La política comunitaria de inmigración en la Constitución Europea

AutorJoaquín García Murcia
CargoCatedrático de Derecho del Trabajo y Seguridad Social. Universidad de Oviedo
Páginas217-240

INTRODUCCIÓN Y PLANTEAMIENTO

La política de inmigración y extranje ría y, en particular, la regulación de los flujos migratorios con fines de trabajo, sigue estando aún, en su mayor parte, en manos de los Estados nacionales. Las razones son fáciles de comprender. Por lo pronto, el Estado sigue siendo por ahora el guardián principal del orden y la seguridad pública, y sigue contando a tales efectos con el mayor número de los instrumentos existentes (de policía, primordialmente). Por otro lado, los mercados de trabajo son todavía mercados eminentemente nacionales, acotados formalmente por normas de alcance nacional (administrativas, financieras, laborales, etc.) y organizados conforme a pautas y tradiciones de cada país. Por otro, en fin, las Comunidades nacionales siguen funcionando, se quiera o no, como una especie de barrera para la entrada de personas foráneas con fines de trabajo o residencia, ya sea directamente, por el temor que ello pudiera inspirar desde el punto de vista de las oportunidades de empleo, ya sea indirectamente, por simples recelos de orden religioso, cultural o social.

De cualquier modo, la tendencia a crear espacios supranacionales carentes de fronteras comerciales y económicas, cada vez más intensa, conduce casi inevitablemente a trasladar las lindes del mercado de trabajo hacia un nivel superior, mucho más cuando los Estados afectados tienden también a la consecución de una mínima unidad en el plano político. Eso es, justamente, lo que ocurre en el ámbito de la Comunidad Europea, que empezó siendo una comunidad de mercados económicos pero que muy pronto promovió la configuración de un mercado común de trabajo e incluso de un espacio común de los oficios y profesiones, mucho más desde que se intensificaron los pasos hacia la construcción de la unidad política y financiera. No podía extrañar, por ello, que la Comunidad Europea acabara asumiendo también competencias en la delimitación y el control de las fronteras exteriores, esto es, en todas aquellas cuestiones que atañen a la entrada o estancia de personas procedentes de terceros países, y tampoco podía sorprender que, al amparo de esas competencias más generales, empezara a intervenir en relación con la entrada o estancia de personas con fines de empleo, esto es, en relación con las migraciones propiamente laborales1.

Visto el proceso desde la perspectiva actual, cabe decir que la presencia comunitaria en materia de inmigración va cobrando peso con el transcurso de los años, aunque de momento no haya llegado a sustituir la tradicional acción de los Estados, que siguen manteniendo las competencias más importantes en este terreno. Dicho de otro modo: se trata de una materia en la que las instituciones comunitarias van preparándose para intervenir pero en la que, al mismo tiempo, sigue siendo esencial la política nacional de los Estados miembros. Desde el punto de vista institucional estamos, así pues, en el ámbito de las competencias compartidas, en el que son de vital importancia, desde luego, los criterios jurídicos de distribución y asignación de papeles (que poco a poco van perfilándose), pero en el que también cobran interés las líneas de tendencia y las perspectivas de futuro, pues la situación actual no es más que el fruto momentáneo de un proceso que con toda seguridad acabará otorgando a la Comunidad Europea la condición de protagonista y que, en contrapartida, irá debilitando el papel de los Estados miembros, que están abocados a perder muchas de sus actuales potestades. Es evidente que de forma paulatina las demarcaciones nacionales dejarán paso a un sistema más integrado, en el que la línea de frontera se corresponderá con los contornos territoriales de la propia Comunidad.

Naturalmente, el último peldaño de todo ese proceso tendrá que coincidir con la construcción de una auténtica organización política a escala comunitaria, en la que los Estados nacionales no sean más que piezas de un entramado con vocación de unidad, tanto hacia el exterior (donde la política de defensa y de control de fronteras ocuparía un lugar estelar) como hacia el interior (con una política económica y laboral prácticamente unificada). Si bien se mira, sólo en ese escenario podrá llegarse de verdad a un mercado de trabajo «comunitarizado», tanto en su configuración interna como en su relación con terceros países. Pero nada impide que mientras dicho proceso no alcance su cenit se camine en esa misma dirección mediante la homologación de programas y la coordinación de actuaciones, sobre todo en aquellas parcelas que puedan quedar más afectadas por las exigencias de integración económica y las consecuencias del paulatino proceso de unidad en el plano político. Una de ellas es, desde luego, la ordenación del mercado de trabajo, que no es sólo un componente inexcusable del sistema productivo sino también uno de los ámbitos de referencia en la política de control de fronteras y de seguridad interior. Si la primera de esas facetas ha dado lugar a la libre circulación de trabajadores (y de personas, al fin y al cabo), la segunda es la que propicia, precisamente, una política común de inmigración, como parte de la política de «extranjería» y de relación con terceros Estados.

Las dos facetas, en cualquier caso, están indisolublemente unidas. La asunción por parte de la Comunidad Europea de competencias en materia de inmigración es, como fácilmente puede comprenderse, una consecuencia inevitable de la consecución del mercado común de trabajo. En la medida en que la libertad de movimientos con fines laborales se ha ido ampliando al conjunto del espacio comunitario, más allá de aquellos límites tradicionales representados por las fronteras nacionales, ha ido surgiendo la necesidad de que sea la propia Comunidad, y no tanto los Estados miembros, la que se encargue de los flujos de personas desde las lindes exteriores; el limes, por decirlo así, va dejando de ser la frontera nacional para situarse en la demarcación territorial comunitaria. Ciertamente, la entrada desde el exterior a un país miembro de la Comunidad no tiene por qué acarrear, por sí sola, derecho alguno de circulación por la totalidad del espacio comunitario, pero también es verdad que el progresivo debilitamiento de las fronteras nacionales como resultado de los derechos de libre circulación de los ciudadanos comunitarios traspasa irremediablemente a las fronteras exteriores de la Comunidad la condición de puerta de entrada para los ciudadanos de terceros países. También les otorga, como es natural, la condición de barrera a efectos de trabajo, pues en la mayor parte de los casos la llamada de extranjeros a esa puerta no tendrá más motivos que el empleo2.

DE LA LIBRE CIRCULACIÓN DE TRABAJADORES A LA EMERGENCIA DE UN ESPACIO COMÚN DE MOVIMIENTO DE PERSONAS

La construcción del mercado común de trabajo en el seno de la Comunidad Europea tiene su principal soporte, como es sabido, en el principio de libre circulación de trabajadores. Se trata sin duda de uno de los principios clásicos del Derecho comunitario, plasmado desde el primer momento y sin interrupción en el texto de los Tratados (hoy en día en el art. 39, originalmente en el art. 48), y elevado formalmente a derecho fundamental con la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea aprobada en el año 2000, conforme a la cual «todo ciudadano de la Unión tiene la libertad de buscar un empleo, de trabajar, de establecerse o de prestar servicios en cualquier Estado miembro» (art. 15.2). Ya figuraba, por cierto, entre los derechos básicos de los trabajadores codificados por la Carta Comunitaria de Derechos Sociales Fundamentales de los Trabajadores de 1989, cuyo artículo 1.1 reconoció a «todo trabajador de la Comunidad Europea» el derecho «a la libre circulación en todo el territorio de la Comunidad».

En su formulación tradicional, el derecho a la libre circulación actúa sobre todo como una especie de garantía institucional, en la medida en que su primera exigencia es que quede «asegurada» la libre circulación de los trabajadores dentro de la Comunidad» (art. 39 TCE), con el objetivo último, como es fácil de captar, de coadyuvar a la construcción de un mercado comunitario para el factor trabajo, de manera similar a lo que supone la libre circulación de mercancías, servicios y capitales para la consecución de la unidad económica y productiva (art. 3.1.c TCE). En ese derecho, el papel protagonista corresponde desde luego a la prohibición de discriminación por razón de nacionalidad en materia de empleo y condiciones de trabajo, que en principio se limita al arco comunitario y que a fin de cuentas es el germen del derecho de todo nacional comunitario a desplazarse, residir y permanecer libremente en cualquier parte del territorio de la Comunidad con fines de empleo, con el único límite de la preservación del orden público, la seguridad pública y la salud pública (y, en su caso, de la reserva de los empleos que impliquen ejercicio de autoridad pública). Del sentido y contenido del derecho y de sus múltiples manifestaciones se han ocupado, como es de sobra conocido, numerosas normas comunitarias (directivas y reglamentos)3, habilitadas por el propio Tratado fundacional y recientemente sometidas, por cierto, a una importante labor de revisión a cargo de la Directiva 2004/38, de 29 de abril de 20044.

Pero el derecho a la libre circulación de «trabajadores» ha sido también el germen de otro derecho más amplio: el derecho a la libre circulación de «personas» en el espacio comunitario, al margen ya de los motivos estrictamente laborales o profesionales. La Comunidad Europea, por decirlo de otro modo, se ha ido transmutando, desde su configuración inicial como comunidad de trabajo (comunidad económica, en esencia) en una «Unión» política e institucional, esto es, en un «espacio sin fronteras interiores» (art. 14.2 TCE) en el que ya empieza a vislumbrarse una nueva «ciudadanía», aunque sea ciudadanía de segundo grado, en tanto que se adquiere por ser nacional de un Estado miembro (art. 17 TCE). En esta otra faceta, el derecho a la libre circulación no es sólo un derecho ligado al trabajo sino un derecho genuino «a circular y residir libremente en el territorio de los Estados miembros», algo que se ha ido perfilando con el propio devenir de la normativa comunitaria sobre libre circulación de trabajadores5 y que hoy en día se reconoce abiertamente en el art. 45.1 de la Carta de Derechos Fundamentales de la UE, que no en vano adscribe el derecho a la libre circulación al catálogo de derechos de la «ciudadanía».

