Principio de legalidad y autonomía de la voluntad en la contratación pública

AutorManuel Rebollo Puig
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Administrativo. Universidad de Córdoba (España)
Páginas41-59

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Es para mi una gran satisfacción participar en este Vº Congreso Luso-español de Profesores de Derecho administrativo. Si su sola realización y la excelente organización es ya justificación suficiente de esa satisfacción, el que se me haya confiado una ponencia, teniendo en cuenta la altura de los participantes y de los cuatro anteriores Congresos, hace que esa satisfacción sea plena y que no pueda menos que comenzar por agradecer a todos los organizadores, muy especialmente a la Profesora Elisenda Malaret, la invitación. Sobre todo me agrada la posibilidad de conocer mejor la doctrina portuguesa cuyas aportaciones, como era presumible y hemos ya comprobado, tan útiles nos pueden resultar para nuestras propias construcciones. Pero todo esto aumenta también mi responsabilidad y mi deseo de, ya que no de estar a la altura de las circunstancias y de los demás ponentes, porque eso no está al alcance de mis posibilidades, sí, al menos, aportar una orientación útil sobre el tema que se me ha confiado. Para ello me limitaré a referir la situación en España en aquellos elementos más esenciales que puedan tener interés para la comparación de nuestros sistemas. Y, como la cuestión es esencialmente teórica, trataré sobre todo de ofrecer el panorama de nuestra doctrina para lo que, por cierto, como tendrán ocasión de comprobar, hay que acudir fundamentalmente a los trabajos de los Profesores presentes en esta sala que en sus comunicaciones e intervenciones podrán completar mi modesta síntesis.

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I Planteamiento y objetivo

Como, a diferencia de las novelas policíacas, no es descortesía en este tipo de exposiciones desvelar al principio el desenlace, proclamaré desde ahora la conclusión: no hay autonomía de la voluntad de la Administración sino principio de legalidad de la Administración, principio que, entre otras cosas, expresa una posición de la Administración muy distinta a la que significa la autonomía de la voluntad.

Parecen objeciones a lo que categóricamente se acaba de afirmar la existencia de negociaciones, pactos, convenios y contratos en los que es parte la Administración pública. Sobre todo a la vista de proclamaciones legales como las del artículo 4 de la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas (Real Decreto Legislativo 2/2000, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas; en adelante, LCAP):

Artículo 4. Libertad de pactos. - La Administración podrá concertar los contratos, pactos y condiciones que tenga por conveniente, siempre que no sean contrarios al interés público, al ordenamiento jurídico o a los principios de buena administración y deberá cumplirlos a tenor de los mismos, sin perjuicio de las prerrogativas establecidas por la legislación básica a favor de aquélla.

Este precepto, común a los contratos administrativos y a los contratos privados de la Administración y con precedentes casi idénticos en la anterior legislación de contratos del Estado (artículo 3 -y antes de 1973, artículo 10- de la Ley de Contratos del Estado de 8 de abril de 1965) y en la legislación local (artículo 111 del Texto Refundido de las disposiciones legales vigentes en materia de Régimen Local de 1986), es aparentemente similar al capital artículo 1255 del Código Civil donde se condensa la idea misma de autonomía de la voluntad: «Los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral, ni al orden público».

La admisión por el artículo 88 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (Ley 30/1992, modificada por Ley 4/1999; en lo sucesivo LAP) de la llamada terminación convencional de los procedimientos administrativos parece también un grave obstáculo o, por decirlo de manera positiva, parece una prueba de la existencia de auto-nomía de la voluntad administrativa extendida, incluso, a ámbitos donde tradicionalmente nadie se la reconocía. Y, en último término, hasta la posibilidad de transacciones, o sea, de pactar soluciones a los conflictos sin aplicar estrictamente la legalidad, predispone en la misma dirección.

