Prólogo

AutorJosé Antonio Escudero López
Cargo del AutorCatedrático y Académico
Páginas13-16
PRÓLOGO
La veneranda imagen de la Administración Pública, que se avista en el hori-
zonte de la Historia desde que la tribu dio paso a una sociedad dotada de fines
públicos, se ha manifestado siempre en tres planos de lo central, territorial y
local. Así, cuando emerge el Estado –¡quién sabe cuándo!– se vislumbra arri-
ba, en el otero de la sociedad política, la autoridad central de quien gobierna
ese Estado en su totalidad, es decir, el rey y los ministros, personajes de ordi-
nario encubiertos e inalcanzables durante siglos a los súbditos de a pie. Amedia
ladera, en una perspectiva ya ni demasiado corta ni demasiado larga, se extien-
den las circunscripciones territoriales, regidas por gentes comúnmente desco-
nocidas, pero que alguna vez se hacen presentes a los administrados en epifa-
nías esporádicas, benéficas o nefandas. En el valle recoleto y recogido, en fin,
se alza el reducto de lo local, marcado por la convivencia de gobernantes y
gobernados, que aquí son ya simplemente vecinos y convecinos. Se da así una
peculiar majestad en la Administración central; un eclecticismo indefinido e
indefinible en la territorial, y una familiaridad intimista en la local.
Ahora bien, desde una perspectiva de análisis y estudio, cual conviene a los
libros, no parece descaminado afirmar que así como la Administración central
constituye una realidad suficiente y autónoma; la territorial y la local son vica-
rias una de otra, y a menudo se solapan y entremezclan. Las autoridades terri-
toriales, como es notorio, han mandado siempre de alguna forma en municipios
y núcleos poblados, porque entre otras cosas la auctoritas aplicada a árboles,
nubes o campos, amén de resonancias bucólicas, es poco más que un bello ente
de razón. Y a su vez, los jerarcas municipales han prolongado siempre su auto-
ridad –extramuros del oppidum o de la urbs, y de los hombres que en ellas
viven y mueren– al entorno más o menos lejano de esos reductos y poblacio-
nes, es decir, a lo que históricamente se ha llamado alfoz, término municipal o
de cualquier otra manera. Y como ese entorno ha sido unas veces amplio, y
otras incluso muy amplio, alcaldes y regidores han venido desempeñando siglo
a siglo el oficio subrepticio de mandamases territoriales.
Esto –la autonomía de lo central y la interdependencia recíproca de lo terri-
torial y local– es más o menos así. Y para que se vea que es más o menos así,
si es que no se ha visto ya, bastará recordar que nuestra primera gran Constitu-
ción, naturalmente, la andaluza, dedicaba un título –el IV– a la Administración
central, al rey y a los ministros, y otro –el VI– al “gobierno interior de las pro-
vincias y de los pueblos”. O que la última Carta Magna, la felizmente reinante
de 1978, trata en su título IV “Del Gobierno y de la Administración”, y en el VIII
“De la organización territorial del Estado”, donde un capítulo es consagrado a
la Administración local y otro a las Comunidades Autónomas.
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