En defensa del positivismo metodológico (Un comentario a partir de Principios y positivismo jurídico

AutorJosé Manuel Rodríguez
CargoUribes Universidad Carlos III
Páginas501-514

Page 501

    A. García Figueroa, En defensa del positivismo metodológico (un comentario a partir de Principios y positivismo jurídico), Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1998, 444 pp.

Nunca es tarde si la dicha es buena. Escribir unas líneas a propósito de la obra de Alfonso García Figueroa, Principios y positivismo jurídico, un libro que vio la luz en el año 98, es un gusto que obedece no sólo a la calidad del trabajo y al interés del tema, sino a mi amistad afectuosa con su autor; amistad que, al contrario de lo que pudiera pensarse, es garantía entre nosotros de debate abierto, crítico y sincero, naturalmente en aquellos puntos en los que aparezca la discrepancia. Porque debo afirmar desde el principio mi acuerdo con la mayoría de las tesis sostenidas en el libro1y, sobre todo, con la filosofía de fondo que lo inspira y que, quizá, tenga que ver con un cierto aire de familia vinculado a nuestra común paternidad académica; como esosPage 502 parientes que tienen todos la misma nariz o los mismos ojos y son reconocibles, aunque, como no puede ser de otra manera, unos sean más altos (o más listos) que otros.

El libro es, en primer lugar, una muestra de nitidez y rigor que cuesta combinar (y lo sé por experiencia) en un texto que trae causa de la tesis doctoral, el primer trabajo, en sentido propio, en la carrera académica de un profesor. La tesis agarrota muchas veces y aunque haya lecturas y un trabajo serio de fondo no siempre éste sale a la superficie de forma coherente, sistemática, con capacidad de aportar «algo» concreto (no diré original). Pero Alfonso García Figueroa lo hace. Claro, se me dirá que éste es uno de los parientes listos, de esos que se parecen particularmente al abuelo o al padre, o a algún tío, puntos de referencia siempre de toda la familia. Pues sí, con seguridad esa es la explicación; lo que no va a impedir, como es natural, que se le discutan algunas de sus ideas, tratando siempre -para que la comunicación sea viable y podamos, de acuerdo con el ideal republicano, mirarnos a los ojos en pie de igualdad2- que los argumentos tengan -en la medida de lo posible- la misma pretensión de solidez, o lo que es lo mismo, de racionalidad, o, cuando menos, de la más humilde razonabilidad.

Debe decirse, en segundo lugar, que esta obra contiene bastante más que una aproximación al viejo problema de los principios en el derecho, o a lo que hoy suele llamarse «constitucionalismo de principios», o, en términos del autor más genéricos, «no positivismo princi-pialista». Por si mi voz no se considerara suficientemente autorizada (de lo que yo no tengo ninguna duda) citaré a Luis Prieto, prologuista de García Figueroa y buen conocedor de estos temas3: «(...) el presente libro (...) ha sabido aunar una disección paciente y rigurosa con una impecable reconstrucción de las múltiples implicaciones teóricas, conceptuales e ideológicas que, a veces de modo tácito, acompañan el tratamiento o el uso de los principios» (p. 19).

La obra se divide en tres partes; la primera, conceptual y general, ahonda en los orígenes intelectuales y en las circunstancias que han llevado al nacimiento de los no positivismos de principios (prefiero el plural); asimismo, examina si los principios gozan, en mayor o menor medida, de propiedades estructurales y/o funcionales diferentes de las reglas, de los estándares normativos tradicionales según el positivismo jurídico. Incluso, y es un paso más (es en verdad el quid de laPage 503cuestión), si los principios son algo distinto, con autonomía propia como elementos del sistema jurídico aunque sean extrasistemáticos (su validez procede de su moralidad; son principios precisamente porque son extrasistemáticos y no al revés, p. 108), respecto de las reglas (lo que es fundamental para justificar la validez y el sentido de las posiciones que los afirman). En otras palabras: se trata de averiguar si ciertas normas principiales gozan de relevancia suficiente en términos jurídicos como para condicionar, en mayor o menor medida, la toma de decisiones de los operadores jurídicos, en particular de los jueces. Las otras dos partes del libro estudian respectivamente dos casos concretos, no precisamente irrelevantes, de no positivismo principialista: el de Ronald Dworkin y el de Robert Alexy.

