Prólogo

AutorLaura Salamero Teixidó
Páginas9-17

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I

No puede decirse ciertamente que la autorización judicial de entrada sea una institución central dentro del sistema de garantías que ofrece el Derecho administrativo español, pero tampoco que sea una cuestión tan periférica o marginal como para que se justifique el escasísimo aprecio por la misma que ha mostrado hasta el momento nuestro legislador al dedicarle un tratamiento tan exiguo y precario que refleja una actitud que bien podría calificarse como desdeñosa. Lo cual contrasta poderosamente con la inmensidad inabarcable de la prosa que dedican habitualmente nuestros boletines oficiales a muchos otros temas de muy variada naturaleza y trascendencia social, pero de menor calado institucional; prosa que ha adquirido en los últimos tiempos mayor profusión si cabe en relación con todas las cuestiones que tienen que ver con la difícil situación de emergencia económica que ha vivido nuestro país y que ha obligado a los Gobiernos a impulsar una amplia batería de reformas legislativas. De modo que hemos pasado de un legislador «motorizado», según la expresión que se generalizó hace algunos años, a un legislador «compulsivo», dicho sea con todo respeto y comprensión hacia quienes han tenido que gestionar una situación política plagada de retos que no admitían respuesta desde el deseable clima de sosiego y reflexión, sino que imponían unos tiempos de actuación extremadamente breves.

Los preceptos que conforman el tratamiento legal de la autorización judicial de entrada no sólo son escuetos en su formulación —lo que podría resultar de agradecer si, además de concisos, fueran acertados— sino que adolecen de un claro «déficit» de elaboración, resultando patente en ellos una redacción poco cuidada que refleja incluso una cierta improvisación

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o ligereza al abordar una cuestión que, aunque pueda considerarse menor dentro de los cuerpos legales en los que se inserta, no deja de tener una indudable relevancia en la práctica cotidiana de nuestras Administraciones Públicas y de los Juzgados y Tribunales de la Jurisdicción contencioso-administrativa.

Esta situación de precariedad regulatoria, que se da tanto en términos cuantitativos como cualitativos, tiene que ver sin duda con el camino atí-pico a través del cual esta institución nació y tomó cuerpo en la escena de nuestro ordenamiento administrativo, que no fue otro que una determinada posición interpretativa adoptada por nuestro Tribunal Constitucional en su Sentencia 22/1984, de 17 de febrero (BOE de 9 de marzo), publicada por tanto hace ahora treinta años. Una sentencia ésta que, de manera un tanto sorpresiva, descubrió en el art. 18.2 del texto constitucional una exigencia que hasta ese momento estaba completamente ausente del entendimiento común que desde la doctrina y nuestros operadores jurídicos se venía haciendo del derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio: la necesidad de una específica autorización judicial para la ejecución forzosa de los actos administrativos que conllevan una entrada domiciliaria. Con esta tesis, el Tribunal Constitucional vino a sacar a las resoluciones judiciales contempladas en dicho precepto constitucional de lo que hasta entonces había sido su campo de aplicación natural —que no era otro que el de los registros domiciliarios, esto es, las entradas inquisitivas y sorpresivas realizadas en los domicilios particulares al objeto de recabar información en procedimientos de investigación criminal o de inspección administrativa—, para abarcar también a las entradas vinculadas al desalojo de quien ha dejado de ser ocupante legítimo de una vivienda y se le ha dado la oportunidad de evitar los impactos negativos que sobre su intimidad pudieran derivarse de ese desalojo.

La conclusión aludida podía encontrar apoyo, ciertamente, en la formulación del art. 18.2 del texto constitucional, cuya contundencia y falta de matices ofrecía en efecto una base al respecto desde una aproximación lite-ralista al mismo, pero no faltaban caminos interpretativos cuya utilización por el Tribunal Constitucional hubieran podido evitar llegar a una posición tan alejada de nuestra tradición jurídica y de la intención que los propios constituyentes tenían en mente, tal como la doctrina puso de relieve en su momento.

Este innovador pronunciamiento jurisprudencial obligó al legislador ordinario a «moverficha» con carácter inmediato, pero éste lo hizo con un tratamiento de la cuestión absolutamente minimalista, limitado a especificar cuál era el juez competente para autorizar las entradas domiciliarias en ejecución de actos administrativos —los juzgados de instrucción en un primer momento (1985), y los juzgados de lo contencioso-administrativo a partir de su creación (1998)—y a añadir una frase enigmática e innecesaria de carácter ampliatorio en virtud de la cual la autorización judicial de

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entrada en ejecución de actos alcanza no sólo a las entradas en espacios domiciliarios sino también a las que se produzcan en los «restantes edificios o lugares cuyo acceso requiera el consentimiento del titular». Y prácticamente nada más se dispuso sobre esta competencia de nuestros órganos jurisdiccionales, que quedó incorporada a cuerpos legislativos extensos (la Ley Orgánica del Poder Judicial y la Ley reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa) cuyo foco de atención se sitúa en muchas otras cuestiones de mayor relevancia política y jurídica que dejaron en un terreno muy marginal a la cuestión que nos ocupa; lo cual se evidencia en el hecho de que no mereciera explicación alguna por parte de las correspondientes...

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