Como es fácil de comprender, el reconocimiento del derecho de libre circulación a favor de los trabajadores comunitarios ya entrañaba la necesidad de contemplar el espacio exterior, pues al mismo tiempo que ponía en marcha un mercado de libre acceso y de libertad de movimientos para sus titulares alzaba una especie de barrera, y no sólo imaginaria, para quienes se acercaban al territorio de la Comunidad desde sus fronteras exteriores, que no podían acceder a dicho territorio sino de manera indirecta, tras cumplir las exigencias de autorización (entrada, estancia o residencia) impuestas por la correspondiente legislación nacional. Pero fue el avance de los derechos de «ciudadanía europea» el que contribuyó de manera principal a la emergencia de las «fronteras exteriores» de la Comunidad, esto es, a la emergencia de una frontera común para el conjunto del territorio comunitario (de una «frontera europea», al fin y al cabo). Con la puesta en práctica de la ciudadanía europea y la consiguiente supresión de las fronteras interiores a efectos de movimiento de personas, el territorio de la Comunidad pasaba a ser no sólo un espacio de «libertad» para los nacionales de los Estados miembros, sino también el marco de referencia para la política comunitaria de «seguridad», que en buena medida iba a ser, como es fácil de intuir, una política de control de entradas y salidas de ciudadanos de terceros países6.

No podía extrañar, por ello, el interés de los Estados miembros, y de las instituciones comunitarias a la postre, en incrementar las posibilidades de intervención de la Comunidad en ese terreno, en el que la acción aislada de los Estados miembros empezaba a encontrar muchas limitaciones. Sin perjuicio de algunos otros precedentes7, tal interés empezó a cuajar con la firma por parte de un buen número de países comunitarios del Acuerdo de «Schengen» (suscrito, concretamente, con fecha de 14 de junio de 19858), mediante el que se pretendía poner en marcha una política común en materia de «libertad y seguridad» y, en última instancia, crear las condiciones adecuadas para la «supresión gradual de los controles en las fronteras comunes». No fue una intervención comunitaria en sentido estricto, pero seguramente fue la espoleta para que con el transcurso del tiempo la propia Comunidad tomara conciencia de la nueva situación9. A la postre, y por medio de las reformas introducidas en el Tratado con ocasión de Maastricht y Ámsterdam10, las instituciones comunitarias quedarían formalmente habilitadas para adoptar «medidas relativas a la entrada y circulación de personas» (art. 3.1.d TCE), en un doble sentido: para facilitar la entrada, estancia y circulación de los ciudadanos de la Unión por el territorio de cualquier Estado miembro, pero también para controlar los flujos de personas provenientes de «terceros países». Más específicamente, la Comunidad Europea asumiría competencias para garantizar en caso necesario las libertades de circulación y residencia de los ciudadanos comunitarios en cualquier país miembro (art. 18.2 TCE), para tomar medidas relativas a visados, asilo e inmigración, y, en general, para desarrollar «otras políticas relacionadas con la libre circulación de personas», encaminadas unas y otras a crear un espacio común «de libertad, de seguridad y de justicia» y a facilitar la cooperación en materia judicial y policial (arts. 61 y sig., TCE)11.

Tales competencias han dado lugar ya a un número apreciable de normas comunitarias relativas al «espacio exterior» y, en particular, a los flujos de personas procedentes de terceros países12. De momento, y dejando al margen algunas disposiciones más específicas, como las relativas a las solicitudes de asilo13, o las más recientes sobre entrada con fines de estudio o similares14, tales normas se pueden agrupar en tres grandes apartados: a) las que persiguen sobre todo la represión del tráfico ilegal de personas15; b) las que se ocupan de los requisitos de entrada y, en particular, de los visados16; y c) las que facilitan la entrada, la integración social y, en su caso, el reagrupamiento familiar de los inmigrantes17. Como puede apreciarse Œy como se aprecia también, dicho sea de paso, en las que se ocupan de la libre circulación de trabajadores, salvando las distanciasŒ, son normas que tratan de conjugar dos grandes objetivos. Por una parte, el establecimiento de controles y filtros en la entrada de nacionales de terceros países, entre otras razones para evitar actividades delictivas o perturbadoras del orden social y político. Por otra, la progresiva integración social de esas personas y, llegado el caso, la extensión a las mismas de los derechos que ya se han consolidado a favor de los ciudadanos comunitarios (en la dirección que señala, a fin de cuentas, el art.45.2 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea). Lo mismo que la libre circulación de trabajadores ha conducido a la libre circulación de personas, la creación de un espacio común de libertad de movimientos va a facilitar la circulación de quienes, procediendo de terceros países, acceden al territorio comunitario en condiciones legales o protegidas.

LA CONFIGURACIÓN CONSTITUCIONAL DEL ESPACIO COMUNITARIO «DE LIBERTAD, SEGURIDAD Y JUSTICIA»

Formalmente, los artículos 61 y siguientes del Tratado aún vigente se hacen cargo de las dos grandes facetas que presenta la circulación de personas en el ámbito comunitario: plena libertad de movimientos para los nacionales de países miembros, sin barrera o interferencia alguna (más allá de las consabidas cautelas del orden público), y seguridad para quienes hagan uso de esos derechos de circulación y, en general, para quienes residan en el territorio comunitario (con el añadido de la pertinente cooperación judicial, que presupone también cooperación administrativa y policial). El principal centro de atención en todos esos preceptos no puede ser otro, en consecuencia, que el interior de la Comunidad, que se contempla aquí como un espacio digno de tutela, tanto en su dimensión territorial como en su composición personal, y tanto en positivo (que las personas puedan circular libremente) como en negativo (que esas personas no queden expuestas a posibles riesgos para su seguridad); en eso consiste, en definitiva, el «espacio de libertad, seguridad y justicia» que empezó a cobrar cuerpo con el Tratado de Ámsterdam. Pero, naturalmente, libertad de movimientos en el plano interno tan sólo puede ser efectiva si se acompaña de un adecuado control de las fronteras exteriores. De ahí que buena parte de aquellos preceptos se dedique, en realidad, a los flujos de personas procedentes de terceros países, ya sea para imponer unos trámites comunes a toda la Comunidad, ya sea, en su caso, para atender a quienes desde ese otro lado de la frontera pretendan incorporarse o se incorporen de hecho al recinto comunitario.

La manera de abordar este fenómeno es muy similar en el texto de la futura Constitución Europea, que acoge con bastante fidelidad las líneas de regulación de sus precedentes, bien es cierto que con una formulación parcialmente diferenciada. Como en tantas otras materias, la Constitución Europea no ha hecho en este caso más que confirmar el proceso que ya se venía registrando en el Derecho comunitario desde las décadas anteriores y, en especial, desde los años noventa. Como no podía ser de otro modo, asume como uno de los pilares fundamentales de la construcción europea la libertad de circulación y residencia de los nacionales de los países miembros (artículo II-105), y fija entre sus objetivos y entre sus competencias básicas la creación y salvaguarda de un «espacio de libertad, seguridad y justicia» (artículo I-14.2, artículo I-42, y artículos III-257 y siguientes), en el que se conjugan ya los dos tipos de medidas que afectan al movimiento de personas en relación con el espacio comunitario: libertad de movimientos en el plano interno y control de los flujos de personas en las fronteras exteriores18.

Obviamente, es esta segunda faceta la que de manera más directa afecta a los movimientos migratorios. A ella dedica la Constitución Europea el Capítulo IV del Título III («Políticas y acciones internas») de su Parte III («De las políticas y el funcionamiento de la Unión»). Son, concretamente, los artículos III-257 a III-277 de la Constitución Europea los que se dedican en particular a la configuración jurídica de aquel «espacio de libertad, seguridad y justicia», siempre con el doble objetivo, ya presente en las normas actuales, de facilitar los movimientos de personas en el interior de la Comunidad («libertad») y de garantizar la seguridad de las mismas («seguridad»), con el apoyo, entre otros, de los instrumentos judiciales («justicia»). Se trata, de nuevo, de dar continuidad al proceso iniciado con ocasión del Acuerdo de Schengen, que al igual que sucedió con la reforma llevada a cabo por el Tratado de Ámsterdam, queda ahora incorporado al texto constitucional europeo mediante el correspondiente Protocolo19.

Desde un punto de vista sistemático, el Capítulo dedicado por la Constitución Europea al espacio de libertad, seguridad y justicia viene a ser una especie de cláusula de cierre en la delimitación de «las políticas y el funcionamiento de la Unión», que se centran en primer término en la construcción del mercado interior (la libre circulación de personas y servicios), continúan con la descripción de los ámbitos económicos y sociales de posible intervención comunitaria (entre ellos, los relativos al empleo y a la política social), y culminan con la política de seguridad y control de fronteras (sin perjuicio de la referencia final a las posibles acciones de «apoyo, coordinación o complemento» a las políticas nacionales). La regulación constitucional del espacio de libertad, seguridad y justicia debe conectarse, por otra parte, con otros muchos segmentos normativos de la propia Constitución Europea, ya sea en atención a sus fines, ya lo sea por lo que atañe a su contenido. En primer lugar, desde luego, con las reglas sobre libre circulación de trabajadores (arts. III-133 y sig.), que, como ya vimos, han sido el germen de la libre circulación de personas y las causantes, a la postre, de la irrupción de una frontera exterior común para todos los países miembros. Seguidamente, con las reglas que consagran el derecho a la libertad y seguridad (art. II-66) y el derecho de libre circulación y residencia dentro del territorio comunitario (art. II-105), extensibles, por cierto, a los nacionales de terceros países con residencia legal en algún Estado miembro. Por último, con todos aquellos preceptos que tienen por objeto la identificación de la Comunidad como sujeto político, ya sea como entidad única con vistas al exterior20, ya sea como organización compuesta por diversos Estados nacionales21.

Atendiendo a su contenido, la regulación constitucional del espacio de libertad, seguridad y justicia parece mucho más ambiciosa que sus precedentes, en todos los órdenes. No sólo porque es mucho más extensa y diversificada (y más ordenada, dicho sea de paso), sino también porque fija con mucha mayor precisión los grandes objetivos, los ámbitos de actuación y los instrumentos disponibles para la correspondiente política comunitaria. Tal vez la principal aportación del Capítulo IV (Parte III) de la Constitución Europea en este contexto sea la declaración formal y directa de la Unión Europea como un «espacio de libertad, seguridad y justicia» que habrá de guiarse por el «respeto de los derechos fundamentales» y la consideración hacia «los distintos sistemas y tradiciones jurídicas de los Estados miembros». Parece superarse, así, el carácter más bien programático de los textos precedentes, para los que el citado espacio se conformaba ante todo como un horizonte hacia el que debía orientarse la acción comunitaria. Fiel a esa declaración, la Constitución Europea también se compromete a garantizar tanto «la ausencia de controles de las personas en las fronteras interiores» como «un nivel elevado de seguridad» mediante medidas de prevención de la delincuencia, de coordinación y cooperación policial y judicial, y de aproximación de las legislaciones penales, todo ello con el objetivo de la implantación progresiva de «un sistema integrado de gestión de las fronteras exteriores»22.