En tercer lugar, debe destacarse como un rasgo común importante de esta obra, el hecho de que afronta con rigor y sin confundirlos los dos planos que debe contener un trabajo intelectual, también en el ámbito de la Teoría del Derecho y, más claramente, de la Filosofía del Derecho y de las ciencias sociales en general: el descriptivo y el crítico. Alfonso García Figueroa no sólo conoce bien el tema y lo expone de manera brillante, sino que, además (seguramente por lo primero, porque está en condiciones de hacerlo), lo cuestiona, le da la vuelta para buscar críticamente el envés. Es verdad que el análisis y la crítica teórica priman sobre las reflexiones más puramente políticas o ideológicas que subyacen a las posiciones no positivistas. Y quizá, el problema de los no positivismos es, al final, más político que teórico; pues, si la cuestión de los principios como normas distintas a las reglas tiene interés no es tanto (o no es sólo) porque puedan estipularse diferencias morfológicas, o estructurales, incluso funcionales (modelos Guastini; Alchourrón/Bulygin; Atienza/Ruiz Mañero, o, sin más, Dworkin y Alexy), sino porque pudieran extraerse, de dicha distinción, consecuencias relevantes políticamente en el ámbito de las fuentes del Derecho4(claramente Dworkin), o, si se prefiere de una manera más sencilla, en relación con la respuesta a la pregunta quién manda o quién decide en última instancia. Y es que los no positivismos principialistas, como los antiformalismos desde sus primerasPage 504 revueltas y después, o los positivismos, o los iusnaturalismos, no son sólo maneras de ver el Derecho, neutrales o que se adoptan por criterios puramente científicos o epistemológicos, sino que responden al deseo de satisfacer ciertos intereses, sean los que sean, políticos o sociales, con independencia del mayor o menor rigor de unas u otras posiciones, o de su mayor acierto metodológico. Y frente a la fachada de algunos de estos fines (justicia, seguridad o estabilidad), o a la simplista auto-atribución que se arrogan las distintas concepciones sobre el derecho (pp. 78-81), pueden encontrarse justo los contrarios desde otra óptica, o los mismos aunque los caminos para alcanzarlos sean distintos; una prueba más de lo que ya se sabía: una determinada opción teórica no conduce al mismo resultado moral o político en todos los casos. Cuando Alfonso García Figueroa, en un esfuerzo por distinguir el iusnaturalismo del principialismo (no sé si del todo fructífero), sostiene que el primero actúa en situaciones de flagrante ilegitimidad (dictaduras y totalitarismos) con el argumento de la justicia como requisito de validez, mientras que los segundos introducen la exigencia de los principios en situaciones de normalidad democrática; los primeros, «para garantizar un mínimo ético de todo derecho» (...), y los segundos, para «maximizar moralmente todo derecho» (pp. 78-79), parte de una presunción que, sin duda, al menos en España, admite prueba en contrario. Entretanto no exista un acuerdo teórico y político acerca de los principios, lo que no parece probable, ni conveniente en relación con el contenido sustancial concreto de los mismos (¿quién establece dicho contenido?), el recurso a los mismos no garantiza a priori nada en términos sustantivos. Habrá que esperar, en cada caso, a la definición formal y material que de aquellas normas se realice. Por ejemplo, por elegir entre los dos referentes principales de esta obra, confieso mi preferencia de fondo con las tesis de Alexy frente a las de Dworkin, por su vinculación del derecho a la moral en términos más débiles, por su «pretensión democrática» (p. 400) y por su «liberalismo analítico» (p. 400), aunque continúe sin resolverse (quizá es mejor así) la tensión última democracia-liberalismo.

Por tanto, aunque se afirme, y pudiera parecer que ese es su sentido último, que el no positivismo de principios (Dworkin, Alexy; a estos efectos no son relevantes sus diferencias), o el constitucionalismo principialista o garantista (Zagrebelsky o Ferrajoli, respectivamente) tienen como meta, a partir de una visión idealizada del derecho (pp. 81-82 y 85 y ss.), la justicia, un tipo de justicia que es la de los derechos, en algún caso de los más débiles (Ferrajoli5), justicia que el positivismo jurídico no supo o no quiso satisfacer, más preocupado por la seguridad o la estabilidad (pp. 74-81), amoral cuando noPage 505directamente inmoral (pp. 32-33), la respuesta última, en términos sustanciales y desde un sano relativismo, no está definitivamente cerrada. Además, tampoco es ajustada la tesis antipositivista de que el positivismo jurídico sólo sirve, o ha servido en la historia, como «idolatría del poder» (Radbruch; recordado por Figueroa, p. 73, n.p.129) para legitimar y mantener acríticamente el viejo statu quo burgués, o sin más, «la voluntad del más fuerte», incapaz en todo caso de dar cobertura a nuevas necesidades sociales, teoría de la estabilidad y la paz, a veces, en la mejor línea radbruchnianna, de la paz de los cementerios que denunciara Kant. Todo esto junto a la autoproclamación de los iusnaturalismos (perdón Alfonso, de los no positivismos) como valedores de la justicia, guardianes puros del «coto vedado»6que cada uno define a su manera, o, pese a ciertas diferencias, del vago (no para él) marco de ética pública de Peces-Barba7. Pero, claro, a todo esto se le puede dar la vuelta. García Figueroa lo hace en buena medida y Luis Prieto lo recuerda. Escribe el segundo: «(....) no constituye un exceso laudatorio decir que la precisión y la claridad de esta obra, a veces incluso su rotundidad, representan el mejor antídoto contra la vaguedad y la penumbra que...

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