La potestad disciplinaria de las administraciones sobre los empleados públicos

AutorTomás Quintana López
CargoCatedrático de Derecho Administrativo. Universidad de León.
Páginas321-359

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Ver notas 1 y 2

I Algunas claves de la evolución
1. Orígenes y desarrollo al amparo de las relaciones de sujeción especial

Partiendo del hecho incontrovertible de que la integración de cualquier sujeto en una estructura organizativa, con independencia del tipo de organización de que se trate, exige su sometimiento a las reglas que regulan, en el más amplio sentido de la expresión, su funcionamiento, la potestad disciplinaria viene a ser la capacidad que ostenta quien dirige la estructura organizativa para castigar las conductas de aquellos que las contravienen, sobre la base de que con ellas eventualmente se puede poner en peligro o llegar a perjudicar la propia consecución de los objetivos que justifican la existencia misma de la organización.

Considerada, pues, la potestad disciplinaria como un instrumento de defensa de la propia organización, parece razonable admitir que los antecedentes de lo que hoy se concibe como tal deben ser muy remotos, de forma que se podría parafrasear el viejo brocárdico ubi societas, ibi ius para afirmar que donde hay, o, mejor, desde que

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ha habido estructuras organizadas se han tenido que disciplinar las conductas de sus miembros mediante el ejercicio del poder.

De esta manera, no es extraño que algún autor haya reconocido los antecedentes del Derecho disciplinario en el mundo romano3; aunque seguramente sea más convincente afirmar que la aparición del mismo se produjo de la mano del Estado moderno, en la medida en que, como ha observado agudamente A. Nieto, el Príncipe va perdiendo la facultad de separar libremente a los servidores públicos, abriéndose paso la exigencia de grave y justa causa y, además, mediante un procedimiento4.

Vinculada la potestad disciplinaria, en su origen y primeros tiempos, como se deduce de lo anterior, a la progresiva inamovilidad en el cargo que van alcanzando los servidores públicos durante el Estado Absoluto, su evolución durante el siglo XIX estuvo ligada a los sucesivos intentos por racionalizar la función pública siguiendo fundamentalmente el modelo francés, modelo presidido por la relación estatutaria entre la Administración y el personal a su servicio5, pero a lo largo de esa centuria la evolución en España estuvo lastrada por las cesantías que solían suceder a cada cambio de gobierno; es decir, por la ausencia de una garantía de inamovilidad del servidor público frente a los vaivenes políticos, lo que suponía que prácticamente no fuera necesario el ejercicio de la potestad disciplinaria, aunque los diversos estatutos aprobados durante ese siglo consignaran, con mayor o menor precisión, las faltas en que los funcionarios podían incurrir, así como las sanciones correspondientes. Hubo que esperar al Estatuto aprobado por el Gobierno de D. Antonio Maura en 1918 para que, como regla general, la separación de los funcionarios se vinculara a la existencia de causa justa y previa instrucción de expediente, en el marco proporcionado por un régimen disciplinario y, en general, funcionarial, más completo6.

Tuvieron que pasar desde entonces casi cincuenta años para que, en un contexto marcado por la modernización de legislación administrativa española, fuera aprobado el Texto Articulado de la Ley de Bases de 20 de julio de 1963, mediante Decreto 315/1964, de 7 de febrero. De ese largo periodo de casi medio siglo que media entre el Estatuto de Maura y la conocida coma Ley de Funcionarios Civiles del Estado de 1964 (en adelante, LFCE), deben ser destacadas, como hito de esta síntesis evolutiva, las consecuencias que trajo la Guerra Civil española pues, en un ambiente de depuración de los efectivos de la Administración, el régimen disciplinario de los funcionarios y, en particular, la inamovilidad7, se vieron afectados de forma muy intensa, generando deplorables situaciones de pura arbitrariedad por razones políticas que la jurisdicción contenciosa

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administrativa tampoco pudo corregir, al menos en relación con los funcionarios de la Administración del Estado, pues por Ley de 27 de agosto de 1939 fue suspendido el recurso contencioso administrativo frente a actos del Estado, sin que el restablecimiento de aquél por Ley de 18 de marzo de 1944 llegara a permitir la impugnación jurisdiccional de los actos administrativos en materia de personal, para la cual, sin embargo, se previó el llamado recurso de agravios, a resolver en el seno de la propia Administración, por el Consejo de Ministros, situación a la que no se puso fin hasta el año 1956 con la aprobación de la Ley reguladora de la Jurisdicción Contencioso Administrativa8.

