Dirección política y función del gobierno en la historia constitucional

AutorIgnacio Fernández Sarasola
CargoDoctor en Derecho
I Las monarquías medievales y el absolutismo de la edad moderna: de la orientación teológica a la secularización de los fines públicos

El concepto de función de gobierno es muy reciente, formulándose por vez primera en el siglo XX de manos de la doctrina italiana que venía, así, a añadir una más a las tres clásicas funciones estatales. Sin embargo, como gran parte de los conceptos constitucionales, hunde sus raíces en precedentes más o menos directos que, en este caso, pueden retrotraerse hasta el medioevo.

Durante la Alta Edad Media, la configuración socio-política impedía que se llegara a percibir el ejercicio de una actividad libre de gobierno. La sociedad estaba caracterizada por su naturaleza estática, conforme a la cual los sujetos se integraban en distintos grupos o estamentos predefinidos. Cada grupo social se relacionaba con los restantes a través de un principio de distribución de cometidos (relación horizontal) y, a la vez, se estructuraba internamente en unidades jerarquizadas (relación vertical). Ambas relaciones estaban predeterminadas de forma exógena, a través de prescripciones divinas o históricas que imponían a cada grupo los fines que debían perseguir1, suprimiéndose en consecuencia la libertad individual de elección o, lo que es lo mismo, esferas de autonomía decisoria.

La falta de dinamismo social se reproducía también en el ámbito del ejercicio del poder público. El Monarca altomedieval, limitado ad extra por las pretensiones de Iglesia e Imperio, y ad intra por la dispersión feudal, carecía realmente de un poder político y normativo propio y definido2. Su cometido se reducía a actuar como Rex Iudex, como alta instancia de justicia o supremo tribunal de apelación, al que le correspondía no ya innovar el ordenamiento (Legis Datio), sino aplicar el usus terrae existente (Iuris Dictio), conforme a la idea de que la justicia y la antigüedad constituían los criterios de validez3.

Durante la Baja Edad Media se asistió a un proceso gradual de concentración de poder público en manos de los Reyes nacionales en detrimento tanto de los localismos4 como de las pretensiones universalizantes de Iglesia e Imperio, y que culminó en la Edad Moderna con el absolutismo monárquico. El titular de la Corona fue paulatinamente desprendiéndose de su carácter exclusivo de Iudex para concebirse como instancia creadora de Derecho en torno a la cual se configuró el concepto de soberanía como suprema potestas normandi. Pero, además, el mayor dinamismo social, reflejo de la nueva mentalidad mercantil5, fue concediendo un mayor relieve al Derecho decidido (Rex facit legem; quod princeps placuit legis habet vigorem), superando la petrificación del ordenamiento jurídico. El Monarca, por tanto, no era sólo un juez que aplicaba un Derecho preexistente en la conciencia de la comunidad, sino que decidía, creando nuevas normas. En este sentido, Bracton, en su De Legibus Et Consuetudinibus Angliæ atribuyó al Rey dos potestades distintas: no sólo poseía la iurisdictio, sino también el gubernaculum6. Bracton identificó esta última potestad como un poder discrecional7, y por tanto no circunscrito a la aplicación automática del usus terrae.

En el proceso de concentración de poder en torno a las instancias seculares intervino además un cambio de legitimación del poder público. Aun cuando algunos teóricos del absolutismo regio postularon teorías teocráticas -que se extendieron hasta Jacobo I, Robert Filmer y Bossuet-, lo cierto es que prevaleció la legitimación "ascendente" del poder secular8, es decir, la apoyatura en la comunidad o Reino. Tal concepción, que permitía al poder secular desvincularse de las teorías hierocráticas9, partía de la idea de que la comunidad (soberana in radice) transfería al Rey el poder soberano (translatio imperii) a través de un pacto (pactum subjectionis), que convertía al Monarca en soberano in actu. La transferencia del poder estaba cargada de un componente teleológico determinado por la Ley natural y divina: el Rey recibía el poder con el objeto de guiar la comunidad al mayor bienestar (en sentido teológico)10. De este modo, el Rey se convertía en un officium publicum, en un "administrador para la utilidad de la República", según palabras de Nicolás de Cusa11. En esta tarea de guía terrenal, el Monarca decidía con libertad los fines colaterales que debían conducir al fin trascendente, definido en términos muy generales (pax publica, publica utilitas...) y ni la costumbre ni la ley positiva (en cuya elaboración podía participar la comunidad, según las teorías de la Monarquía dualista) podían circunscribir totalmente esta libertad. Así, Marsilio de Padua, quien postulaba que la ley era fruto de la comunidad o de la valentior pars de ésta12, entendía que esta fuente normativa no podía eliminar totalmente un necesario margen de libertad que permanecía siempre en el Rey, y que quedaba sujeto sólo a la "prudencia política"13.