Las mayores aspiraciones que la Constitución Europea parece albergar respecto de sus precedentes normativos se dejan notar, particularmente, en los preceptos dedicados a la política comunitaria de inmigración y de asilo. En este ámbito, en efecto, la regulación constitucional no se contenta ya con la previsión de medidas a medio o largo plazo, ni con la ocasional enumeración de actuaciones concretas, sino que se atreve a fijar los principios y objetivos que deben guiar la acción comunitaria, e incluso a reconocer derechos en favor de quienes acceden a la Comunidad desde terceros Estados. Entre esos principios vale la pena destacar el de «la solidaridad entre Estados miembros» (art. III.257.2), el de «gestión eficaz» de los flujos migratorios (art. III-267.1), el de «reparto equitativo» de cargas y responsabilidades, incluido el plano financiero (art. III-268), y el de lucha contra el racismo y la xenofobia (art. III-257-3). Entre los derechos de quienes traspasen hacia el interior las fronteras comunitarias (nacionales de terceros países o apátridas) figura, sobre todo, el de «trato equitativo» respecto de los nacionales de los Estados miembros, que se ciñe ciertamente a quienes acrediten residencia legal en un Estado miembro (arts. III-257.2 y III.267.1), pero que actúa a su vez como germen de otros numerosos derechos, entre ellos el de circulación y residencia dentro del espacio comunitario (art. III-267.2).

Muchos y muy variados son los instrumentos previstos por la Constitución Europea para llevar a cabo esta política común o coordinada relativa al espacio de libertad, seguridad y justicia. Como premisa general, el art. I-42 CE prevé la posibilidad de adoptar leyes y leyes marco destinadas, en caso necesario, a la aproximación de las disposiciones legales y reglamentarias de los Estados miembros. En un terreno más concreto, el art. III-265 CE identifica como tareas propias de las leyes o leyes marco europeas el establecimiento de una política común de visados y otros permisos de residencia de corta duración, los controles de personas en las fronteras exteriores, las condiciones de circulación de los nacionales de terceros Estados por el territorio comunitario, la supresión de controles para aquellas personas (cualquiera que sea su nacionalidad) que crucen fronteras interiores, y «cualquier medida necesaria para el establecimiento progresivo de un sistema integrado de gestión de las fronteras exteriores», sin perjuicio de la competencia de los Estados miembros «respecto de la delimitación geográfica de sus fronteras, de conformidad con el Derecho internacional»23. Dentro de este marco, el Consejo Europeo queda habilitado, principalmente, para definir «las orientaciones estratégicas de la programación legislativa y operativa en el espacio de libertad, seguridad y justicia», y para adoptar reglamentos europeos destinados a garantizar la cooperación administrativa entre los servicios de los Estados miembros, todo ello «sin perjuicio del ejercicio de las responsabilidades que incumben a los Estados miembros en cuanto al cumplimiento del orden público y la salvaguardia de la seguridad interior» (arts. III-258 CE y sig.). Téngase en cuenta, por lo demás, que para este apartado de la política comunitaria no sólo se han previsto instrumentos normativos en sentido estricto, ya que también aquí puede jugar un papel destacado la labor de fomento de la confianza mutua y de la cooperación entre las autoridades competentes de los Estados miembros, como se desprende con carácter general del art. I-42 CE y como se detalla, en particular, en numerosos pasajes del Capítulo dedicado específicamente a el espacio de libertad, seguridad y justicia.

LA POLÍTICA DE INMIGRACIÓN COMO INGREDIENTE ESPECIAL DE LA POLÍTICA DE CONTROL DE LAS FRONTERAS EXTERIORES

Materialmente, la política de inmigración debería inscribirse o bien en la política social, por su evidente impacto en las condiciones de vida y trabajo de los correspondientes colectivos sociales, o bien en la política de empleo, por su inevitable influencia en la ordenación y el funcionamiento del mercado de trabajo. Sin embargo, su ubicación dentro del Derecho social comunitario viene siendo muy singular. En efecto, tanto el Tratado vigente como el proyecto de Constitución Europea Œbien es cierto que con una numeración y una adscripción sistemática notablemente diferenciadaŠ se ocupan de ella con ocasión del «espacio de libertad, seguridad y justicia». Las razones para esa opción normativa no son difíciles de descubrir. De momento al menos, la inmigración es para las instituciones europeas un aspecto más de la circulación de personas en el ámbito comunitario y, más concretamente, una cuestión relativa a los movimientos de personas a través de las fronteras exteriores. Dicho de otra forma: la configuración de un espacio interior libre de barreras y la puesta en marcha de una política común respecto del espacio exterior, obliga también a ocuparse de los flujos de personas procedentes de terceros Estados, aunque, como sucede habitualmente, tales flujos estén orientados sobre todo por motivos de trabajo. La ordenación del «espacio interior» obliga a ocuparse, en definitiva, de las corrientes migratorias que, aun procediendo del exterior, tienen como territorio de destino el interior de la Comunidad.

La inmigración, en cualquier caso, presenta dos grandes cuestiones, que no sólo son importantes para los países de acogida, pues hoy en día no pueden dejar de serlo, asimismo, para la propia Comunidad Europea: por un lado, una cuestión administrativa, policial o de orden público, ligada sencillamente al control de las entradas y salidas de personas y a su impacto en la organización social correspondiente; por otro, una cuestión estrictamente laboral, en tanto que, como ya se ha dicho, la mayor parte de las veces el flujo de personas hacia un determinado territorio no está motivado más que por razones de empleo o, por decirlo en términos más generales, por la necesidad de buscar nuevos o mejores medios de vida. Por ello, la regulación comunitaria de la política de inmigración, aunque se inserte formalmente en el contexto del «espacio de libertad, seguridad y justicia», no deja de presentar una doble faz: es política de control por una parte, y es política de acogida e integración por otra. El artículo III-257 de la Constitución Europea es muy sintomático a ese respecto (especialmente, en sus párrafos 2 y 3): junto a una evidente preocupación por los aspectos sociales de la inmigración (trato equitativo, prevención del racismo y la xenofobia, etc.), muestra un interés manifiesto en el control policial y judicial de los movimientos de personas a través de las fronteras exteriores.

Al primero de esos aspectos Œque es seguramente el más general, tanto por su repercusión en la política de control de fronteras como por su impacto socialŒ se refieren las previsiones iniciales del Capítulo dedicado por la Constitución Europea al espacio de libertad, seguridad y justicia (Capítulo IV del Título III de la Parte III, como se recordará), al igual que sucediera también con el Tratado aún vigente. Como era de esperar, las reglas que se le dedican se ocupan sobre todo de la entrada de personas y tratan de fijar, en particular, los requisitos que han de cumplirse para que la incorporación al territorio comunitario pueda considerarse legal. La principal previsión que la Constitución Europea contempla en este sentido es la conformación progresiva de un sistema integrado de gestión de las fronteras exteriores y, en especial, la posibilidad de que mediante una ley comunitaria se establezca una «política común de visados» y, en su caso, sobre «otros permisos de residencia de corta duración», así como unas reglas comunes sobre los controles a los que deberán someterse las personas que crucen «las fronteras exteriores», y las condiciones en que los nacionales de terceros países puedan circular libremente por la Unión «durante un corto periodo» (art. III-265.2).

En lo sustancial, estas previsiones de la Constitución Europea coinciden con las que todavía rigen conforme al Tratado de Ámsterdam (art. 62.2 TCE). Cabe decir, incluso, que la Constitución es sensiblemente más parca o dubitativa que el Tratado actual, pues tan sólo menciona los grandes objetivos y las líneas básicas de actuación, mientras que las normas fundacionales que aún rigen en esta materia proporcionan una regulación relativamente detallada. En concreto, el Tratado vigente (arts. 61 y siguientes), en lugar de aludir a una «política común», o de utilizar cláusulas de ese estilo, se refiere de forma explícita a las normas y procedimientos que deben aplicarse por los Estados para llevar a cabo los controles de personas en la frontera exterior, al contenido que deben revestir las normas sobre visados (lista de terceros países obligados o exentos de presentación de visado, procedimiento y condiciones de expedición de visados por los Estados miembros, o modelos y normas uniformes para visados). Con todo, tal vez sea preferible la fórmula empleada por la Constitución, por cuanto la precisión del alcance o de los aspectos concretos que debiera revestir la norma correspondiente corresponde mejor, en buena lógica, al legislador ordinario, una vez fijados los correspondientes principios.

De cualquier manera, son los aspectos laborales y sociales de la inmigración los que concitan la mayor atención dentro de la Constitución Europea. Esto es algo que ocurre también en el Tratado vigente, pero, a diferencia de éste, la Constitución fija los grandes objetivos de la «política común de inmigración», que pueden agruparse en tres niveles: «garantizar, en todo momento una gestión eficaz de los flujos migratorios», deparar «un trato equitativo de los nacionales de terceros países que residan legalmente en los Estados miembros», y prevenir «la inmigración ilegal» y «la trata de seres humanos», mediante una «lucha reforzada» frente a dichas prácticas (art. III-267.1). En relación con cada uno de estos objetivos se prevén además medidas concretas que deberán establecerse por ley o por ley marco europea: en relación con el primero, se deberán determinar las condiciones de entrada y residencia de inmigrantes, incluyendo la expedición de visados y permisos de residencia de larga duración, también por motivos de reagrupación familiar; en relación con el segundo, se deberán definir los derechos de los nacionales de terceros países que residan legalmente en un Estado miembro, incluyendo las condiciones de circulación y residencia en los restantes Estados miembros; y en relación con el tercero, se deberán fijar las medidas contra la inmigración y residencia ilegal (incluyendo la posibilidad de expulsión y repatriación de inmigrantes irregulares) y los medios de lucha contra la trata de seres humanos (especialmente de mujeres y niños).

