El pago del préstamo hipotecario que grava la vivienda familiar. A propósito de las sentencias del Tribunal Supremo, Sala Primera, de 28 de marzo de 2011 y de 26 de noviembre de 2012

AutorAna Isabel Berrocal Lanzarot
CargoProfesora Contratada Doctora de Derecho Civil. UCM
Páginas1066-1120

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I Consideraciones previas

La vivienda familiar constituye, para la mayoría de la doctrina y jurisprudencia, el lugar donde habitualmente se desarrolla la convivencia de la familia. La edificación habitable que satisface su necesidad permanente de vivienda o de habitación1. Es el lugar donde la familia desarrolla sus actividades ordinarias, y que le proporciona no solo cobijo, sino además seguridad o intimidad. Dicho

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lugar será normalmente un inmueble, lo que no impide que pueda ser también un bien mueble susceptible de ser habitado, como una caravana, un barco etc.2. Ahora bien, no cualquier espacio físico puede considerarse como tal, sino que debe tratarse de un espacio susceptible de ser habitado3. De ahí que se excluyan, en general, del concepto de vivienda los solares, chozas, cabanas, establos, almacenes, fábricas, locales de negocio, en definitiva, cualquier espacio que desde una perspectiva objetiva, no pueda considerarse como destinado a servir de residencia o morada para las personas4. En todo caso, la vivienda familiar ha de entenderse, existan o no hijos, como «vivienda conyugal»5, y medie o no en la pareja, vínculo matrimonial, como hogar familiar o lugar donde la familia desarrolla habitual-mente su vida diaria6. Así lo pone de relieve la sentencia del Tribunal Supremo, Sala de lo Civil, de 16 de diciembre de 19967, cuando define la vivienda familiar como «el reducto donde se asienta y desarrolla la persona física, como refugio elemental que sirve a la satisfacción de sus necesidades primarias (descanso, aseo, alimentación, vestido, etc.), y protección de su intimidad (privacidad), al tiempo cuando existen hijos es también auxilio indispensable para el amparo y educación de estos. De ahí que las normas que sobre el uso de la vivienda familiar contiene el Código Civil en relación con el matrimonio y su crisis se proyectan más allá de su estricto ámbito a situaciones como la convivencia prolongada de un hombre y una mujer como pareja ya que las razones que abonan y justifican aquella valen también en este último caso»8.

Por su parte, en la vigente Ley 35/2006, de 28 de noviembre, del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas se entiende por vivienda habitual en el artícu-

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lo 68.1.3, «aquella en la que el contribuyente resida durante un plazo continuado de tres años. No obstante, se entenderá que la vivienda tuvo aquel carácter cuando, a pesar de no haber transcurrido dicho plazo, se produzca el fallecimiento del contribuyente o concurran circunstancias que necesariamente exijan el cambio de la vivienda, tales como separación matrimonial, traslado laboral, obtención del primer empleo o de empleo más ventajoso u otras análogas»9.

Es característica de la vivienda familiar la nota de habitualidad y de que se trate de vivienda usada con carácter principal (arts. 96 y 1320 del CC). Puede ser ocupada en virtud de un título de propiedad, de un derecho real que atribuya su uso, de un derecho personal de uso, como puede ser un arrendamiento, o en virtud de la atribución de su uso a consecuencia de un procedimiento de nulidad, separación o divorcio. Asimismo, puede pertenecer en común a ambos cónyuges, o miembros de la pareja de hecho, o privativamente a uno de ellos. Si pertenece en común, dicha cotitularidad puede derivar de una comunidad ordinaria (al margen del régimen económico matrimonial), o de una comunidad conyugal.

Una de las formas de financiar la adquisición de vivienda es mediante préstamo hipotecario. Deben concurrir a su constitución en los supuestos mencionados, tanto los cónyuges como los miembros de la pareja estable por razón de su titularidad compartida (arts. 397 y 1375 y 1377 del CC). Ahora bien, no resulta imprescindible que la posición de deudor sea asumida por los dos cónyuges o por los dos miembros de la pareja; no obstante, las entidades de crédito para minimizar los riesgos de tales operaciones, suelen exigir que la posición de deudor sea asumida por los dos cónyuges (art. 1367 del CC), o miembros de la pareja, además, con carácter solidario. De forma que, si ambos cónyuges resultan deudores hipotecarios, quedarán sujetos a responsabilidad los bienes gananciales o comunes, y solidariamente los privativos de cada uno de ellos (arts. 1367, 1911 del CC, y 105 de la LH). En el caso que la vivienda habitual pertenezca a uno solo

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de los cónyuges para constituir hipoteca sobre la misma, será preciso, de acuerdo con el artículo 1320 del Código Civil, el consentimiento de ambos cónyuges o, en su caso, autorización judicial. En este último caso, solo podrá contratar la apertura de crédito o la entrega del préstamo el cónyuge hipotecante, pues, será el único que asuma la posición de deudor. Si el cónyuge no propietario presta su asentimiento, participará en la operación como deudor, exigiendo por lo general la entidad crediticia que lo haga con carácter solidario. Asimismo, puede ocurrir que el inmueble adquirido constante matrimonio con destino a vivienda familiar ya estuviese hipotecado, siendo, en estos casos de aplicación, lo previsto en el artículo 118 de la Ley Hipotecaria.

