Prometeos Postmodernos: El ADN en el cine de los últimos años

AutorRicardo García Manrique
CargoUniversidad de Barcelona
Páginas93-103

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1. Imágenes del futuro

El cine de los últimos cuatro o cinco años nos ha dejado varias películas en el que el ADN tiene un papel significativo. No se trata de películas precisamente optimistas, sino más bien todo lo contrario. En vez de ilustrar los muchos beneficios que el conocimiento, uso y manipulación del ADN está deparando ya y podría deparar en el futuro, esas películas nos asustan con desarrollos y resultados que son como mínimo inquietantes. Como varias de esas películas pertenecen a lo que podemos llamar ciencia ficción, uno podría decirse que se trata aquí de la tradicional tendencia al catastrofismo que caracteriza a buena parte de ese género, que nos gusta sentarnos en la oscuridad de la sala de cine y pasar un buen rato de miedo y que los productores y directores dejan de lado la realidad y lo razonable para estimular esa aprensión que lo nuevo y lo desconocido generan en la mayoría de la gente. Desde luego, algo o bastante hay de esto, y si solo fuera esto, acaso no habría que hacer mucho caso de las historias que estas películas nos cuentan y deberíamos limitarnos a divertirnos de esa manera tan peculiar que consiste en asustarse mucho. Sin embargo, yo creo que hay algo más que mera explotación de los sentimientos más o menos irracionales que albergamos en relación con lo que todavía no conocemos bien, y que ese algo más está en la raíz del malestar que suscitan las historias que se nos cuentan. Veamos.

Splice es una película de 2009 dirigida por Vincenzo Natali y protagonizada por Adrian Brody y Sara Poley. El verbo inglés "splice" puede traducirse por "empalmar" o "unir", y eso es lo que hacen los dos científicos protagonistas (pareja sentimental por lo demás) con el ADN de distintas especies animales para crear especies nuevas con fines terapéuticos. De hecho, es una poderosa empresa farmacéutica la que financia su costosa investigación. Tienen éxito y crean una criatura ciertamente fea y desagradable, pero que parece ser que será útil a dichos fines. Ya inquieta la visión de la criatura en cuestión, una especie de babosa gorda y amorfa, de considerable tamaño, pero más inquieta la ambición investigadora de la doctora Elsa Kast, que por su cuenta y riesgo, esto es, yendo más allá del mandato de la empresa promotora y seguramente de los protocolos al respecto, decide dar un paso más y mezclar el ADN de las nuevas babosas con el suyo propio, en contra también de la opinión de su colega y compañero, el doctor Clive Nicoli, que parece menos ambicioso y más cauto, pero al que no queda más remedio que dejarse arrastrar al experimento. Yo no sé si esta distribución de roles pretende dar cuenta de la nueva feminidad contemporánea o es una instancia más de la historia de la manzana y del árbol del bien y del mal. Sea como sea, el caso es que será el propio Nicoli el que al final saldrá más perjudicado, muy perjudicado. La nueva criatura no es, por suerte, una mezcla de babosa y ser humano, sino una especie de mezcla entre, qué diría yo, canguro sin pelo de cintura para abajo y bella mujer de cintura para arriba (es la muy atractiva actriz francesa Delphine Chanéac la que da vida al engendro, objetivamente mucho más peligroso que la babosa inicial pero subjetivamente mucho menos desagradable, y es que lo antropomorfo nos es próximo, claro, y nos relaja). Como era de esperar, Dren, pues este es su nombre, resulta ser una criatura bastante inteligente e incluso seductora. Crece de manera inusualmente rápida, signo de los tiempos veloces que vivimos, y en poco tiempo se convierte en... iba a decir una guapa jovencita, por lo menos si nos olvidamos de sus extremidades inferiores y de su larga cola, que acaba en un mortífero aguijón, indicio de una agresividad latente que ya habían mostrado de manera muy clara las babosas en la