Otras dos reglas se añaden en el propio artículo III-267 de la Constitución Europea a propósito de la política común de inmigración. La primera de ellas se refiere a la gestión de los flujos migratorios hacia el territorio comunitario, y contempla la posibilidad («podrá celebrar», se dice literalmente en dicho precepto) de que la Unión celebre con terceros países acuerdos para la readmisión de aquellos de sus nacionales que no hubieran cumplido, o hubieran dejado de cumplir, las condiciones de «entrada, presencia o residencia» en el territorio de algún Estado miembro. La Constitución Europea se hace eco, de esa manera, de la importancia que en materia migratoria tienen los acuerdos entre Estados, que en este caso serían acuerdos entre Estados (los de origen o procedencia de los inmigrantes) y una organización supraestatal (la propia Unión). Con todo, la Constitución tan sólo repara en la fase final del proceso, o, por decirlo mejor, en la hipótesis patológica del mismo, pues no contempla la posibilidad de acuerdos de regulación de los flujos o de fijación de contingentes o preferencias. Es más: el propio artículo III-267 de la Constitución (en su párrafo 5) aclara que las previsiones anteriores (todas ellas, y no sólo la que acaba de mencionarse) no afectarán «al derecho de los Estados miembros a establecer volúmenes de admisión en su territorio de nacionales de terceros países procedentes de terceros países con el fin de buscar trabajo por cuenta ajena o por cuenta propia». Este aspecto de las migraciones laborales, así pues, parece dejarse de forma íntegra en manos de los Estados miembros.

La segunda de esas reglas adicionales, por su parte, se refiere ya a la atención y tutela que deben prestarse a los inmigrantes, y abre de nuevo la posibilidad (en este caso, «podrá establecer») de que la Unión, mediante una ley o una ley marco europea, establezca medidas para fomentar y apoyar la acción de los Estados miembros destinada a propiciar la integración de los nacionales de terceros países que residan legalmente en su territorio, bien es cierto que «con exclusión de toda armonización de las disposiciones legales y reglamentarias de los Estados miembros». Como puede apreciarse, con esta previsión la Constitución Europea muestra un interés claro a favor de los inmigrantes y de su integración social, pero descarta una intervención directa en ese terreno. Descarta, más concretamente, no sólo una política propiamente comunitaria de integración, sino, más aún, la posibilidad de influir directamente en las legislaciones nacionales, ya que se excluye de manera expresa «toda armonización» al respecto, es decir, cualquier directriz a la que hubieran de someterse los Estados miembros. En este terreno, así pues, cabe resaltar una clara diferencia respecto de la política interior del mercado de trabajo, regida directamente por normas comunitarias (sobre libre circulación, en particular), e incluso por normas comunitarias de aplicación inmediata; en la «política exterior del trabajo», los Estados conservan aún importantes facultades, hasta el punto de que seguramente siguen estando en sus manos las decisiones más trascendentes con vistas a la admisión o no de personas foráneas y, en su caso, al establecimiento de las condiciones concretas que las mismas han de cumplir para el acceso al empleo (autorización de trabajo, fijación de cupos o contingentes, etc.)24.

LA POLÍTICA COMUNITARIA DE INMIGRACIÓN: DE LAS CONDICIONES DE ENTRADA AL ESTATUTO DE RESIDENTES DE LARGA DURACIÓN

Como hemos podido ver, en el proyecto de Constitución Europea Œlo mismo que en el Tratado aún vigenteŠla política comunitaria de inmigración carece de autonomía, no sólo en relación con la política de los Estados miembros, sino también en relación con la propia política de la Comunidad Europea: en el contexto comunitario, la política de inmigración se inscribe en la política general de control de las fronteras exteriores, como una parcela de la misma. De todas formas, es una parcela a la que se le presupone suficiente entidad como para otorgarle una regulación específica, aun dentro de ese contexto normativo mucho más general. Dentro de la Constitución Europea, esa regulación específica aborda dos grandes frentes, como ya hemos tenido ocasión de decir: la entrada de personas procedentes de «terceros Estados», que se enfoca sobre todo como un problema de control público y policial, y la estancia de esas personas en el territorio comunitario, que se concibe prioritariamente como un problema social en el que la tutela y asistencia al inmigrante es la finalidad principal.

El punto de partida de toda esa regulación, en cualquier caso, es el mismo en definitiva: los trabajadores extracomunitarios no gozan del derecho a la libre circulación propio de los comunitarios, al menos mientras se encuentren en el exterior de la Comunidad (y sin perjuicio de que, una vez en el interior y en condiciones de residencia legal, puedan acceder a un derecho similar)25. Todo ello significa que la gran nota diferencial del trabajador extracomunitario respecto del nacional de algún país miembro (o, en su caso, respecto del trabajador asimilado a comunitario por medio de acuerdos entre la Comunidad Europea y terceros países) reside en la posibilidad de que se le exija el cumplimiento de determinados requisitos a la hora de acceder al mercado de trabajo comunitario o, por decirlo mejor, al mercado de trabajo de alguno de sus Estados miembros, por cuanto la clave de acceso sigue siendo aún de naturaleza estatal26. De hecho, cuando las normas comunitarias imponen la igualdad de trato y la no discriminación (por razón de origen étnico o racial, por ejemplo) dejan a salvo «la diferencia de trato por motivos de nacionalidad», esto es, la diferencia que se pudiera derivar de las disposiciones y condiciones de entrada y residencia de nacionales de terceros países (y apátridas) en el territorio de algún Estado miembro27. La política comunitaria de inmigración no conlleva, así pues, la igualdad de trato en el mercado de trabajo para los trabajadores extracomunitarios (entendida como igualdad en el acceso al empleo, y aplicada a la fase de entrada o aproximación al mercado, esto es, antes de la inserción efectiva de esas personas en el ámbito laboral europeo).

Eso no quiere decir, sin embargo, que las instituciones comunitarias se despreocupen del todo de dichos trabajadores. Como ya ha venido haciendo el Tratado vigente, y como hemos podido comprobar, el Capítulo dedicado por la Constitución Europea al espacio comunitario de libertad, seguridad y justicia incluye un buen número de previsiones cuya finalidad última es la tutela de quienes se acercan desde el exterior al mercado de trabajo común. Es verdad que en ellas ni siquiera se alude al motivo que habitualmente empuja al inmigrante, que no es otro que la búsqueda de empleo y de mejores condiciones de vida a través de su trabajo. Pero también es cierto que, aunque sea meramente por la tácita, la normativa comunitaria trata de atender sobre todo a las personas que emigran de sus países y llaman a las puertas de la Comunidad en su condición de trabajadores o demandantes de empleo ¿Qué ha hecho hasta el momento la Comunidad Europea a favor de esas personas? Realmente, no les ha reconocido el derecho al trabajo, al menos en igualdad de condiciones con los nacionales de los países miembros (esto es, con la posibilidad de acudir libremente a cualesquiera ofertas de empleo); de hecho, la imposición de controles de entrada sigue siendo no sólo la pauta habitual en las legislaciones nacionales, sino también la línea de regulación de la normativa comunitaria (incluida la propia Constitución Europea). Pero sí les ha ido concediendo un estatuto que indiscutiblemente aporta ventajas apreciables con vistas a la consecución de un empleo y al asentamiento definitivo dentro de las fronteras comunitarias, y por supuesto parte del principio de que una vez autorizados a trabajar en el territorio de algún Estado miembro, los nacionales de terceros países «tienen derecho a unas condiciones laborales equivalentes a aquellas que disfrutan los ciudadanos de la Unión» (art. II-75.3)28.

Las medidas adoptadas hasta el momento por la Comunidad Europea en relación con la inmigración y la entrada de personas procedentes de terceros países pueden agruparse en tres grandes apartados29. El primero de ellos estaría compuesto por todas aquellas medidas que tienen como objeto más inmediato la regulación de los flujos de personas procedentes de terceros países, estableciendo los controles pertinentes y, en su caso, las oportunas reglas de prohibición y sanción. Este tipo de actuación comunitaria, que en el fondo arranca de los Acuerdos de Schengen, y que guarda una estrecha relación con la construcción del espacio interior de libertad, seguridad y justicia, tuvo una primera manifestación en el Reglamento 1683/95, de 29 de mayo, que puso en circulación un «modelo uniforme de visado» para el conjunto de los países miembros, con las correspondientes especificaciones y características30, y que se ha ido completando posteriormente con otros instrumentos comunitarios, como el Reglamento 539/2001, de 15 de marzo, sobre el alcance de la exigencia de visado en relación con terceros países, y el Reglamento 1030/2002, de 13 de junio, que, tras algunos precedentes, establece un modelo uniforme de permiso de residencia para el conjunto de los Estados miembros, con el fin, entre otros, de recopilar y manejar una información homogénea en el conjunto de la Comunidad31. Pertenecen también a este primer grupo de normas comunitarias la Directiva 2002/90/CE, de 28 de noviembre, destinada a definir «la ayuda a la entrada, a la circulación y a la estancia irregulares», la Decisión Marco de esa misma fecha, destinada a reforzar el marco penal para la represión de esas prácticas de ayuda a la entrada, circulación y estancia irregulares, y las Directivas 2004/81 y 2004/82, ambas de 29 de abril, la primera sobre la obligación de los transportistas de comunicar los datos de las personas transportadas, y la segunda sobre la expedición de permisos de residencia a víctimas de acciones de inmigración ilegal o de trata de seres humanos que cooperen con las autoridades competentes32.

Un segundo grupo se compone de aquellas normas comunitarias que persiguen la tutela y asistencia de los nacionales de terceros países que residan legalmente en el territorio de algún Estado miembro, con el fin de depararles un «trato justo», de promover y facilitar su integración social, y, en su caso, de favorecer su reagrupación y estabilidad familiar. Pertenecen a este grupo, de momento, las Directivas 2003/86/CE, de 22 de septiembre, sobre el derecho a la reagrupación familiar, y la Directiva 2003/109/CE, de 25 de noviembre, relativa al estatuto de los nacionales de terceros países residentes de larga duración33. La primera de ellas fija «las condiciones en las cuales se ejerce el derecho a la reagrupación familiar de que disponen los nacionales de terceros países que residan legalmente en el territorio de los Estados miembros». De acuerdo con esa norma comunitaria, se trata de un derecho del que puede gozar quien sea «titular de un permiso de residencia expedido por un Estado miembro por un periodo de validez superior o igual a un año», siempre que tenga «una perspectiva fundada de obtener un derecho a la residencia permanente» (art. 3). En tales condiciones, los Estados miembros deberán autorizar la entrada y residencia del cónyuge y de los hijos menores de edad no casados, y podrán hacerlo también en relación con los ascendientes en línea directa y primer grado y con los hijos mayores no casados, siempre con la consabida cláusula de salvaguarda relativa al orden público, la seguridad pública o la salud pública (arts. 4 y 6). Al cabo de un plazo máximo de cinco años de residencia por motivo de reagrupación, tanto el cónyuge (o pareja no casada) como los hijos que alcancen la mayoría de edad tendrán derecho a un permiso de residencia «autónomo», independiente del permiso de quien ha propiciado la reagrupación (art. 15)34.