Sobre tales bases, conviene precisar que la hipoteca regulada en el capítulo III, Título XV del Libro IV (arts. 1874 al 1880 del CC), y en la legislación especial (LH de 8 de febrero de 1946; y el RH de 14 de febrero de 1947), viene a ser en nuestro ordenamiento un derecho real y accesorio que se constituye en garantía de cualquier clase de obligación (arts. 2, 104, 105 de la LH y 1861 del CC). Según Roca Sastre, la hipoteca es «un derecho real que ya, de momento, sujeta lo hipotecado, cualquiera que sea su titular, al poder de exigir eventual-mente la realización de su valor, así como la adopción de medidas dirigidas a salvaguardarlo, todo en seguridad o garantía de la efectividad de alguna obligación dineraria, y cuyo derecho es de carácter accesorio, indivisible, de constitución registral, y grava bienes inmuebles, ajenos, enajenables, que permanecen en posesión de su propietario o titular, y el cual implica un poderoso instrumento de crédito territorial»10. En consecuencia, la legislación española configura la hipoteca como un derecho real de garantía, de realización de valor, de carácter accesorio respecto de la obligación principal asegurada (art. 1857.1.a del CC),

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de ahí que actúe en función de garantía del cumplimiento de una obligación de pago en dinero11. Estamos, en esencia, ante la constitución de un derecho real de garantía y de realización de valor que recae sobre bienes inmuebles y que asegura el cumplimiento forzoso de un crédito mediante la concesión a su titular de la facultad de proceder a tal realización por el cauce adecuado (arts. 1874 del CC, y 106 a 108 de la LH)12. Se confiere al acreedor de manera directa un poder de realización sobre los bienes hipotecados para la satisfacción del crédito que garantizan, cualquier que sea el poseedor de los mismos (arts. 1876 del CC

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y 104 de la LH), y, asimismo, tiene un efecto erga omnes, pues, aquellos quedan sujetos al ius distraendi del acreedor.

Aunque la hipoteca se regule en el Código Civil en el Libro IV de los contratos, no tiene otro alcance que determinar el cauce de su constitución por negocio jurídico, bilateral o unilateral, que, en nuestro objeto de estudio será el correspondiente préstamo hipotecario. Como tal derecho real accesorio de garantía exige su constitución en escritura pública y su necesaria inscripción en el Registro de la Propiedad, tal como impone el artículo 145 de la Ley Hipotecaria13. Asimismo, como carga a efectos reales subsiste con el mismo rango aún en el caso de enajenación o gravamen posterior del inmueble.

El contrato de préstamo hipotecario se perfecciona, como cualquier contrato, desde que las partes consienten en obligarse y, en consecuencia, obliga al cumplimiento de lo expresamente pactado (el llamado pacta sunt servanda —arts. 1254, 1255, 1258 y 1278 del CC—), no pudiéndose dejar al arbitrio de una de las partes contratantes su cumplimiento (art. 1256 del CC), ni que estas se puedan desligar unilateralmente del mismo, pues lo acordado voluntaria y libremente por las partes tiene fuerza de ley entre las mismas (lex contractus —art. 1091 del CC—). Esto rige en todos los contratos, incluso en los de adhesión, donde se mantiene la libertad de contratar (celebrar o no el contrato), no así la libertad contractual, esto es, la posibilidad de establecer cualquiera de las partes las cláusulas que estimen pertinentes para su acuerdo o pacto posterior.

De forma que la fuerza vinculante de la lex privata, derivada de la voluntad de las partes y plasmada en el contrato, determina que ninguna de ellas puede desconocerla, pretendiendo la inexigibilidad de los compromisos voluntariamente asumidos, ni modificaciones posteriores de aquel en fase de ejecución, sin quebrantar el principio de inmutabilidad del contrato {pacta sunt servanda). No obstante, si la aplicación estricta de la ley aplicable puede provocar efectos perniciosos, y se contempla utilizar el mecanismo integrador de la equidad para mitigarlos, porque no hacer lo mismo cuando tales efectos indeseables los provoca la aplicación estricta de la lex contratus14. Aunque también es cierto que en nuestra doctrina y sobre todo nuestra jurisprudencia han previsto remedios de revisión judicial del contrato, tomando en consideración la posible alteración sobrevenida de las circunstancias sobre las que se sustentó la base del contrato y los efectos que pueden tener sobre los mismos, sobre todo si son de tracto sucesivo de cierta duración o en aquellos en los que la...

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