La percepción de ámbitos donde sólo actuaba la "prudencia política" sirvió para definir y limitar a la vez un campo de poder regio autónomo y libre. Sin perjuicio de que el Rey debía actuar sub lege (entendiendo por esta última ya la costumbre, ya las propias normas del Rey dictadas por sí solo o con el acuerdo de los Estados Generales, según distinguió Fortescue14), existían determinados ámbitos de actividad que estaban sujetos sólo a su propia prudencia. Así, el Monarca gozaba de un margen de libertad que le permitía interpretar qué caminos resultaban más adecuados para conducir la comunidad hacia el fin universal del bien común.

La importancia de la "prudencia política" en el ejercicio del poder ya la había señalado Cicerón, quien consideraba que la prudencia y la justicia eran en todo caso cualidades imprescindibles para el buen gobernante15. A lo largo de los siglos XIII-XVI, los teóricos políticos insistieron en la importancia que tenía la prudentia para el gobernante, habida cuenta que las leyes no podían limitar toda la extensión del poder público: "aunque el príncipe deba dominar según las leyes -exponía el conciliarista Nicolás de Cusa-, sin embargo, porque también es señor de muchas cosas de las que nada se dice con certeza de las leyes (...) debe ser prudente"16. Algo parecido sostenía el monarcómaco Althusio al afirmar que el Rey debía administrar el Reino según la prudencia política o "entendimiento político", seleccionando aquello que debía hacerse u omitirse para la recta administración del Reino17.

La relevancia de la prudencia política justificaba que ésta debiera constar entre el acervo de conocimientos que debía dispensarse a los Príncipes. Así, no es de extrañar que en los Specula Principum18 dirigidos a los Príncipes, la formación de una alta prudencia política constase entre las principales aspiraciones. En su De regimine principum (1285), escrito por Egidio Romano para Felipe el Hermoso, el autor afirmaba que la prudencia era una virtud intelectual esencial entre los reyes, comparándola con un ojo con el que se oteaba más allá que el resto de los mortales, permitiéndole guiar correctamente la comunidad19. Por su parte, Erasmo de Rotterdam citaba entre las cualidades del Príncipe la perspicacia y la sabiduría20. Finalmente, la prudencia ocupaba un lugar preeminente para la formación de la Monarquía Universal que pretendía Tomasso Campanella. Para Campanella, el Imperio debía apoyarse en tres causas: Dios, la oportunidad y la prudencia. Mediante esta última, el Monarca podría anticiparse a los efectos que derivasen del desarrollo de los acontecimientos. Este ojo (metáfora ya utilizada por Egidio Romano) permitía, pues, al Rey ver más allá de la ignorancia21. La prudencia era, entonces, "la más rica joya" que adornaba al Príncipe, puesto que le permitía prever el futuro y corregir el rumbo para encaminar la comunidad hacia el fin universal determinado de forma trascendente.

Entre la neoescolástica española también Alonso de Castro mencionó la prudencia política. Para esta corriente de pensamiento, la soberanía se plasmaba en el ejercicio del poder legislativo, de modo que el Soberano-legislador debía estar dotado de prudencia política para ejercer correctamente su función22. La prudencia aparecía, entonces, no ya como un ámbito discrecional que operaba praeter legem, sino también ante legem. La ley, por tanto, era el producto de una decisión en la que había intervenido la...

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