La prescripción de los títulos nobiliarios

AutorCamino Sanciñena Asurmendi
CargoCatedrática de Derecho civil. Universidad de Oviedo
Páginas1445-1479

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Durante siglos, el «dogma de la imprescriptibilidad» de los títulos nobiliarios ha sido sustentado en el principio de vinculación perpetua y en la doctrina de la posesión civilísima.

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Actualmente, la jurisprudencia ha admitido, configurado y articulado una prescripción adquisitiva o usucapión de los títulos nobiliarios, que ha sido muy contestada y discutida.

La prescripción consolidada tras dos décadas de jurisprudencia constante, ha sido preparada por otras modificaciones legales y jurisprudenciales, que, de una manera más o menos disimulada, han debilitado el principio de vinculación perpetua y la posesión civilísima, y han favorecido -y hasta provocado- la prescripción de los títulos nobiliarios.

1. La vinculación de los títulos nobiliarios

En los primeros tiempos de la institución de la nobleza, los títulos nobiliarios concedidos por gracia y prerrogativa real, que no tenían carácter vitalicio o temporal, se unían a los mayorazgos. Así se les aplicaba el tratamiento jurídico de los mayorazgos, y seguían el orden de suceder establecido para los bienes materiales, por lo que se entendían sometidos al principio de vinculación perpetua1.

Durante el siglo XVIII, se concedieron distinciones honoríficas a personas que no tenían mayorazgo, o que teniéndolo no incorporaban el título nobiliario al mismo. Esto suscitó interrogantes sobre el tratamiento jurídico de los títulos nobiliarios no incorporados a un mayorazgo. Carlos IV en la real Cédula de 29 de abril de 1804 dispuso que todas las mercedes que se concedan se tengan por vinculadas: «He tenido a bien mandar, que se tengan por vinculadas todas las gracias y mercedes de Títulos de Castilla que se concedan en lo sucesivo, siempre que no manifieste yo expresamente en las tales gracias ó mercedes ó posteriores Reales órdenes ser otra mi voluntad; pero quiero, que no por eso se entiendan libres los ya concedidos, sino que se estime su naturaleza segun el fin de la concesion, ó permiso para su venta ó enagenacion que despues de dichas mercedes hubiere yo concedido» (novísima recopilación 6, 1, 25)2.

En el siglo xix, la vinculación de las grandezas y títulos nobiliarios se disoció de la vinculación de los bienes y patrimonio del título nobiliario. Las leyes desvincu ladoras separaron los títulos nobiliarios del patrimonio vinculado a los mismos. De esta mane-ra, los bienes pasaron a tener la condición de libres, mientras que el

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título nobiliario, en su condición de honorífico, siguió vinculado en cuanto al orden de sucesión y al poder de disposición.

En efecto, las leyes desvinculadoras respetaron la vinculación de las grandezas y títulos nobiliarios. Expresamente los excepcionaron, subsistiendo en el mismo pie, y manteniéndose el vínculo en cuanto al orden de sucesión prescrito en la Carta de concesión o fundación3.

El texto del artículo 13 de la ley de 11 de octubre de 1820 (anterior-mente había sido el decreto de 17 de septiembre de 1820) establecía: «los títulos, prerrogativas de honor y cualesquiera otras preeminencias de esta clase que los poseedores actuales de vinculación disfrutan como anejas a ellas subsistirán en el mismo pie y seguirán en el orden de sucesión prescrito en las concesiones, escrituras de fundación u otros documentos de procedencia». Por el contrario, los bienes de los mayorazgos fueron liberalizados y sometidos a las leyes comunes mediante diversas disposiciones normativas4.

Por estar vinculados, los títulos nobiliarios se suceden post mortem5. La sucesión en los títulos nobiliarios se rige por las reglas establecidas en la Carta fundacional o título de concesión, y en su defecto, por los criterios tradicionales [artículo 5 del decreto de 4 de junio de 1948 (BOE de 16 de junio, núm. 168)]. No se aplica el Código civil, salvo en la determinación del parentesco.

Tradicionalmente, los principios de sucesión han sido primogenitura, repre sentación y legitimidad6 con preferencia de línea,

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grado, sexo y edad7. Sin embargo, la ley 33/2006, de 30 de octubre, sobre igualdad del hombre y de la mujer en el orden de sucesión de los títulos nobiliarios, ha suprimido la preferencia del varón sobre la mujer8.

La sucesión se regía en la línea descendiente por el principio de primogenitura y representación. Pero en la línea colateral, nuestro derecho histórico ha adoptado dos principios contrapuestos: el principio de representación y el principio de propincuidad.

El principio de representación era el propio de la sucesión en los mayorazgos. Se recogía en la ley 40 de Toro: «pero aun en la succesion de los mayorazgos á los tranversales, de manera que siempre el hijo, y sus descendientes legitimos por su orden representen la persona de sus padres», y en la novísima recopilación 10, 17, 9 (real Pragmática de Felipe III de 5 de abril de 1615): «como a los tranversales, aunque el hijo mayor muera en vida del tenedor del mayorazgo, si dexase hijo o nieto descendiente legítimo, estos tales se prefiriesen al hijo segundo y representasen a las personas de sus padres».

