En pos de la cohesión social y la educación moral: la visión durkheiminiana de la pena y las posteriores lecturas funcionalistas

AutorIñaki Rivera Beiras
Páginas39-49

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Ha sido sin duda Durkheim el autor que, ya a fines del siglo XIX, realizó un muy completo estudio de la auténtica significación social del castigo. Hablar de la sanción penal como tangible ejemplo del funcionamiento de la conciencia colectiva y entender el funcionamiento de la sociedad a través de los «rituales» del castigo, son expresiones que remiten directamente al citado autor. Conviene, primero, conocer algunos rasgos generales de su pensamiento antes de abordar directamente su aproximación punitiva.

Tal vez una de las más grandes preocupaciones de Durkheim —y de aquí se construirán algunos pilares básicos del pensamiento funcionalista— estuviese en su intento por descubrir los orígenes de la solidaridad social, pues allí residían las condiciones fundamentales de la vida colectiva y de la cohesión social. Al respecto debe recordarse que, en su esquema de pensamiento, la sociedad sólo podía «funcionar» si existía un marco compartido de significados y moralidades: ello era, precisamente, lo que llevaría a la cohesión social. Y, para esta tarea, era decisivo analizar los dos tipos sociales tan citados en los estudios durkheiminianos: las sociedades primitivas, con escasa o nula división del trabajo (y caracterizadas por la presencia de solidaridad mecánica); y las sociedades más desarrolladas, que presentan diversos niveles de división del trabajo (y un tipo de solidaridad orgánica).

Ahora bien, antes de pasar a ver cómo juega el papel del castigo en ambas, tal vez sea oportuno recordar que, en el

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seno del pensamiento funcionalista, nunca interesó promover una transformación social sino, a lo sumo, ajustar los elementos «disfuncionales» que pudiesen poner en peligro el correcto funcionamiento del organismo social (Baratta op. cit., Pavarini op. cit.).

Pues bien, desde el punto de vista penológico, ha sido Garland (1990) quien, en los últimos años, ha realizado un completo estudio (y re-interpretación) de la obras de Durkheim. Sigamos escuetamente su recorrido para intentar desentrañar el auténtico significado que del fenómeno punitivo se hizo hace ya algo más de un siglo. Ello será útil para comprobar hasta qué punto posteriores versiones funcionalistas pretenderían asignar unas (supuestamente) novedosas funciones de las penas.

La primera de las obras citadas por Garland es La división del trabajo social.1En esta obra comienza a perfilarse la idea relativa a que el castigo representa una auténtica «institución social», en el sentido de constituir un asunto de moralidad y solidaridad sociales. O lo que es mucho más decisivo: la penalidad no puede seguir siendo entendida —como el discurso penal venía haciendo— en los términos mundanos de servir al control del crimen, o al cumplimiento de la legalidad o a la reclusión de los infractores. Para ir llegando a esta comprensión, Durkheim trata sobre la relación existente entre el delito y la conciencia colectiva. Los primeros no son categorías dadas sino cambiantes en los tiempos y lugares. Como destaca Garland, en la concepción durkheiminiana, los delitos constituyen ofensas que violan seriamente la conciencia colectiva, el código moral que las sociedades consideran sagrado, y es en esa medida en la cual producen la reacción punitiva (op. cit., 46-47).2En consecuencia, de la

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violación de los sentimientos y emociones sagradas que conforman la conciencia colectiva pueden desencadenarse reacciones psicológicas que requieran castigo, venganza, etc.3Por ese camino, se va llegando a conocer el «alma» de la pena: para Durkheim el derecho penal tiene su fundamento en la reacción de tipo emocional que produce la profanación de las cosas entendidas como sagradas. Ese apego religioso profundo —que provoca que los sentimientos ocupen un destacado lugar en nuestras estructuras y organizaciones anímicas— provocará, como indica Garland, reacciones apasionadas y hostiles por parte del público, el cual exige castigo para los profanadores; en ese sentido, el alma de la pena está constituída por la «pasión» y nunca deja de ser «la venganza la primordial motivación que subyace en los actos punitivos» (op. cit., 48).

Y aunque semejantes fundamentos punitivos eran más propios de las sociedades primitivas que de las avanzadas, lo que habría sucedido es que, en estas últimas, la venganza se habría organizado mejor. Garland lo interpreta con suma claridad cuando afirma: «considerar el castigo como un instrumento calculado para el control racional de la conducta es no percatarse de su carácter esencial, confundir la forma superficial con el verdadero contenido. La esencia del castigo no es la racionalidad ni el control instrumental [...]; su esencia es una emoción irracional, irreflexiva, determinada por el sentido de lo sagrado y su profanación. La pasión se encuentra en el corazón del castigo» (op. cit., 49). Y ello es decisivo, además, por otra cuestión o elemento estructural del castigo: en su articulación no sólo juegan dos partes (infractor y víctima del delito). El rol desempeñado por el tercer elemento —representado por el «público»— se revela en toda su intensi-

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dad: los observadores, considerados como un ente de ultrajados, proporcionarán una dinámica motivadora (y legitimante) de/para la respuesta punitiva (Garland op. cit., 49-50).

Se va revelando, así, la auténtica (poli) funcionalidad del castigo. Como expresa Garland, éste tiene un importante componente «expresivo»: de un lado, expresa valores sociales; de otro, libera energías anímicas. En consecuencia, en la visión durkheiminiana de la reacción penal, incluso el delito puede llegar a ser funcional, no en el sentido de ser «positivo» (como se le ha querido alguna vez imputar a Durkheim), sino en el más complejo de desencadenar fuerzas de reacción, de aproximar a las conciencias honradas (y «concentrarlas», añade Garland) y, por esa vía, contribuir decisivamente a la cohesión social. Durkheim, hace más...

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