Por su parte, la Directiva 2003/109 establece las condiciones de concesión (o retirada) por parte de un Estado miembro del estatuto de «residente de larga duración» a nacionales de terceros países que residan legalmente en el mismo, así como las condiciones de acceso y residencia de esas personas en otros Estados miembros35. Según esas directrices comunitarias, pueden acceder a dicho estatuto quienes acrediten un mínimo de residencia legal e ininterrumpida de cinco años (art. 4), siempre que el interesado pruebe que dispone para sí mismo y para su familia de «recursos fijos y regulares suficientes», así como de un seguro de enfermedad de suficiente cobertura (art. 5), y siempre que no haya afectación para el orden público, la seguridad pública o la salud pública (art. 6). El estatuto de residente de larga duración es de carácter permanente, sin perjuicio de su posible pérdida o retirada (arts. 8 y 9), y atribuye ante todo el derecho a gozar «del mismo trato que los nacionales» en relación, entre otros ámbitos, con el acceso al empleo, las condiciones de empleo y de trabajo (incluido el despido y la remuneración), la formación profesional y la educación, el reconocimiento de títulos y diplomas profesionales, la afiliación y participación en organizaciones profesionales, y las prestaciones de seguridad social o de protección social (art. 11)36. También garantiza «el libre acceso a la totalidad del territorio del Estado miembro de que se trate»37, y genera, por decirlo así, un derecho de residencia «derivado», en cuanto que los titulares del estatuto de residente de larga duración en un país miembro adquieren el derecho a residir en el resto de Estados miembros por un periodo superior a tres meses, a ejercer en los mismos una actividad económica (que puede ser trabajo por cuenta ajena o trabajo por cuenta propia), y a realizar en dicho territorio estudios o actividades de formación profesional (art. 14)38.

El tercer grupo de acciones comunitarias relativas a los nacionales de terceros países se dirige ya a zonas colaterales al trabajo (a semejanza, por cierto, de lo que históricamente ocurrió con el derecho a la libre circulación de trabajadores comunitarios). Como regla general, se trata de situaciones (estudios, actividades de formación o prácticas, voluntariado social, etc.) que tienen alguna relación con el trabajo, pero que por su singularidad suelen quedar excluidas de las normas anteriores, al menos como centro principal de imputación. De ahí que para ellas se haya aprobado más recientemente una normativa especial, concentrada sobre todo en la Directiva 2004/114/CE de 13 de diciembre, relativa a los requisitos de admisión por los Estados miembros de nacionales de terceros países «a efectos de estudios, intercambio de alumnos, prácticas no remuneradas o servicios de voluntariado». Esta otra Directiva también toma como punto de arranque el espacio comunitario de libertad, seguridad y justicia, aunque su premisa fundamental es la configuración de la Comunidad Europea «como centro mundial de excelencia de la enseñanza y la formación profesional» y como punto de encuentro entre las diversas culturas presentes en la actual sociedad globalizada. Con estos grandes objetivos, la Directiva 2004/114 define las condiciones y el procedimiento de admisión de las personas que pretendan acceder a algún Estado miembro para llevar a cabo alguna de esas actividades por un periodo superior a tres meses (sin perjuicio, por cierto, de lo dispuesto en acuerdos bilaterales o multilaterales más favorables); regula, en particular, los permisos de residencia a que pueden tener derecho esas personas (distinguiendo a tal efecto cuatro tipos de permiso: de estudiante, de alumno, de aprendiz no remunerado y de voluntario), y contempla la posibilidad de que en algunos casos (estudiantes) puedan realizarse también actividades económicas o de trabajo (arts. 12 a 17)39.

LA POLÍTICA COMUNITARIA DE ASILO COMO COMPLEMENTO INEVITABLE DE LA POLÍTICA DE INMIGRACIÓN

Como ya pudimos ver, la regulación del espacio de libertad, seguridad y justicia se completa con un precepto dedicado específicamente a la entrada de personas en territorio comunitario por razones de asilo o refugio político. Ya sucedía así Œy sigue sucediendoŒ en el Tratado vigente (art. 63.1 TCE), por lo que era de esperar que también el proyecto de Constitución Europea se ocupara de esta cuestión en el contexto de la delimitación y control de las fronteras exteriores. Dentro de este nuevo texto, las referencias a esta particular dimensión de la entrada y circulación de personas se concentran en el artículo III-266, según el cual, la Unión Europea desarrollará una «política común en materia de asilo, protección subsidiaria y protección temporal», que deberá estar destinada a proporcionar un «estatuto apropiado» a todo nacional de un tercer país que necesite protección internacional y a garantizar «el respeto del principio de no devolución». Tal política se habrá de acomodar, en todo caso, a la normativa internacional existente en la materia40, y habrá de ser regulada por una ley o ley marco europea cuyo contenido, al menos en sus líneas esenciales, fija el propio artículo III-266 de la Constitución41.

Dentro de ese contenido pueden identificarse dos grandes grupos de materias, de fondo y de forma o procedimiento. En relación con las primeras, los citados preceptos de la Constitución Europea exigen el establecimiento por ley o ley marco europea de una regulación común para toda la Unión respecto del estatuto jurídico de esas personas que abarque, particularmente, tres grandes cuestiones: el establecimiento de un «estatuto uniforme de asilo» válido para todos los Estados miembros de la Unión, el establecimiento de un «estatuto uniforme de protección subsidiaria» para los nacionales de terceros países que, sin obtener el «asilo europeo», necesiten protección internacional, y el establecimiento de un «sistema común» para la protección temporal de las personas desplazadas «en caso de afluencia masiva». En lo que atañe a las segundas, exige la Constitución Europea que las correspondientes normas comunitarias establezcan «procedimientos comunes» para conceder o retirar el estatuto uniforme de asilo o de protección subsidiaria, así como criterios y mecanismos adecuados para determinar el Estado miembro responsable de examinar una solicitud de asilo o de protección subsidiaria, con referencia también a las condiciones de acogida de los solicitantes de asilo o de la situación de protección subsidiaria.

Aparte de esta regulación general, pensada, en buena lógica, para un tratamiento ordinario o normal de la entrada de personas por razones de asilo o refugio político, el artículo III-266 de la Constitución Europea también contempla la hipótesis de «una situación de emergencia caracterizada por la afluencia repentina de nacionales de terceros países», que en todo caso habrá de estar motivada, como es de suponer, por aquellos mismos motivos, es decir, por los motivos que pueden justificar una solicitud de asilo o refugio político. Para tal caso, el Consejo queda habilitado para adoptar, a propuesta de la Comisión y previa consulta al Parlamento Europeo, «reglamentos o decisiones europeas que establezcan medidas provisionales en beneficio de los Estados miembros afectados».

En realidad, muchas de estas previsiones constitucionales ya cuentan con el pertinente desarrollo dentro de la legislación comunitaria de carácter ordinario (o legislación «derivada»), por la sencilla razón de que ya estaban formuladas, como dijimos, dentro de los Tratados vigentes. Con sustento en esas reglas fundacionales, y en las Convenciones internacionales sobre la materia (como la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los refugiados, y su Protocolo de Nueva York), la Comunidad Europea ha intervenido en esta materia principalmente mediante dos instrumentos de armonización: la Directiva 2001/55/CE, de 20 de julio, que proporciona normas mínimas para la concesión de protección temporal en caso de afluencia masiva de personas desplazadas, y la Directiva 2003/9/CE de 27 de enero, que establece normas mínimas para la acogida de solicitantes de asilo por parte de los países miembros, ya se trate de nacionales de terceros países, ya se trate de apátridas42. En ambos textos se prevé la posibilidad de que los Estados de acogida concedan a los interesados, en determinadas condiciones, el derecho de acceso al mercado de trabajo, así como el derecho a participar en actividades de inserción laboral, especialmente de formación profesional (art. 12 en el primer caso, arts. 11 y 12 en el segundo).

Contrastadas estas previsiones con las que se refieren más directamente a la política de inmigración, cabe la tentación de decir que en materia de asilo y refugio político parece diseñarse una política comunitaria propiamente dicha, con sus normas y sus procedimientos, mientras que en materia de inmigración se hace referencia más bien a una acción comunitaria de apoyo a la política de los Estados miembros, con objeto únicamente de atender de manera adecuada a las exigencias de control de las fronteras exteriores y de preservación del espacio común de libertad, seguridad y justicia. Una buena muestra de ello es que en materia de asilo se contempla la posibilidad de que la Unión Europea celebre acuerdos de «asociación» y «cooperación» con terceros países «para gestionar los flujos de personas que solicitan asilo o una protección subsidiaria o temporal» (art. III-266.2.g CE), algo que, curiosamente, se omite en materia de inmigración, en la que tan sólo se prevén acuerdos de ese tipo a propósito de las medidas de «readmisión» en sus países de origen o procedencia (devolución, si se quiere ver así) que podrían adoptarse en relación con los nacionales de terceros países que no cumplan, o hayan dejado de cumplir, las condiciones de entrada, presencia o residencia en el territorio de algún Estado miembro (art. III-267.3 CE).

LA CAPACIDAD DE INFLUENCIA DE LA POLÍTICA COMUNITARIA DE INMIGRACIÓN Y SU IMPACTO REAL EN LA LEGISLACIÓN ESPAÑOLA SOBRE TRABAJO DE EXTRANJEROS

Como hemos dejado ver, tras el proyecto de Constitución la Comunidad Europea sigue careciendo de una política de inmigración propiamente dicha; carece, en particular, de una política de inmigración laboral. En efecto, ni en el Tratado actual, ni en el Tratado por el que se establece una Constitución Europea, se concede a la Unión la facultad más importante para ello, que no es otra que la decisión acerca de si las personas que se acercan al territorio comunitario con fines de trabajo deben contar o no con una autorización administrativa. Esta es una facultad que, por lo tanto, sigue estando en manos de los Estados miembros, que, por ello mismo, siguen siendo los competentes para determinar cuestiones tan importantes como las condiciones de tal autorización, las clases o modalidades de la misma, la fijación de cupos o contingentes, las restricciones aplicables en función de la situación del mercado de trabajo, la importancia de determinados factores personales o profesionales, o, en fin, los supuestos o situaciones con tratamiento especial (excepción de la regla general, prioridad, exención de algún requisito, etc.). Lo dispuesto en el art. III-267.5 CE es muy significativo, al precisar que lo dispuesto en todo ese precepto «no afectará al derecho de los Estados miembros a establecer volúmenes de admisión en su territorio de nacionales de terceros países procedentes de terceros países con el fin de buscar trabajo por cuenta ajena o por cuenta propia». Formalmente se refiere tan sólo a la política de «contingente», pero en la práctica pone de relieve una deliberada abstención de la Unión Europea respecto de la regulación del trabajo de extranjeros (leáse, del trabajo de «nacionales de terceros países»), esto es, respecto de las condiciones en que son admisibles o no para el correspondiente mercado de trabajo43. El alcance nacional de dichos mercados parece seguir primando en este contexto.

