Prefacio

AutorDña. Edith Cresson
CargoComisaria de ciencia, investigación y desarrollo

Europa, en este fin de siglo, conserva un alto nivel de investigación científica: incluso es líder en muchos campos. Sin embargo, no está obteniendo todos los beneficios que podrían derivarse de ello en los sectores industriales y comerciales, porque no sabe traducir suficientemente esta riqueza intelectual en productos y servicios que respondan a las necesidades de nuestras sociedades. Europa padece una dificultad real para innovar y este defecto tiene graves repercusiones sobre el nivel y la calidad del empleo, aunque ello se olvide con demasiada frecuencia en las actuales discusiones sobre el tema.

Para convencerse, basta examinar la evolución reciente en los Estados Unidos. Durante los cuatro últimos años, se han creado allí más de diez millones de nuevos puestos de trabajo, dos tercios de los cuales lo han sido en sectores de alta tecnología. Se advierte, igualmente, que en este movimiento las PYME más innovadoras juegan un papel de primera fila. En fin, y en contra de una idea muy extendida, se trata esencialmente de empleos que exigen una cualificación elevada.

Podemos aducir algunas cifras particularmente elocuentes: así, el desarrollo de nuevos productos representa menos de la mitad de los gastos en investigación de Francia y Alemania, mientras que alcanza el 60 % en Estados Unidos y Japón.

En su lucha por el empleo, los europeos han puesto en juego los medios más variados, pero ninguna de las políticas desarrolladas en esta materia se ha apoyado suficientemente en el poderoso motor que es la innovación.

Para ello, es preciso eliminar, previamente, los principales obstáculos que la dificultan.

Convendría, por ejemplo, clarificar y simplificar todo lo relativo a la concesión de patentes. La degradación de la situación europea en este terreno es particularmente flagrante. En 1960, de 220.000 patentes concedidas en el mundo, la mitad eran europeas. En 1995, sobre 645.000 patentes, sólo 85.000 eran europeas.

Al mismo tiempo, es preciso repensar todo el sistema de financiación de nuestras empresas innovadoras. Si en Estados Unidos se ha creado un número tan importante de PYME innovadoras, es porque se han podido movilizar, hacia ellas, grandes masas de capital. Europa podría disponer de medios equivalentes, si se organizase de forma más adecuada. En efecto, los fondos de capital-riesgo son, en Europa, tan abundantes como al otro lado del Atlántico, pero aquí se orientan menos resueltamente hacia los sectores de alta tecnología. Así, por ejemplo, las biotecnologías nacieron en Europa, pero es en Estados Unidos donde crean empleo, hoy día.

Por último, de modo más general, desde el mundo de la educación al de la empresa, pasando por las administraciones, necesitamos promover una verdadera cultura de la innovación, sin la cual nuestros esfuerzos y nuestros éxitos en materia de investigación científica no podrán producir todos sus efectos.

Sobre esta idea, la Comisión ha adoptado su Plan de Acción para la Innovación. Cuando existen hoy día dieciocho millones de parados en la Comunidad, es claro que se han de hacer todos los esfuerzos posibles para obtener un crecimiento más rico en empleos. De ello dependen nuestras sociedades y, más aún, nuestra capacidad para enfrentarnos con los grandes retos del siglo XXI.

Edith Cresson

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