Trataremos de demostrar que, pese a todo esto, la Administración pública no tiene autonomía de la voluntad en ningún caso. Y que, por ser así, hay que explicar estos fenómenos administrativos de los pactos, convenios, contratos, transacciones... de otra manera distinta y no como manifestaciones de la autonomía de la voluntad de la Administración pública. Hay, más bien, peculiares manifestaciones de la discrecionalidad administrativa. Esta explicación también conduce a reducir esta posibilidad de las Administraciones públicas. Pero lo que pretendo con la

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exposición que sigue no es tanto reducir las posibilidades de actuación de la Administración como explicarlas de una forma en la que quede excluida la idea de auto-nomía de la voluntad por considerar que es incompatible con la posición y sentido de la Administración, que no cabe de ninguna forma predicarla de la Administración pública y, sobre todo, porque rompe la construcción armoniosa del Derecho administrativo asentada sobre el principio de legalidad. Dicho de otra forma: no se pretende cambiar el Derecho administrativo vigente sino explicarlo de la forma que se considera más adecuada, aunque indirectamente esto también tiene algunas consecuencias prácticas.

II El concepto y la teoría de la autonomía de la voluntad surgidos y desarrollados en el derecho civil bastan para excluir su aplicación a las administraciones públicas

La afirmación tajante con la que hemos comenzado se puede sustentar desde la misma doctrina de la autonomía de la voluntad. Incluso antes de adentrarse en consideraciones sobre lo que significa el principio de legalidad administrativa, el concepto y significado de la autonomía de la voluntad es suficiente para comprender que no tiene sentido predicar tal autonomía de la Administración. Veamos esto en primer lugar.

La autonomía privada, o autonomía de la voluntad en sentido amplio, tiene, según se explica, dos vertientes: la autonomía dominical, que es el poder de la voluntad referido al uso, goce y disposición de bienes, facultades y derechos subjetivos, y la autonomía de la voluntad en sentido estricto que es el poder atribuido a la voluntad respecto a la creación, modificación y extinción de las relaciones jurídicas. En ambas vertientes, la autonomía privada comporta reconocer valor y efectos a la voluntad de la persona, y por ello puede llamársele autonomía de la voluntad en sentido amplio.

También la Administración tiene voluntad y hace o emite declaraciones de voluntad que igualmente tienen reconocimiento y valor jurídico. También respecto a la Administración pudiera verse algo similar a la autonomía dominical (en tanto que su voluntad decide el uso, goce y disposición de sus bienes) y a la auto-nomía de la voluntad en sentido estricto (pues su voluntad crea, modifica y extingue relaciones jurídicas). Pero esto supone ver sólo la apariencia más superficial. Porque la autonomía privada es sólo la consecuencia o el reflejo jurídico doctrinal de algo mucho más profundo e importante, de la misma concepción de la persona. Así se admite y explica siempre. Y esto es realmente lo más importante. Sírvanos de guía la exposición de un gran civilista, Lacruz Berdejo:

El modelo liberal del Derecho privado (que es el que en mayor o menor medida ha existido desde el Derecho Romano y no sólo en el Estado liberal) presupone, en principio, que el hombre puede y debe decidir libremente acerca de sus propias incumbencias. Él estimará cuáles son los fines que pretende alcanzar en cada caso,

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y escogerá los medios adecuados para ello: el Derecho es un instrumento al servicio de la realización personal de cada vida humana. Frente a esta concepción se presenta, como hipótesis, la de un ordenamiento que programase la existencia de los some-tidos a él; que adoptase, en lugar suyo, todas las resoluciones que imprimen un rumbo a su vida... El individuo en un tal sistema, sería una suerte de autómata siguiendo las líneas trazadas de antemano por un poder externo, y por tanto sin posibilidad de gobernar su propia existencia o sólo en detalles secundarios...

Pero nadie puede decir nada similar de la Administración pública. Nadie osará decir que el Derecho parte de que la Administración «puede y debe decidir acerca de sus propias incumbencias» y hasta cabe negar que la Administración tenga sus propias incumbencias. Inconcebible es que alguien, por muy despistado que ande, afirmara que la Administración «estimará los fines que pretende alcanzar en cada caso y escogerá los medios adecuados para ello». Y ni en la época de las Monarquías absolutas y el Estado de Policía nadie habría afirmado que el Derecho es un instrumento de realización personal del Rey o de las demás autoridades. Al contrario, y utilizando las mismas palabras de Lacruz, sí que se puede decir que el ordenamiento, en mayor o menor medida, «programa la existencia» de la Administración, «imprime un rumbo a su vida» y, por lo menos en algunos ámbitos, no se tendría inconveniente en convertirla en una autómata...

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