El periodo que se inicia en 1964 con la aprobación de la LFCE conoce la incorporación, asimilación y desarrollo en España de la doble categoría de relaciones posibles de la Administración con los particulares: las especiales de sujeción que mantiene la Administración con determinados sujetos a ella especialmente vinculados, por contraste con las relaciones que sustenta con la generalidad de los súbditos9, distinción de la que tardíamente, en relación con otros países europeos10, se hace eco la doctrina española, precisamente a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta11, llegando, sin embargo, a tener una notable influencia en ésta12y en la propia jurisprudencia, experimentando en esta última un notable desarrollo, tanto desde el punto de vista cuantitativo, al llegar a admitirse como relaciones de supremacía especial las trabadas por la Administración con determinados colectivos, aunque poco tuvieran que ver con las que, de forma incontrovertible, se aceptaban como tales13, como desde el punto de vista cualitativo, al tenerse como normal en estos casos una considerable limitación de las garantías para los sujetos sometidos al ejercicio del ius puniendi de la Administración14, lo que venía a suponer una merma que afectaba a

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colectivos enteros15, llegando a coincidir la expansión en España de las llamadas relaciones de sujeción especial precisamente con el momento en que en Alemania, lugar donde había surgido esa categoría de relaciones con la Administración, se produce una devaluación de la misma por obra de su Tribunal Constitucional (sentencia de 14 de marzo de 1972)16.

De esta manera, podríamos llegar a afirmar que durante años la Administración ha ejercido la potestad disciplinaria sobre aquellos colectivos integrados en la organización administrativa, señaladamente los funcionarios públicos, o simplemente próximos a la misma, tomando como soporte dogmático el reconocimiento de un poder inherente a la Administración para tutelar su propia organización y el mejor cumplimiento de sus fines, potestad capaz de proyectarse sobre los sujetos especial-mente vinculados a ella con una intensidad superior que sobre cualesquiera otro particular, lo cual se venía a considerar como una consecuencia de la especial posición de sujeción en que se encontraban los sujetos de determinados colectivos frente a la Administración, lo que le permitía ejercer la potestad sancionadora con efectos de exclusiva trascendencia ad intra y con una considerable merma de las garantías para el expedientado.

2. Impulso constitucional

La aprobación de la Constitución española de 1978, como en tantos otros aspectos de nuestro ordenamiento jurídico, abrió nuevos horizontes al ejercicio de la potestad disciplinaria por la Administración y poco a poco se van descubriendo las garantías aportadas por la norma fundamental al nuevo orden sancionador mediante el reconocimiento de la reserva de ley, el principio de tipicidad, la irretroactividad de la norma sancionadora no favorable o el principio non bis in idem, garantías que, con el fundamento de las relaciones de sujeción especial, venían siendo desconocidas o limitadamente reconocidas por la Administración cuando actuaba su poder disciplinario, situación frente a la cual, debe advertirse, reaccionó la doctrina y la jurisprudencia, particularmente la del Tribunal Constitucional, aunque no lo hizo en la misma medida el legislador.

En efecto, han sido muy destacables los esfuerzos realizados por la doctrina para embridar las relaciones de sujeción especial con la doble pretensión de reducir, de un lado, el número de colectivos que por obra de la jurisprudencia se venían considerando incluidos en dicha categoría y de limitar, de otro, los efectos de su inclusión en ella, no tanto con la pretensión de hacer tabla rasa de las relaciones de sujeción especial

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sino de someterlas al marco constitucional y, señaladamente, impregnar el ejercicio de la potestad disciplinaria por la Administración del respeto a los derechos fundamentales de los afectados17.

Por su parte, mientras la jurisprudencia de los tribunales, en general, continuaba anclada en la tajante distinción entre relaciones de supremacía general y especial, y seguía extrayendo de la misma consecuencias similares antes y después de ser aprobada la Constitución18, se puede afirmar que el Tribunal Constitucional fue modulan-

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do el rigor con que inicialmente acogió la distinción entre ambos tipos de relaciones y, consecuentemente, los efectos de la misma. En este sentido deben ser recordadas dos sentencias del supremo intérprete de la Constitución, separadas por seis años y, como veremos, separadas también en los fundamentos que contienen.

La primera es la STC...

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