Para la Comunidad parece quedar, más bien, la dimensión de orden público que siempre tiene la entrada de personas (control de entradas, reglas de estancia o residencia, circulación por el territorio comunitario, lucha contra las prácticas ilegales o fraudulentas, etc.), en coherencia con el principal eje de toda esta política comunitaria, que no es otro que la construcción del espacio interior de libertad, seguridad y justicia. Las previsiones constitucionales europeas son, sin embargo, algo engañosas en este punto, por cuanto la Comunidad también se ha reservado, al menos en buena parte, la preocupación o dimensión «social» del fenómeno. En efecto, los textos comunitarios de referencia (algo en el Tratado vigente, bastante más en la Constitución), aunque no lleguen a ocuparse de las posibilidades o condiciones de acceso de los nacionales de terceros países a los mercados de trabajo de los países miembros, sí se esfuerzan claramente por establecer unas pautas básicas para su estancia en el territorio comunitario. Se esfuerzan, en particular, en consignar unos derechos mínimos, que a veces son de inusitado alcance, a favor de los inmigrantes ya incorporados al «espacio» interior, derechos que quedan simbolizados sobre todo en la exigencia de trato justo y equitativo y que abren la posibilidad de alcanzar, en determinadas condiciones, las ventajas propias de la libre circulación. Podría decirse, tratando de sintetizar el estado de la cuestión, que la Comunidad se abstiene de tomar decisiones sobre la entrada de inmigrantes con fines laborales (más allá de los controles de fronteras, que sí le pertenecen) pero, al mismo tiempo, no renuncia a intervenir, y de manera bastante elocuente, en el estatuto jurídico de quienes entran a formar parte del mercado comunitario.

Cabe decir, en definitiva, que pese a no regular de manera completa el fenómeno de las migraciones laborales, pues falta aquel aspecto tan importante relativo a las condiciones de acceso al empleo, la Comunidad Europea ha alcanzado ya una enorme capacidad de influencia sobre la política y las decisiones de los Estados miembros en este terreno. No sólo porque se está llamando a una progresiva conjunción de las políticas nacionales, sino también porque, como tuvimos ocasión de comprobar, la construcción de ese espacio interior común obliga a poner en marcha reglas uniformes o cuando menos armonizadas acerca de la entrada y estancia de personas en el territorio comunitario, lo cual quiere decir que, a la postre, tal vez a medio plazo, será necesario poner en marcha unas mismas reglas (o unas reglas coordinadas, al menos) acerca del acceso al empleo de dichas personas, dado que el trabajo suele ser la principal motivación de su llamada o llegada a la Comunidad. De hecho, la legislación «derivada» aprobada ya por la Unión Europea aborda temas de trabajo, aunque sean aún temas periféricos o colaterales: la lucha contra el tráfico ilegal de personas (que suele ser tráfico ilegal de mano de obra), la concesión de derechos de reagrupación familiar (que se asientan normalmente sobre una previa entrada por motivos laborales, y suelen generar a su vez solicitudes de trabajo por parte de los reagrupados), o, en fin, la concesión del estatuto de residente de larga duración en práctica igualdad con los nacionales comunitarios (que proporciona sobre todo una situación sumamente ventajosa con vistas al empleo o la promoción laboral).

No puede extrañar, por ello, que las legislaciones nacionales sobre trabajo de extranjeros tengan ya importantes huellas de esa influencia comunitaria. Al menos, así ocurre en el sistema español. Ciertamente, esa huella era prácticamente inapreciable en las primeras normas postconstitucionales aprobadas en España sobre el trabajo de extranjeros44, entre otras razones porque en aquellos momentos tampoco existía una preocupación comunitaria por la inmigración laboral. Pero, como era de esperar, las referencias a la política o a la normativa comunitaria han ido apareciendo de modo paulatino y sin descanso dentro de la legislación posterior. Una primera muestra de ello puede encontrarse en el RD 155/1996, de 2 de febrero45, en el que ya sea hablaba, de forma explícita, de los compromisos internacionales asumidos por España en esta materia y, en especial, de los compromisos resultantes «del Tratado de la Unión Europea, las disposiciones aprobadas en desarrollo del mismo (admisión de trabajadores extranjeros, reagrupación familiar, etc.) y el Convenio de aplicación del Acuerdo de Schengen». Se estaba haciendo mención, seguramente, a los aspectos «policiales» del fenómeno migratorio, pero lo que importa ahora es que se estaban acogiendo ya las directrices y pautas de raíz comunitaria.

En todo caso, la asunción de tales directrices cobra una fuerza especial con la legislación de trabajo de extranjeros que arranca en el año 2000. Aunque el primer producto legislativo de esa nueva etapa (la Ley 4/2000, de 11 de enero) no hablara de ello, seguramente por las circunstancias tan particulares que concurrieron en su aprobación (y por la carencia de un preámbulo en el que ubicar las correspondientes consideraciones), puede decirse que a partir de ese momento la normativa española de extranjeros acusa con bastante claridad la influencia de los programas de actuación de la Comunidad y sus previsiones normativas. Un primer ejemplo de ello fue la Ley 8/2000, de 22 de diciembre, que introduce en la anterior una profunda reforma justificada, en buena medida, en la necesidad de cumplir «los compromisos internacionales adquiridos por España, especialmente como miembro de la Unión Europea» y, en particular, los criterios fijados en el Consejo Europeo celebrado en Tampere en octubre de 1999, que combinaban la tutela de los nacionales de terceros países con residencia legal en algún Estado miembro (que tendrían «derechos y obligaciones comparables a los de los ciudadanos de la Unión») con la adopción de «medidas contra el racismo y la xenofobia». Con ese trasfondo, la Ley 8/2000 supuso sobre todo la reordenación de las distintas «situaciones» de los extranjeros en España y amplió el cuadro de responsabilidades penales por tráfico ilegal de personas, introduciendo expresamente la sanción de expulsión, como ya se había hecho en «otros Estados miembros de la Unión Europea»46.

La influencia «europea» continuó desde luego con las reformas legales posteriores, incluso de una forma más explícita aún. Por lo pronto, así sucedió con la reforma introducida por la Ley 11/2003, de 29 septiembre (que puso especial énfasis en la creación de un marco penal común europeo para la lucha contra la trata de seres humanos y la inmigración ilegal), y así ocurrió, sobre todo, con las modificaciones llevadas a cabo por la Ley 14/2003, de 20 de noviembre, que expresamente procede a la transposición a nuestro ordenamiento interno, entre otras normas comunitarias, de la Directiva 2002/90 sobre definición del concepto de «ayuda a la entrada, a la circulación y a la estancia irregulares»47. Sucedería también, finalmente, con el RD 2393/2005, de 30 de diciembre, que aprueba Œcon un Gobierno distinto, justo es destacarloŒ el nuevo Reglamento de extranjeros, que en cumplimiento del mandato incorporado a tal efecto en la Ley 14/2003 ha venido a sustituir al anteriormente citado. De forma muy significativa, en el preámbulo de esa nueva norma reglamentaria se deja constancia expresa de la incorporación del «acervo de la Unión Europea sobre la materia»48. No es posible ya, por decirlo en términos más contundentes, la aprobación de normas sobre entrada, estancia o trabajo de extranjeros que no tengan como punto de referencia las directrices marcadas por el Derecho comunitario.

Tal conclusión también es válida, por lo demás, en relación con la normativa de asilo y ayuda a los refugiados políticos, que ha experimentado, como no podía ser de otro modo, una evolución similar. Si la legislación originaria (Ley 5/1984, de 26 de marzo, desarrollada por el RD 511/1985, de 20 de febrero) tan sólo se declaraba tributaria de los Convenios internacionales ratificados por España49, la reforma introducida por la Ley 9/1994, de 19 de mayo, ya comienza a citar entre sus fuentes de inspiración el Acuerdo de Schengen, adelantándose a la posterior ratificación por España de dicho Tratado50. Tras esa primera toma de contacto, la apelación a la normativa comunitaria pasaría a ser una constante en nuestras normas internas, como puede comprobarse en el RD 865/2001, de 20 de julio, que al aprobar el nuevo Reglamento de extranjeros introdujo también alguna modificación en el Reglamento de asilo51, y en el RD 2393/2004, de 30 de diciembre, que realiza una operación similar, y que expresamente se utiliza para la incorporación a nuestro sistema de la Directiva 2003/9/CE, de 27 de enero, sobre solicitantes de asilo en algún Estado miembro52.

La influencia del Derecho comunitario en nuestra legislación es patente, por lo tanto. Cuestión distinta es el grado de ajuste entre el contenido de nuestra normas y las correspondientes directrices comunitarias, sobre lo que ahora no hay ocasión de pronunciarse, por razones que el lector comprenderá fácilmente. Vale la pena decir, en todo caso, que el plazo de transposición está todavía abierto para la Directiva 2003/86, de 22 de septiembre, sobre el derecho a la reagrupación familiar (hasta el 3 de octubre de 2005), para la Directiva 2003/109, de 25 de noviembre, relativa al estatuto de los nacionales de terceros países residentes de larga duración (hasta el 23 de enero de 2006), para la Directiva 2004/81, de 29 de abril, sobre expedición de permiso de residencia a nacionales de terceros países que sean víctimas de la trata de seres humanos, de prácticas de inmigración ilegal y cooperen con las autoridades competentes (hasta el 6 de agosto de 2006), y para la Directiva 2004/114, de 13 de diciembre, relativa a los requisitos de admisión de los nacionales de terceros países a efectos de estudios, intercambio de alumnos, prácticas no remuneradas o servicios de voluntariado (hasta el 12 de enero de 2007).