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película y los seres humanos no han dejado de mostrar a lo largo de su convulsa historia. Lo suficientemente guapa y en efecto seductora como para, ¿ya se lo imaginan?, captar el interés del doctor Nicoli, que sucumbe por segunda vez ante la iniciativa femenina. Fastidia un poco la debilidad de este científico, aunque no deja de ser comprensible, ser humano al fin y al cabo y para más señas del género masculino. Todo esto, por cierto, tiene lugar en secreto y en contra de los deseos de la compañía farmacéutica, no vayamos a atribuir todos los males a los ejecutivos insaciables y desaprensivos, más lo son en esta historia los propios investigadores. La nueva especie tiene una peculiaridad que también poseían las babosas, y es su capacidad endógena para cambiar de sexo. Las babosas tenían un pase, y es lo bien que se llevaban entre sí (habían creado dos, una macho y otra hembra, Fred y Ginger las llamaron), como mostraban los arrumacos que se prodigaban mutuamente, hasta que una de ellas cambió de sexo (no queda claro cuál, y quizá mejor no saberlo con certeza, pero parece que es Ginger la que cambia) y, establecida la relación homo, la cosa acabó como el rosario de la aurora cuando la agresividad dejó de ser potencial para pasar a ser muy actual y las carantoñas dieron paso al uso de los aguijones. Al menos, la cosa quedó entre ellas, pero cuando la señorita Dren cambia de sexo a su vez y se convierte en un macho agresivo, serán sus creadores los que sufran las consecuencias, bien que de modo muy distinto. Con una agresividad sin duda muy masculina, la criatura matará al que ahora considera su competidor y tomará posesión forzada y carnal del objeto de su deseo y carne de su carne (un incesto muy peculiar, sí), aunque morirá a su vez a manos del científico al que ha herido de muerte, todo muy simultáneo como se ve. El resultado es una científica ambiciosa, embarazada y viuda (¿podríamos decir por partida doble?), que, esta vez sí con el apoyo de los ejecutivos de la empresa farmacéutica, decidirá llevar a delante la gestación y a ver qué pasa.

Ya podríamos preguntarnos acerca de qué se nos ha querido transmitir con esta historia y de qué es lo que nos inquieta de ella, pero esperemos un poco y antes tomemos en consideración otras dos películas que aparecieron muy poco tiempo después. En 2010, se estrenó Never Let Me Go (o Nunca me abandones), basada en la novela homónima de Kazuo Ishiguro, escritor británico de origen japonés, dirigida por Mark Romanek y protagonizada por Carey Mulligan, Andrew Garfield, Keira Knightley y Charlotte Rampling (sí, la misma actriz de Portero de noche, y tan enigmática y turbadora como hace cuarenta años). El argumento se parece mucho al de la La isla, película de 2005 que ya tuve ocasión de comentar por escrito hace algunos años, aunque el tono y ambientación de la historia son muy distintos. En ambos casos se trata de la clonación de seres humanos con el fin de convertirlos en fuente de provisión de órganos para trasplantes, pero si La isla es básicamente una película de acción ambientada en un entorno futurista, Never let me go es una película intimista y reflexiva ambientada en la Inglaterra contemporánea, la que todos conocemos. Otra diferencia importante es que los clones de La isla no saben que lo son, ni cuál es su destino, y el argumento se basa en que dos de ellos lo descubren accidentalmente y tratan de librarse de él. En cambio, los clones de Never Let Me Go son conscientes de lo que les espera, a saber, sucesivas extracciones de sus órganos (dos, tres, no muchas más) hasta acabar su vida en un plazo más bien corto, en plena juventud. Y los protagonistas no tratan de evadir su destino sino que se conforman con él. En este caso, el hilo argumental gira en torno a una creencia difundida entre los clones según la cual, si dos de ellos demuestran haber establecido una relación afectiva genuina, se ganarán un tiempo de vida adicional,

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una especie de premio a su mayor humanidad. No importa mucho ahora que esa creencia sea verdadera o falsa, sino la premisa en la que...

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