sociales, morales o religiosos.
Los principios generales del Derecho deri-
van, induciéndose de ellas, de las normas
jurídicas vigentes en un determinado
momento y país; constituyen por ello el ver-
dadero espíritu de las leyes. Por tanto, tales
principios son inmanentes al Derecho; no
constituyen algo ajeno y superior a éste, algo,
en definitiva, trascendente al Ordenamiento
jurídico. No cabe, pues, pensar que se trate de
unos principios suprajurídicos que marquen
al Derecho su deber ser34. Si, en una hipótesis
revolucionaria extrema, se derogara en su
integridad el Ordenamiento de un país, des-
aparecerían al tiempo los principios genera-
les de ese Ordenamiento. Cuestión distinta es
que el legislador incorpore a las normas que
apruebe valores ético-sociales, anteriores a
las normas, juridificándolos. Lo que el intér-
prete de la norma no puede hacer –sea juez,
autoridad administrativa o cualquier otro
aplicador de la ley– es inventar principios
generales so pretexto de que se está limitan-
do a descubrirlos. Pues ésta es la única fun-
ción del intérprete (y, por tanto, del Juez
como intérprete investido de autoridad) con
relación a los principios generales del Dere-
cho: descubrirlos, no en el mundo de las ideas
ético-político-sociales (y menos aún en el
mundo subjetivo de sus ideas y creencias per-
sonales), sino en el ámbito del Derecho vigen-
te mismo.
En cuanto a su significación aplicativa, los
principios generales del Derecho cumplen la
función de integrar lagunas de regulación no
cubiertas expresamente por la ley (u otra nor-
ma jurídica) y de servir como criterios inter-
pretativos en la aplicación del Derecho. Pero
tal integración e interpretación se nutren de
la sustancia misma del Ordenamiento jurídi-
co vigente, sin que el intérprete pueda acudir
lícitamente a valores o criterios ajenos a
aquéllos en los que el propio ordenamiento se
funda.
Mientras que durante una larga etapa his-
tórica el Derecho se fundamentó en principios
de Derecho Natural (Derecho divino primero,
y luego Derecho racional)35, la Revolución
francesa ocasiona un radical cambio axiológi-
co, que sustituye, como fundamento del Dere-
cho, la Ley eterna por la voluntad general,
proceso que desemboca, con el positivismo
jurídico, en la consideración de los principios
generales como expresión última de la volun-
tad de la ley. Los valores presentes en los
principios generales son, sencillamente, los
valores que inspiran al Ordenamiento jurídi-
co. Cuestión distinta es que el legislador, en
un sistema democrático, deba adecuar sus
normas a la conciencia social dominante, bien
entendido que esta conciencia no es la fuente
directa de los principios generales, sino un
mero conjunto de ideas y creencias morales,
sociopolíticas e incluso de política del Dere-
cho, que en tanto no cristalicen en normas, no
podrán alumbrar dichos principios. De prin-
cipios generales del Derecho sólo podrá
hablarse, pues, cuando aquellas ideas y cre-
encias hayan sido asumidas efectivamente
ALFREDO MONTOYA MELGAR
27
REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO E INMIGRACIÓN 88
34 Esta es la clásica concepción mantenida por F. DE
CASTRO Y BRAVO: Derecho Civil de España, Madrid, Civi-
tas, págs. 419-420: los principios generales del Derecho
son «las ideas fundamentales e informadoras de la orga-
nización jurídica de la Nación»; «…el concepto de los
principios generales impone su subordinación a los
mandatos eternos de la Justicia, al sentimiento perma-
nente nacional y a los fines constructivos del Estado».
35 Una reveladora muestra de la búsqueda de legiti-
mación trascendente del poder y el Derecho la encon-
tramos, entre otros innumerables ejemplos que podrían
traerse a colación, en las palabras de Carlos I a las Cortes
de Santiago de Compostela de 1520: «Se equivoca
quien cree que por medio de hombres o riquezas, por
estratagemas o medios ilegales, puede hacer que el
imperio del mundo entero caiga en su poder. Pues el
imperio sólo procede de Dios». Tan idealista proclama
contrasta con la maquinaria financiera puesta en marcha
para convencer a los siete electores imperiales a favor de
Carlos. «Está más claro que el agua –manifestó en 1523
sin contemplaciones al emperador su banquero, Jacob
Fugger– que, de no ser por mí, no habríais conseguido la
corona del Sacro Imperio Romano» (cfr. H. THOMAS: El
Imperio Español. De Colón a Magallanes, Barcelona, 4ª
ed., 2003, págs. 509 y 483).