El principio de propincuidad se aplicaba a la sucesión de la Corona de Castilla (Constituciones Españolas del siglo xix). Se estatuía en la Partida 2, 15, 2: «pero si todos estos (descendientes) falleciesen deben heredar el reino, el más propincuo pariente que hubiere»; se ratificó por la novísima recopilación 3, 1, 5 al deferir la sucesión a la Corona al «proximior y más cercano pariente del último reinante, sea varón o hembra».

La primera jurisprudencia aplicó a la sucesión de los títulos nobiliarios las reglas de la sucesión regular de los mayorazgos, es decir, el principio de represen tación en la línea consanguínea colateral. La sentencia de 31 de marzo de 1865 (gaceta de Madrid, de 15 de abril, núm. 105) afirmó que las sucesiones cuando se conceden perpetuamente y no se establecen reglas especiales se rigen por las de los mayorazgos de sucesión regular. La sentencia de 6 de diciembre de 1879 (JC 1879, 319) sometió la sucesión en el Título a las reglas de los mayorazgos regulares.

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Pero a principios del siglo xx, el artículo 4 del real decreto de 27 de mayo de 1912 (Gaceta de Madrid, de 29 de mayo, núm. 150) estableció que la sucesión en los títulos nobiliarios se rige por las reglas de la sucesión a la Corona, de manera que adoptó el criterio de propincuidad como regla para la sucesión de los títulos nobiliarios en la línea colateral: «el orden de suceder en estas dignidades se acomodará estrictamente a lo dispuesto en la real Conce sión, y en su defecto, á lo establecido para la sucesión de la Corona». En este sentido, la sentencia de 18 de mayo de 1927 (JC 1927, 47) aplicó el principio de propincui dad.

Aunque este artículo 4 del real decreto de 27 de mayo de 1912 ha sido expresamente derogado por el decreto de 4 de junio de 1948 (disposición Final segunda), el principio de propincuidad sigue vigente, ocasionando una fisura en la sucesión nobiliaria, pues permite que el título nobiliario salga del linaje o estirpe del fundador.

En efecto, el artículo 5 del decreto de 4 de junio de 1948 deter-mina que la sucesión en los títulos nobiliarios se rige por las reglas de la Carta de fundación9 y, en su defecto, por los criterios tradicionales. La jurisprudencia ha considerado que el orden tradicional de suceder en los títulos nobiliarios es el propio de la Corona. Las sentencias de 1 de abril de 1959 (JC 1959, 212), de 26 de junio de 1963 (RJ 1963, 3653) y de 17 de octubre de 1984 (RJ 1984, 4895) afirmaron que las normas que tradicionalmente rigen la sucesión de los títulos nobiliarios son las reglas de la sucesión de la Corona de Castilla. En consecuencia, el Tribunal supremo ha aplicado en la línea colateral, el principio de propincuidad con preferencia al principio de representación10. Entre otras, cabe citar las sentencias de 5 de julio de 1960 (RJ 1960, 2620), de 20 de mayo de 1961 (RJ 1961, 1875), de 5 de octubre de 1962 (RJ 1962, 3601), de 29 de noviembre de 1967 (RJ 1967, 4866), de 14 de abril de 1984 (RJ 1984, 1946), de 13 de octubre de 1993 (RJ 1993, 7512), de 16 de noviembre de 1994 (RJ 1994, 8839), de 7 de mayo de 1996 (RJ 1996,

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3780), de 11 de mayo de 2000 (RJ 2000, 3408), de 15 de abril de 2005 (RJ 2005, 3240), de 29 de mayo de 2006 (RJ 2006, 3054), de 22 de octubre de 2009 (RJ 2010, 82) y de 22 de junio de 2011 (RJ 2011, 4767).

De esta doctrina general, se ha separado la sentencia de 20 de junio de 1987 (RJ 1987, 4540), pero sin llegar a constituir jurisprudencia. Este pronunciamiento casa las sentencias de instancia, que en la línea colateral habían preferido el principio de propincuidad al principio de representación. «Ese orden «tradicional» no es otro que el rigió para los mayorazgos regulares desde la promulgación de las leyes de Toro (1505), que por primera vez reconocen y regulan esta institución (leyes 27 y 40 a la 46) de forma distinta a como lo hicieron las Partidas para la sucesión a la Corona, supuesto que aquéllas permiten que el fundador establezca el orden sucesorio y las condiciones que tenga por conveniente, cuya voluntad será «ley en la materia», y para el caso de no disponer nada al respecto al citado orden, se aplican los principios de primogenitura y representación tanto en las líneas rectas descendentes como en las colaterales, perfilándose así un orden totalmente distinto al regulado en la ley de Partidas (2-15-2) (...) El derecho de repre sentación -que como cuestión de fondo plantea el recurso- opera, sin distinción ni salvedad alguna, tanto en las líneas rectas descendientes del fundador o concesionario, como en las colaterales del mismo, por disponerlo así la ley 40 de Toro, interpretada y aclarada por la real Pragmática de Felipe III de 5 de abril de 1615, incluida como la ley...

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