Poner fin a la cultura de la temporalidad (y por qué el llamado 'contrato único' es una pésima solución)

AutorMiguel Ángel Falguera Baró
CargoCoordinador
Páginas4-7
· EDITORIAL BOMARZO ·
4
EDITORIAL
PONER FIN A LA CULTURA DE LA TEMPORALIDAD (Y POR QUÉ EL
LLAMADO “CONTRATO ÚNICO” ES UNA PÉSIMA SOLUCIÓN)
Es una constante en nuestra disciplina referirse al “principio de estabilidad en el empleo” como uno de
sus pilares. Sin embargo, no deja de ser curioso observar que ese desiderátum no se exprese en la
vigente normativa en forma taxativa y concluyente.
Es sabido que en las primeras regulaciones protolaboralistas prohibían el contrato de trabajo “por toda
la vida” (ahí sigue, imperturbable, el art. 1583 CC, como una reacción al abusivo régimen gremial). El
Código del Trabajo de 1926 durante la Dictadura de Primo de Rivera (redactado por Aunós bajo la
inspiración del fascismo italiano) vino a permitir la plena libertad de negociación a las partes, fijando la
duración del contrato por el tiempo que se estipulara (aunque, en caso de omisión de término se
establecían una serie de presunciones legales en función de la forma de pago) y contemplándose
únicamente como singularidades los contratos “en relación a las obras y servicios públicos”, de
embarque y aprendizaje. La republicana Ley de Contratos de Trabajo de 1931 introdujo algunos cambios
en el anterior panorama: se afirmaba así en su artículo 21 que el contrato podía ser por tiempo
indefinido, por tiempo cierto, exprofeso o tácito, o para obra o servicio determinado, aunque en este
caso la falta de acuerdo expreso sobre la duración del contrato comportaba la aplicación del mínimo
pactado en las bases o pactos colectivos (asimilables respectivamente a los actuales laudos de
comisiones paritarios y convenios). Esa misma lógica siguió, ya bajo el franquismo, la Ley de Contratos
de Trabajo de 1944, aunque suprimiendo las referencias sustitutorias de acuerdo colectivo (como no
podía ser menos dada la ideología también fascista en que se inspiraba) por las Reglamentaciones de
Trabajo. De hecho, será el contenido de éstas y las posteriores Ordenanzas- las que vendrán a
establecer la primacía del contrato indefinido, al regular la tipificación causal y condicionada de las
actividades “de temporada” (origen del actual contrato fijo discontinuo). De esa peculiar fuente
emergerá el criterio jurisprudencial de estabilidad en el empleo, que, finalmente, hallará plena
consagración en el art. 14 de la Ley de Relaciones Laborales de 1976 al regular la presunción de
indefinitud del vínculo laboral, con la única excepción de los contratos eventuales, obra o servicio e
interinidad (junto con otros supuestos). Esa misma inercia siguió posteriormente el Estatuto de los
Trabajadores en 1980. De esta forma se vino a consagrar un diseño legal en el que el paradigma era el
vínculo contractual indefinido, salvo excepciones causales de temporalidad.
Sin embargo, la Ley 32/1984 con el PSOE de González en el poder- vino a romper en buena medida ese
modelo. En unos momentos de notorio crisis del empleo se creyó en forma errónea, como la
experiencia posterior puso en evidencia- que la temporalidad era una forma de creación (más bien, de
“distribución”) de empleo. Emergió así la nefasta experiencia del contrato “de fomento del empleo”,
que permitía vínculos a tiempo cierto aunque no existiera causa (una lógica que aún sigue perviviendo
en la cuestionable modalidad contractual para personas con discapacidad). Y ello fue acompañado con
la eliminación de la presunción legal de indefinitud del vínculo contractual. Aparece así la paradoja
antes apuntada: el “principio de estabilidad en el empleo”, pese a su indiscutible vigencia in pectore,
sólo estuvo expresamente recogido en nuestro marco legal a lo largo de apenas ocho años…
Es en la reforma laboral de 1984 dónde hay que situar la actual “cultura de la temporalidad” que con
tanta virulencia sigue campando en el predio laboral. A partir de ese momento se dinamita en la
realidad de las relaciones laborales el principio de estabilidad en el empleo.
La respuesta sindical ante el panorama de precarización que ese cambio normativo conllevó (y ante la
pretensión gubernamental de implementar un nuevo contrato temporal para jóvenes en condiciones
ínfimas) dio lugar a la huelga general más importante en el actual sistema constitucional, el 14 de
diciembre de 1988. De ese exitoso conflicto se derivaron indudables mejoras, como el incremento de las
pensiones, el reconocimiento del derecho a la negociación colectiva de los funcionarios, la
universalización de la asistencia sanitaria o la implantación del nivel asistencial en la Seguridad Social.
Sin embargo, el poder público fue muy renuente entonces a modificar el modelo contractual, en forma
tal que los sindicatos sólo obtuvieron como contrapartida el engorroso e inane control de la copia
básica, que aún sigue regulado en el art. 8 ET.

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