Protección frente a la ofensa y defensa de la dignidad

AutorPaul Coleman
Páginas97-106

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Protección frente a la ofensa y defensa de la dignidad

Si el primer fundamento de las leyes contra el «discurso del odio» es que este tipo de discurso puede causar un perjuicio futuro —violencia o un «delito de odio»—, el segundo consiste en afirmar que es perjudicial en sí mismo, sin importar lo que pueda traer consigo. Francia, por ejemplo, prohíbe las expresiones privadas consideradas ofensivas desde un punto de vista penal.1Por lo tanto, independientemente de si el discurso puede conducir o no a una conducta futura indeseable, algunos discursos se consideran tan insultantes, ofensivos o desagradables que simplemente no pueden ser tolerados. Este capítulo examinará esta argumentación.

¿Podemos medir la ofensa ?

La creencia de que el «discurso del odio» causa un daño real al individuo y, en consecuencia, debe prohibirse está muy extendida entre las diversas legislaciones y tribunales nacionales e internacionales y las instituciones políticas en Europa.

Por ejemplo, el Comité de Ministros del Consejo de Europa aprobó una recomendación sobre el «discurso del odio» en 1997. Uno de los principios establecidos por el Comité fue que «casos específicos de discurso del odio pueden ser tan insultantes para individuos o grupos como para no disfrutar del nivel de protección que ofrece el artículo 10 [del Convenio Europeo de Derechos Humanos]». En 2003, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos sostuvo que al ejercer la libertad de expresión existe la obligación de «evitar, en la medida de lo posible, expresiones que sean innecesariamente ofensivas».3En el caso de Vejdeland vs. Suecia 4, el Tribunal reconoció que el discurso en cuestión «no recomendaba directamente a los individuos la comisión de actos de odio», pero sí contenía «alegatos graves y prejuicios» y esto era suficiente para considerarlo indigno de protección. El Tribunal declaró además que «los ataques a personas» se pueden cometer mediante el «insulto, la ri-

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diculización o la calumnia de grupos específicos de la población» y que el discurso utilizado de «forma irresponsable» puede no ser digno de protección.5Del mismo modo, en el caso de Åke Green analizado en el capítulo seis, el Tribunal Supremo de Suecia señaló que uno puede «exceder los límites de una discusión responsable y basada en hechos», momento en el cual puede llegar a ser penalmente responsable ya que el discurso podría ser «percibido como ofensivo».6Esta línea de razonamiento no es nueva. En 1961 durante las negociaciones de la ONU sobre el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el delegado de Yugoslavia subrayó la importancia de prohibir «manifestaciones de odio que, incluso sin generar violencia, constituyan una degradación de la dignidad humana y una violación de los derechos humanos».7Un siglo antes ,Thomas Macaulay, legislador del Código Penal de la India de 1860, escribió en relación con la población india: «tal vez no haya un país en el que se inflija un sufrimiento más cruel y un resentimiento más letal provocado por perjuicios que afectan únicamente a los sentimientos».8Este razonamiento condujo a la promulgación de las leyes de blasfemia de la India, que finalmente se transmitieron a Pakistán y otros lugares. Hoy, tales leyes de blasfemia son utilizadas de manera infame para encarcelar a aquellos que discrepan de la religión mayoritaria.

En resumen, la proposición de que ciertos discursos son tan insultantes u ofensivos que deben prohibirse se ha convertido en mayoritariamente aceptada en Europa. Tan grave se considera el daño causado que se compara a un ataque a la integridad física de un individuo, algo que protegemos casi a toda costa.9Ante esto debemos preguntarnos: ¿en qué punto el lenguaje se vuelve tan ofensivo que es equiparable a golpear a alguien? ¿Y cómo sabemos en qué momento se cruza esa línea? Después de todo, el odio o la ofensa «no es en absoluto como un puñetazo en la cara, una puñalada en el estómago o el robo de tu coche».10Estos no requieren ninguna inferencia; si golpeas a un hombre, no tienes ninguna duda de que, de hecho, lo golpeaste. Sin embargo, no se puede decir lo mismo con respecto a la ofensa. Como dijo Jon Gower Davies: «No es tan fácil saber cuándo te han odiado —o, de hecho, cuándo tú mismo has odiado—, y por cuánto tiempo, hasta qué punto y con qué efecto».11Por lo tanto, incluso si en teoría se aceptara que algún discurso debería prohibirse porque es simplemente demasiado ofensivo para los individuos o para el público en general, ¿es siquiera posible distinguir entre el discurso ofensivo y el permitido?

El daño mental o emocional es, por su propia naturaleza, menos cierto y diferente al daño físico. Esto explica que, en el derecho penal inglés, por ejemplo, aunque se ha aceptado que el daño psicológico constituya un «daño corporal real», debe demostrarse que se trata de una condición psicológica médicamente reconocida.12Además, a diferencia del daño físico, el concepto de «ofensa» se transforma

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con los cambios sociales. Las palabras que una vez fueron inofensivas ahora pueden considerarse extremadamente ofensivas y viceversa. Tales cambios no se deciden por votación ni son el resultado de una encuesta, sino que, en un momento indeterminado —y por el influjo de las élites políticas y sociales—, ciertas palabras se transforman y pasan de considerarse aceptables a inaceptables; y cuando esa transformación ocurre en países que tienen leyes contra el «discurso del odio» puede significar la diferencia entre la libertad y la responsabilidad penal.

Por el contrario, otros delitos que buscan proteger a las personas de daños no son socialmente relativos. Por supuesto, a medida que el mundo cambia y la tecnología avanza, el ámbito de aplicación de varios tipos delictivos puede ir adaptándose a través del proceso legislativo o el desarrollo jurisprudencial, pero el punto en el que nace la responsabilidad penal no es una noción fluida y misteriosa determinada por los caprichos de la cultura predominante. Sin embargo, las leyes contra el «discurso del odio» imponen a todos los ciudadanos la responsabilidad de mantenerse al día con lo que es socialmente aceptable e inaceptable para evitar la posibilidad de sanción penal. No obstante, ¿cómo se espera de los ciudadanos que sepan con algún grado de certeza lo que está permitido y lo que no cuando ni siquiera los tribunales y los encargados de hacer cumplir la ley lo tienen claro?

La distinta suerte de los predicadores callejeros de Inglaterra sirve como ejemplo útil. En páginas anteriores consideramos la situación de cuatro predicadores callejeros que declararon públicamente que la práctica de la homosexualidad era pecaminosa. Los cuatro hombres recibieron una indemnización compensatoria por el arresto policial, considerado improcedente. Otros predicaron un mensaje similar y fueron liberados sin cargos o sus casos fueron desestimados. De hecho, en la última década, de todos los predicadores callejeros ingleses arrestados por mencionar la homosexualidad en su predicación pública, solo uno parece haber sido condenado y murió antes de que la sentencia fuese firme.13Por lo tanto, dado que la policía tiene dificultades para discernir qué está permitido decir y qué no en las calles de Inglaterra ¿cómo pueden saberlo los ciudadanos? ¿Cómo podemos identificar dónde está la frontera entre lo aceptable, lo inaceptable y lo criminal?

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha intentado establecer una distinción entre el discurso «gratuitamente ofensivo» —indigno de protección— y el derecho a «ofender, conmocionar o perturbar»,14una frase que se repite en las resoluciones de sus casos de libertad de expresión. Pero ¿dónde está el límite entre simplemente «ofender» a alguien y «ofenderlo gratuitamente»? La ficha técnica del Tribunal —de carácter confidencial— afirma que es «cauto al distinguir en sus conclusiones entre, por un lado, la incitación grave...

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