Presentación

AutorWayne Morrison
PáginasIX-XXIV

El presente libro del profesor de la Escuela de Derecho Queen Mary, de la Universidad de Londres, no ha sido objeto de la atención que merece en los ámbitos académicos de los países centrales, lo que no puede llamar la atención, en razón de que modifica el eje epistemológico de la criminología y, además, resulta incómodo para un poder que hereda el colonialismo genocida.

Mientras el derecho penal se obstina en asignar al poder punitivo funciones excelsas —la mayoría de las cuales sólo son producto de la imaginación de los penalistas— y la criminología se convierte en un saber administrativo destinado a tranquilizar al barrio alarmado por el populacherismo mediático, hay autores que se vuelven molestos —como Garland, Wacquant, Simon, Stanley Cohen y otros muchos— y, como si esto no fuese suficiente para los teóricos de campanarios provincianos, aparece Morrison y les recuerda que nunca se ocuparon del más grave de todos los crímenes y, para colmo, les agrega que es casi imposible que lo hagan porque el marco de poder en que actúan se lo impide.

Es obvio que, por las apuntadas razones, el libro está destinado a despertar mayor interés entre los especialistas que nos movemos en la periferia del poder planetario, pues nos abre una perspectiva que el saber central no muestra habitualmente. Por otra parte, la posición periférica tiene algunas ventajas, como la de moverse en un marco de poder académico mucho menos rígido.

1. El núcleo de la obra

Morrison plantea la necesidad de una criminología global en un mundo globalizado y, por ello, desde el comienzo advierte que si bien su trabajo es descriptivo, dado que resume la historia de la criminología, también es prescriptivo, porque pone de relieve la necesidad de un replanteo frente al mundo global.

Este mundo global se instaló como una celebración del triunfo del liberalismo y la democracia —o la modernidad— en todo el planeta, consecuencia de la crisis implosiva del bloque soviético, y con pretensiones de agotar la historia. Sin embargo, la historia sigue y el autor apela al recordado mito platónico de la caverna para salir a la luz y reclamar una criminología que, por ser global, no puede dejar fuera el genocidio —que es

la tesis central de la obra—1sin dejar de tener en cuenta las reacciones de quienes permanecen dentro de la caverna. Sin duda, está planteando la necesidad de una drástica revisión epistemológica.

La primera evocación es de Hobbes, con su distinción entre el espacio civilizado y el no civilizado (o en guerra de todos contra todos), en que el último se cernía como amenaza para el primero. Morrison podría haber citado también a Kant, que un siglo más tarde reivindicó lo mismo y legitimó la coerción sobre el incivilizado amenazador por su sola presencia.

De esta delimitación parte el autor para destacar la importancia del 11 de septiembre de 2001, que no depende del número de víctimas, sino de que el espacio civilizado fue invadido por el incivilizado. Esta irrupción tuvo lugar en el corazón de la mayor nación del globo —el Leviatán contemporáneo—, donde imágenes de miedo y riesgos desconocidos reemplazaron a las del moderno espacio civilizado.

El World Trade Center, a diferencia del Empire State Building —que es un alarde imperial—, era la representación del mundo funcional y utilitarista de la globalización. Su construcción simbolizó al mismo tiempo un renacimiento de Nueva York, paralelo a la instalación del célebre lema político de la tolerancia cero. El WTC era el máximo exponente de la tecnología y la seguridad. El ataque convirtió de repente en tercer mundo al espacio civilizado. Morrison afirma que muchos desposeídos pudieron lamentar las vidas humanas perdidas, pero gozar del espectáculo de un poder invadido.

Con el crimen de 2001, los residentes de este espacio civilizado súbitamente tomaron conciencia del universo externo, lo que fue impactante, pues Estados Unidos había sido muy afortunado en cuanto a catástrofes en su propio territorio, dado que la geografía les había permitido intervenir en conflictos traumáticos pero sufridos en lugares lejanos.

A partir del 11 de septiembre, la administración de Bush reforzó su escaso prestigio originario con un discurso en el que la guerra y el crimen se mezclan y, por consiguiente, los límites entre el control interno y externo se volvieron porosos. A partir de ese momento, la guerra al terrorismo desdibujó la demarcación hobbesiana, con la guerra a Irak y las que siguen hasta el presente, sin que la mayor legitimidad de origen de la actual administración le haya permitido modificar esta línea, que continúa aplicando un doble estándar de comportamiento, pues actúa frente a otros civilizados de modo diferente que con los incivilizados, con los que practica una lucha en la jungla.