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1 La progresiva toma de conciencia de esta nueva realidad por parte de las instituciones comunitarias puede pulsarse, por ejemplo, en la Comunicación de la Comisión al Consejo, al Parlamento Europeo, al Comité Económico y Social Europeo y al Comité de las Regiones de 16 de julio de 2004, que contiene el Primer informe anual sobre migración e integración, y en el Libro Verde que recoge el planteamiento de la Unión Europea sobre la gestión de la inmigración económica, de 11 de enero de 2005.

2 Para una reflexión más detallada, A. VALLE GÁLVEZ, «La refundación de la libre circulación de personas, tercer pilar y Schengen: el espacio europeo de libertad, seguridad y justicia», RDCE, núm. 3 (1998); y S. TORRE-CUADRADA GARCÍA-LOZANO, «Los inmigrantes no comunitarios en la Unión Europea», Anuario de Derecho internacional, Universidad de Navarra, Vol. XVI (2000), pp. 263 ss.

3 Según el art. 39 TCE, las normas que se aprueben en esta materia deben tener como objetivo principal asegurar la colaboración de las Administraciones nacionales de trabajo, eliminar los procedimientos y prácticas administrativas que supongan obstáculos para la movilidad, eliminar los plazos o restricciones que se deriven de las legislaciones nacionales o de Acuerdos entre Estados y que impongan a los trabajadores de otros Estados miembros condiciones distintas a las de los nacionales, crear mecanismos adecuados para relacionar adecuadamente las ofertas y demandas de empleo en el ámbito comunitario, y garantizar la adecuada protección social de los «trabajadores migrantes».

4 La Directiva 2004/38, relativa al derecho de los ciudadanos de la Unión y de los miembros de sus familias a circular y residir libremente en el territorio de los Estados miembros (DOUE de 30 de abril de 2004), modifica el Reglamento 1612/68, y deroga las Directivas 64/221, 68/360, 72/194, 73/148, 75/34, 75/35, 90/364, 90/365 y 93/96. Con efectos a partir de los dos años siguientes a su entrada en vigor (plazo que también sirve para su transposición a los Derechos nacionales), acoge directamente el concepto de «ciudadano de la Unión» (persona con nacionalidad de un Estado miembro), y proporciona una nueva regulación de los derechos de entrada, salida, residencia temporal y permanente, e igualdad de trato, así como las limitaciones por razón de orden público, seguridad pública o salud pública.

5 La Directiva 90/365/CEE, de 28 de junio, relativa al derecho de residencia de los trabajadores por cuenta ajena o por cuenta propia tras dejar de ejercer su actividad profesional, constituyó un importante punto de inflexión desde este punto de vista, en tanto que dio paso a una operación normativa de bastante significación para el desarrollo del Derecho comunitario sobre la libre circulación de personas. En esa misma fecha, en efecto, fueron aprobadas otras dos Directivas de contenido muy próximo pero que, a diferencia de la anterior, ya no se limitaban a la circulación o estancia por razones de trabajo. Se trata de la Directiva 90/364/CEE, relativa al derecho de residencia de ciudadanos comunitarios (que ya eran tratados como tales, sin vinculación necesaria a la actividad profesional) y de sus familiares; y de la Directiva 90/96/CEE, relativa al derecho de residencia de los estudiantes, que establecía pautas similares para estas personas (y que sería sustituida poco después por la 93/96/CEE, de 29 de octubre, tras su anulación, por vicios en el procedimiento de elaboración, por sentencia TJCE de 7 de julio de 1992).

6 En realidad, la distinción básica entre ciudadanos comunitarios y nacionales de terceros países es insuficiente, pues entre unos y otros parecen situarse los nacionales de aquellos países que sin ser miembros de la Comunidad Europea, han firmado con la misma Acuerdos de asociación, habida cuenta que a través de los mismos se suele reconocer no sólo el derecho a trato igual sino también una cierta preferencia con vistas al empleo. Veáse, por ejemplo, el Acuerdo de Estabilización y Asociación con la República de Croacia (DOUE 28 de enero de 2005; BOE 23 de febrero de 2005), cuyo art. 46 dispone que «deberán mantenerse y, si fuera posible, mejorarse, las facilidades ya existentes de acceso al empleo para los trabajadores de Croacia concedidas por los Estados miembros con arreglo a acuerdos bilaterales», y que se examinará «la posibilidad de conceder otras mejoras». A través del estatuto de «residente de larga duración» también se conceden, siquera sea indirectamente, otras preferencias, como por lo demás se desprende del citado Libro Verde.

7 Vid. J. R. MERCADER UGUINA y A. B. MUÑOZ RUÍZ, «El tratamiento de la política migratoria en la Unión Europea», RMTAS, núm. 32 (2001), pp. 36 ss.

8 Completado por el Convenio de aplicación de 19 de junio de 1990. La adhesión de España a este Acuerdo multilateral tuvo lugar mediante Convenio de 25 de junio de 1991.

9 Vid. M. PAJARES, «La política europea de inmigración», Cuadernos de Relaciones Laborales, núm.1 (2002), pp. 147 ss.; y C. DE FUENTES GARCÍA-ROMERO DE TEJADA, «Unión europea y extranjeros no comunitarios», RTSS, Centro de Estudios Financieros, núm.1 (2003), pp. 7 ss.

10 El llamado «acervo de Schengen» fue integrado en 1997 en el «marco de la Unión Europea» mediante «Protocolo anejo al Tratado de la Unión Europea y al Tratado constitutivo de la Comunidad Europea» (completado a su vez por varias Declaraciones), en el que, a la postre, se autorizaba desde las propias instituciones comunitarias a los Estados firmantes de aquel Acuerdo inicial (y los que se sumaran al mismo) para «establecer entre sí una cooperación reforzada en el ámbito de aplicación de dichos acuerdos y disposiciones relacionadas», aunque siempre dentro del «marco institucional y jurídico de la Unión Europea» y con respeto de «las disposiciones pertinentes» del TUE y TCE. Las medidas de cooperación entre Estados miembros, por otra parte, pueden ser reforzadas mediante Acuerdos específicos en el interior de la Comunidad o ampliadas, también por vía de Acuerdo o Convenio, a nacionales de terceros países. Un ejemplo de lo primero lo ofrece el «compromiso» de Marsella firmado con fecha 28 de julio de 2000 entre Francia, Alemania, Italia y España con vistas a la supresión, en determinadas condiciones, del requisito de tarjeta de residencia en relación con los nacionales de los Estados de la UE o de países asimilados. Como ejemplo de lo segundo puede citarse, más allá del Acuerdo de 1992 sobre el Espacio Económico Europeo, el Acuerdo de 21 de junio de 1999 entre la CE y la Confederación Suiza para la libre circulación de personas.

11 La incorporación al TCE del «acervo Schengen» entrañó también el añadido de nuevas habilitaciones al Consejo para la adopción de normas relativas a la entrada y circulación de personas en el ámbito comunitario. El Protocolo de integración habilitó al Consejo, concretamente, para adoptar, por unanimidad de los Estados participantes, las pertinentes medidas de ejecución, cuya base empezaba a encontrarse ya no sólo en el propio Convenio de Schengen, sino también en el Título VI del Tratado UE, relativo a la cooperación policial y judicial en materia penal entre los Estados miembros (una vez que dicho Acuerdo había sido «incorporado» formalmente al acervo comunitario). En todo caso, el Consejo quedó habilitado también para identificar otras bases jurídicas para ese tipo de medidas dentro de los Tratados de la Comunidad. De hecho, las Decisiones del Consejo 1999/435 y 1999/436, entre otras, precisaron la base jurídica que desde esa perspectiva debía darse a una amplia serie de disposiciones y decisiones adoptadas con anterioridad por los Estados participantes en el Convenio de Schengen.

12 Vid. un primer balance en M. M. RUÍZ CASTILLO, «Marco legal de la inmigración en la Unión Europea», Revista de Derecho Social, núm. 21 (2003), pp. 40 ss.

13 Directiva 2003/9/CE, de 27 de enero de 2003.

14 Directiva 2004/114/CE, de 13 de diciembre, sobre entrada con fines de estudio, prácticas no remuneradas o servicios de voluntariado.

15 Directiva 2002/90/CE, de 28 de noviembre, destinada a definir la acción represiva de los Estados en relación con la ayuda a la entrada, a la circulación y a la estancia irregulares; y Decisión Marco del Consejo, de 28 de noviembre de 2002, destinada a reforzar el marco penal de represión a la ayuda a la entrada, a la circulación y a la estancia irregulares.

16 Reglamento 1683/95, de 29 de mayo, modificado por Reglamento 334/2002, de 18 de febrero, por el que se establece un modelo uniforme para los visados expedidos por los Estados miembros; y Reglamento 539/2001, de 15 de marzo de 2001, que establece la lista de terceros países cuyos nacionales están sometidos a la obligación de visado o exentos de la misma para cruzar las fronteras exteriores. Para la evolución de esta normativa europea, C. APRELL LASAGABASTER, «La política de visados de la Unión Europea», Noticias de la Unión Europea (CISS), núm. 207 (2002), pp. 41 ss.

17 Directiva 2003/86/CE, de 22 de septiembre, sobre reagrupamiento familiar; Directiva 2003/105/CE, de 25 de noviembre, sobre estatuto de los residentes de larga duración; y Directiva 2004/81/CE, de 29 de abril, sobre expedición de permisos de residencia en circunstancias especiales.

18 Respecto de los Tratados aún vigentes, y en un plano meramente formal, la Constitución Europea aporta la novedad de consagrar la libre circulación entre los Derechos Fundamentales de la Unión, y de incluir una referencia específica al espacio de libertad, seguridad y justicia dentro del Título general sobre asignación y distribución de competencias. Pero, a decir verdad, nada de ello es materialmente novedoso, pues la declaración de derechos ya se encontraba, como es sabido, en la Carta del año 2000, y la acotación con fines de intervención comunitaria de ese espacio de libertad, seguridad y justicia ya se había realizado, en términos prácticamente equivalentes, en la reforma introducida por el Tratado de Ámsterdam de 1997.

19 Al «acervo de Schengen» se refiere, en efecto, el Protocolo núm.17 de los que figuran anexos al Tratado de la Constitución Europea, cuya finalidad principal es la de autorizar a los Estados firmantes de dicho Acuerdo para «establecer entre sí una cooperación reforzada» en las materias de referencia.

