Dominio público portuario y ordenación territorial: competencias del Estado y de las Comunidades Autónomas

AutorLuciano Parejo Alfonso
CargoCatedrático de Derecho Administrativo. Universidad Carlos III de Madrid
  1. INTRODUCCION. EL OBJETO DE LA LEY. EL NUEVO ORDENAMIENTO PORTUARIO: FORMALIZACION DE UNA POLITICA SECTORIAL COMO SUBSISTEMA. CON LOGICA PROPIA DENTRO DEL SISTEMA DE POLITICAS PUBLICAS

    La Ley de Puertos del Estado y de la Marina Mercante, según se explicita en su Preámbulo, tiene por objeto establecer un nuevo modelo organizativo y funcional para el desarrollo de la política (estatal) (Ref.) portuaria y de la marina mercante. Este nuevo modelo responde, por lo que respecta concretamente a los puertos, a los siguientes principios:

    - En lo funcional: la doble consideración de los puertos como establecimientos con identidad propia (unidades económicas precisadas de una gestión ágil y eficaz) y como elementos de un conjunto trabado (el sistema portuario, precisado de una planificación y de una dirección y un control únicos),

    - En lo organizativo - institucional y en correspondencia con lo anterior: la asignación de la gestión de cada puerto a una Autoridad específica dotada de amplia autonomía para el cumplimiento de sus cometidos y el encuadramiento de estas Autoridades en un ente público coordinador, concebido significativamente a modo de «holding» y conectado con (dependiente de) el Ministerio de Obras Públicas y Transportes (Ref.).

    - En lo sustantivo: la articulación del régimen portuario sobre la base de los siguientes elementos:

    1. Los puertos marítimos (y las instalaciones marítimas, que ahora no interesan tanto), en tanto que espacios físicos dotados de una organización específica, es decir, verdaderos establecimientos públicos idóneos para la prestación de determinados servicios.

    2. El dominio público portuario, en el que se integran los bienes del dominio público marítimo - terrestre afectados al servicio portuario.

    3. La policía del precedente dominio público y el régimen de prestación de los servicios de los puertos, incluyendo el régimen sancionador correspondiente.

    Se está, pues, ante la formalización legal de una política sectorial, que lógicamente organiza el entero ordenamiento a que da lugar en razón al interés específico - el portuario - que constituye u fundamento y razón de ser y que se erige en el centro de gravedad del sistema, funcionalizando todas las piezas y, por tanto, los institutos jurídicos que lo componen. Esta completa renovación del ordenamiento portuario forma parte de un más amplio proceso de actualización iniciado con la Ley de Aguas de 1985 y continuado con la Ley de Carreteras y la Ley de Costas, ambas de 1988; todas las cuales han procedido inevitablemente de idéntica manera, es decir, colocándose en la perspectiva del interés público concreto y sectorial correspondiente para diseñar un sistema coherente; coherente en primer término, naturalmente, desde la aludida perspectiva y sobre la base de las ideas del ciclo hidrológico en la Ley de Aguas, los itinerarios integrados en un sistema de comunicaciones en la Ley de Carreteras y la integridad del dominio marítimo en la Ley de Costas.

    Es obligado que así sea, pues la misión primera de la legislación sectorial es, justamente, la realización del concreto interés público que constituye su objeto. Y es, además, conforme al orden constitucional, que contiene desde luego mandatos de desarrollo (especialmente en el Capítulo III de su Título l), establecidos en atención a y para el servicio de valores o bienes específicos, constitucionalmente protegidos. Considerada en sí misma, nada puede reprocharse a la sectorialidad de los ordenamientos administrativos como el que ahora es objeto de nuestra atención.

    El problema surge cuando se interroga sobre los términos del desarrollo de la lógica sectorial. Porque si es cierto que la Constitución legitima y aún. postula las políticas públicas sectoriales con sustantividad y lógica propias, no lo es menos que contempla también, simultáneamente, políticas horizontales, de lógica transversal a las anteriores y cuyo contenido se entrecruza, consecuentemente, con el de éstas (se trata, básicamente, de las políticas económicas, de ordenación territorial y urbanística y ambiental). Estas otras políticas obedecen a la paralela consagración constitucional de valores y, bienes globales o de síntesis, tales como el equilibrio y la armonía del desarrollo de la actividad económica general en la doble dimensión territorial y, sectorial (art. 131.1 CE), la racionalidad de la utilización de todos los recursos naturales - incluido el suelo -, el medio ambiente y la calidad de vida (arts. 45 y 47 CE).

    En la medida en que el orden constitucional es un sistema y una unidad (según la doctrina del Tribunal Constitucional), su correcta realización exige una adecuada interacción de las políticas sectoriales y horizontales, justamente la interacción que permita aquella ponderación de todos los bienes y por tanto, los intereses públicos relevantes capaz de conducir, en cada caso concreto, a una constitucionalmente idónea definición del interés general objetivo final. Por lo mismo, prohibe cualquier sobrevaloración de una y otra clase de políticas públicas; cualquier exceso en su configuración y alcance, que pudiera poner en peligro la realización del orden constitucional en tanto que unidad.

    Queda así planteada la cuestión clásica de la tensión dialéctica entre ambos tipos de políticas, cuya manifestación más típica es el conflicto entre las correspondientes planificaciones o programaciones. Y es aquí donde la Ley objeto de nuestro análisis suscita interrogantes y es susceptible de algunas críticas.

    Antes de proseguir en el análisis del texto legal, parece procedente señalar, a título incidental que en éste es visible la consagración de un modelo organizativo - institucional y de gestión del servicio público portuario desde la imputación tópica - sobre el presupuesto del sistema de la economía privada empresarial como ideal incuestionado - de rigidez, ineficiencia y burocratización inherentes al régimen administrativo, que se ha venido generalizando estos últimos años. Lo primero que hay que decir es que produce sorpresa la utilización, como argumento justificativo del modelo de la crítica de dicho régimen administrativo por quien (el propio poder público, el Estado) lo determina y tiene en su mano su actualización y por tanto adaptación a las necesidades para las que se dice inadecuado.

    Pero, además, la respuesta que viene dándose por parte del propio Estado a las demandas de reforma y transformación de que viene siendo objeto - de la que es un exponente más la Ley que comentamos -, lejos de contribuir a la superación de la situación deficiente de su estatuto de funcionamiento, proporcionan nuevo material para la crítica y abundan, en último término, en su deslegitimación de fondo. No es ya sólo que las reformas dirigidas a incrementar la eficacia estatal carezcan de un verdadero modelo, esquema o plan de conjunto, es que en ellas está ausente la confianza en lo público y consisten sencillamente en la búsqueda, caso por caso, de la eficacia - eficiencia mediante la mera importación y apropiación de las formas de organización y los métodos de gestión propios del sector privado. Este modo de proceder tiene, en lo fundamental, una doble y nada despreciable consecuencia: en primer término, la desacreditación global por el propio Estado de lo público y su desconexión del soporte que le proporciona su razón última de ser, la sustantividad de lo colectivo, común o solidario respecto del mundo de lo privado, de suerte que ambos mundos - lo público y lo privado - vienen a quedar colocados prácticamente en un mismo plano...

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