En paralelo con el fin de la historia, se pretende hacer desaparecer también la historia de la criminología, dando nacimiento a una criminología burocrática, que no necesita la iluminación de la historia ni menos de la filosofía. Morrison no lo dice, pero puede pensarse que el derecho penal camina por una vía análoga en los últimos años, perdido cada día más en una técnica que corta cabellos en el aire, pero sin preguntarse a qué cabellera pertenecen.

Morrison afirma que el presente se caracteriza por una vuelta de la emocionalidad, un nuevo popularismo, politización, un sentido de crisis, un sentido de normalidad de altas tasas de criminalidad, una nueva relación del crimen con los medios masivos, una pérdida de confianza en la pericia del Estado de Bienestar. Citando a Garland afirma que, en tanto que la criminología que proviene del siglo XIX y entra en el XX requería más bienestar y racionalidad social, la nueva requiere mayores controles y disciplina. Sería muy interesante complementar esta observación con la tesis central del libro de Simon: la criminología anterior pretendía apuntalar un Welfare State incluyente, en tanto que la actual aspira a entronizar un Estado gendarme excluyente.2 De allí habría un solo paso hacia la íntima vinculación del poder punitivo con la ciencia política.

Morrison observa que la criminología es producto de un sector del planeta, verificando que los Estados de ese espacio geográfico se construyeron sobre la base de violencia y genocidio, con cita de Bauman: el triunfo de unas pocas etnias sobre otras llevó a la destrucción de los vencidos y la historia la escribieron los vencedores, mostrando a la civilización como un camino de progreso hacia la pacificación de la vida cotidiana.

Seguidamente destaca que las cifras de criminalidad registrada —especialmente de los países donde ha habido genocidios— no incluyen a los cientos de miles y a veces millones de muertos por esos crímenes. Para la estadística criminal sólo cuentan los homicidios normales.

A esta modalidad de registro estadístico la considera un apartheid criminológico, porque la criminología nunca registró otra cosa que los datos domésticos, como lo demuestra que cuando se describía al criminal como un ser inferior y se lo mandaba a Australia, donde se suponía que podía contaminar sin riesgo, se ignoraba a la población que había vivido en Australia desde 40.000 años antes; los originarios no contaban, porque también eran seres inferiores.

Llega a la inevitable conclusión de que la criminología es un discurso extremadamente parcial, construido en torno a un mundo de hechos políticamente delimitados.

La propia estadística criminal, a partir del célebre belga Quételet, se valió de la construcción del concepto de hombre medio, una pretendida realidad que insensible-mente se convirtió en un ideal que, convenientemente manipulado, permitió considerar que el judío no era el hombre medio, que se apartaba de él, que no era ciudadano. En momentos en que produce un enorme revuelo la propuesta de un derecho penal del enemigo —y se pretende que hay humanos que no son personas—, es revelador observar que la idea del hombre medio civilizado no sería más que un homúnculo surgido de la retorta de una alquimia criminológica, como instrumento útil para la fabricación de enemigos.

A continuación ensaya un concepto amplio de genocidio, en consonancia con los autores que se ocupan hoy del tema y que confrontan con la mezquindad de la definición internacional de 1948, recortada arbitrariamente por razones políticas coyunturales.3

Conforme a ese concepto criminológico de genocidio —que nosotros preferimos llamar masacres— muestra una lista impresionante de crímenes masivos cometidos desde 1885 hasta 1994, reconocidos y no reconocidos, y del correspondiente número de víctimas.

Esta visión de conjunto es una de las evidencias más reveladoras del recorte arbitrario del universo criminológico, esto es, de una ciencia de la realidad que pasa indiferente frente a muchos millones de cadáveres.

Las páginas siguientes destacan muy claramente el vínculo de la criminología con el neocolonialismo, la equiparación del delincuente y el colonizado como sub-humanos, el paralelo entre Darwin y Lombroso —aunque a nuestro juicio hubiese sido mejor con Spencer—, Galton y todos los esfuerzos por distinguir lo evolutivo de lo regresivo en la biología humana, los componentes estéticos de las tesis lombrosianas, la admiración de Morel —el teórico de la degeneración— por la colección de cráneos de Lombroso, es decir, que tanto la represión interna de los neocolonialistas como el genocidio externo eran mostrados como empresas civilizadoras, entre las cuales incluye correctamente la campaña al desierto de Argentina. Recuerda que Darwin afirmaba que la debilidad es el preludio de la muerte y que no debe sorprendernos que la muerte del débil se atribuya a violencia.

Seguidamente recupera del relativo olvido un genocidio celebrado como empresa civilizadora y humanitaria hasta el presente, que fue el de Leopoldo II en el Congo, que...

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