como medio de pago en Italia y con la finalidad de frenar los procesos inflacionistas y de déficit público, al margen de que su propuesta no se comprende, lo que es significativo es que se ocupe de subrayar con total rotundidad que el euro debería subsistir también como medio de pago, con lo que esa neolira sería algo similar a las fichas de un casino.

Y no nos debe llevar a engaño el que no triunfe el «oui» francés o el «ja» neerlandés en el proceso...

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