20 Veáse, por ejemplo, el art. I-40, sobre disposiciones particulares en materia de política exterior y de seguridad común, el art. I-42, que de nuevo incluye disposiciones particulares relativas al espacio de libertad, seguridad y justicia, o el art. I-57, sobre «la Unión y su entorno próximo»).

21 Es muy significativo, desde esta perspectiva, el art. I-44, que permite instaurar «cooperaciones reforzadas» entre los Estados miembros en el marco de las competencias no exclusivas de la Unión, haciendo uso de las instituciones comunitarias y siempre con la finalidad de impulsar los objetivos de la Unión, proteger sus intereses y reforzar su proceso de integración.

22 Todas estas previsiones van acompañadas en el texto constitucional europeo, de todas formas, por una amplia serie de Protocolos con las oportunas salvedades en relación con determinados Estados miembros. Cabe citar a este respecto el Protocolo núm.18, sobre el mantenimiento de competencias de control de fronteras por parte del Reino Unido e Irlanda; el Protocolo núm.19, sobre la posición de esos mismos países en relación con la política comunitaria de control de fronteras, asilo, inmigración y cooperación judicial, o el Protocolo núm. 20, sobre la posición de Dinamarca en relación con muchas de las medidas previstas en el Capítulo IV del Título III de la Parte III de la Constitución Europea.

23 El Protocolo núm. 21 especifica, en todo caso, que las medidas sobre cruce de fronteras previstas en el art. III-265.2.b) de la Constitución Europea «se entenderán sin perjuicio de la competencia de los Estados miembros para negociar o celebrar acuerdos con terceros países, siempre que observen el Derecho de la Unión y los demás acuerdos internacionales pertinentes».

24 Ciertamente, en el año 2001 fue presentada por la Comisión una propuesta de Directiva sobre «las condiciones de entrada y residencia de nacionales de terceros países por razones de trabajo por cuenta ajena y de actividades económicas por cuenta propia», que fue incluso dictaminada por el Parlamento Europeo, el Comité Económico y Social y el Comité de las Regiones, pero finalmente la Comisión hubo de reconocer que «las decisiones sobre el número de inmigrantes económicos que deben admitirse para buscar trabajo corresponden a los Estados miembros», según se relata en el citado Libro Verde.

25 Como se desprende, en efecto, de los artículos II-105.2 y III-267.2 de la Constitución Europea.

26 Sin perjuicio, desde luego, de los derechos de igualdad con vistas al empleo que parecen derivarse de algunos Acuerdos entre la Comunidad y terceros países, que favorecen a sus respectivos nacionales y que parecen colocarlos en una posición cuando menos intermedia entre aquellos dos grandes grupos.

27 Art. 3.2 Directiva 2000/43, de 29 de junio. En el mismo sentido se pronuncia el art. 3.2 de la Directiva 2000/78, de 27 de noviembre, relativa al establecimiento de un marco general para la igualdad de trato en el empleo y en la ocupación. Naturalmente, ello es compatible con lo dispuesto en el art. II-83 del proyecto de Constitución Europea (procedente, a la postre, del art. 21.2 de la actual Carta de Derechos Fundamentales), que prohibe toda discriminación por razón de nacionalidad «en el ámbito de aplicación de la Constitución», esto es, en el ámbito de quienes ostentan la ciudadanía comunitaria.

28 Este derecho de igualdad en las condiciones de trabajo para los extranjeros «autorizados» proviene del artículo 15.3 de la Carta de Derechos Fundamentales, que lo reconoce en esos mismos términos. Conecta, además, con el derecho a la libre circulación que se concede a los residentes legales (art. II-105.2 CE, art. 45.2 de la Carta), y con las previsiones más concretas de la Directiva 2003/109 sobre el estatuto de los residentes de larga duración, a la que después aludiremos. En el contexto de la normativa comunitaria el derecho a la igualdad de trato de los inmigrantes (nacionales de terceros países) no parece alcanzar, sin embargo, el carácter tan absoluto que quiere darle la Convención internacional sobre la protección de los derechos de los trabajadores migratorios y de sus familias aprobada en la ONU por Resolución de 18 de diciembre de 1990, según se pone de relieve en el Dictamen del Comité Económico y Social Europeo de 30 de junio de 2004 (DOUE de 7 de diciembre de 2004).

29 Cabría plantearse la acomodación de algunas de las medidas ya aprobadas con el tenor literal de los correspondientes pasajes de la Constitución Europea. Por ejemplo, el artículo III-267.4 CE excluye expresamente «toda armonización de las disposiciones legales y reglamentarias de los Estados miembros» a propósito de la integración de los nacionales de terceros Estados que residan legalmente en su territorio, siendo sí que la Comunidad, como vamos a ver, ya ha aprobado alguna Directiva con fines de armonización en dicho terreno.

30 En dicho Reglamento se otorga la consideración de «visado» a «una autorización concedida o una decisión tomada por un Estado miembro» que sea exigida para entrar en su territorio con fines de entrada para un periodo no superior a tres meses o para el tránsito a través del territorio o de una zona de tránsito de aeropuerto. Entre las cláusulas del Reglamento cabe destacar, por otra parte, las dedicadas a la preservación y cuidado de los datos personales (art. 4).

31 El Reglamento 539/2001 parte ya, de manera explícita, de las competencias que atribuye al Consejo el art. 62 del Tratado vigente, y establece concretamente sendas listas de terceros países sometidos a la obligación de visado y de países que, en cambio, quedan exentos del mismo, en uno y otro caso con las condiciones estipuladas en el mismo Reglamento. A esa problemática se refieren también el Reglamento 790/2001, de 24 de abril, y la Decisión del Consejo de 20 de diciembre de 2001, que modifica parcialmente la «Instrucción Consular Común» y el «Manual Común» de tramitación de visados.

32 Como es fácil de intuir, estas piezas normativas constituyen a la postre el aparato represor de las prácticas ilegales ligadas a las migraciones y movimientos de personas, siempre con el fin de mejorar los controles fronterizos, de combatir la inmigración ilegal y, en particular, de lucha contra «la trata de seres humanos y la explotación sexual de los niños» (e incluso de contribuir a la lucha contra el terrorismo, como dice la Directiva 2004/82). El sentido de las Directivas 2002/90, 2004/81 y 2004/82 es, como no puede ser de otro modo, el establecimiento de una directrices mínimas para la aproximación y armonización de los ordenamientos nacionales (con el horizonte de 5 de diciembre de 2004, 6 de agosto de 2006 y 5 de septiembre de 2006, respectivamente), mientras que la Decisión Marco establece normas mínimas sobre las sanciones y responsabilidades que deben prever los Estados miembros (sanciones penales efectivas, proporcionadas y disuasorias, incluida la expulsión) para dar efectividad a las exigencias de la primera de dichas Directivas. La Directiva 2004/82 prevé un catálogo propio de sanciones, y especifica los datos que deben ser objeto de comunicación y el modo de proceder a su tratamiento, con invocación en todo caso de las cautelas que a tal efecto dispone la Directiva 95/46/CE sobre protección de datos personales. Por su parte, la Directiva 2004/81, junto a la posibilidad de obtener un permiso de residencia, con posibilidad de renovación, otorga a las víctimas de esas acciones ilegales el derecho a medios de vida que le garanticen la subsistencia, a tratamientos médicos de urgencia y asistencia sicológica, y, en determinadas condiciones, al acceso al mercado de trabajo, a la formación profesional y a la educación (art.11). A estas cuestiones también se habían referido con anterioridad la Directiva 2001/40/CE, de 28 de mayo, sobre reconocimiento mutuo de decisiones nacionales en materia de expulsión de nacionales de terceros países, y la Directiva 2001/51/CE, de 28 de junio, sobre la obligación impuesta a los transportistas de devolución a sus países de procedencia de nacionales de terceros países en la condiciones previstas por el Acuerdo de Schengen.

33 Como se hace constar en sus respectivos preámbulos, ambas se inscriben en la política comunitaria de construcción del espacio de libertad, seguridad y justicia (en la que se conjugan, como también se hace ver, la libre circulación de personas con el control de las fronteras exteriores), y ambas tienen su origen más inmediato en el Consejo Europeo de Tampere de 15 y 16 de octubre de 1999. Dirigidas a la armonización de las legislaciones nacionales, su periodo de transposición culmina, respectivamente, el 3 de octubre de 2005 y el 26 de enero de 2006.

34 La Directiva no lo exige pero permite que las legislaciones nacionales concedan ese mismo derecho de reagrupación a «la pareja no casada nacional de un tercer país que mantenga con el reagrupante una relación estable debidamente probada, o del nacional de un tercer país que constituya con el reagrupante una pareja registrada» (art. 4.3). Para los casos de matrimonio poligámico, «si el reagrupante ya tuviera un cónyuge viviendo con él en el territorio de un Estado miembro, el Estado miembro en cuestión no autorizará la reagrupación familiar de otro cónyuge» (art. 4.4).

35 Como se desprende de su título, y como se especifica en su art.1, la Directiva sólo se aplica a quienes tengan residencia legal en un Estado miembro, que normalmente será por motivos de trabajo. Por ello, excluye expresamente a quienes residan por motivos de estudios o formación profesional, a quienes residan en virtud de una decisión de «protección temporal» o de «formas subsidiarias de protección», a quienes tengan la condición de refugiados o se acojan a la Convención de Viena, y a quienes residan exclusivamente por motivos de carácter temporal, aunque sean laborales (trabajo temporal, trabajo au pair, trabajadores desplazados temporalmente, trabajadores transfronterizos). Por otro lado, la Directiva se aplica sin perjuicio de las disposiciones más favorables contenidas en acuerdos bilaterales o multilaterales firmados por la propia Comunidad o por sus Estados miembros con terceros países, y en normas internacionales sobre establecimiento de personas o trabajadores migrantes (como la Carta Social Europea de 1961 o el Convenio Europeo de 1977).

36 La Resolución del Consejo de 20 de junio de 1994, en relación con el Reglamento 1612/1968 pone en circulación el principio de «preferencia comunitaria», según el cual «Los Estados miembros sólo tendrán en cuenta las solicitudes de entrada en sus territorios por razones laborales cuando los puestos vacantes en el Estado miembro de que se trate no puedan ser ocupados por los trabajadores nacionales o comunitarios, ni por los trabajadores no comunitarios que residan legalmente y de forma permanente en dicho Estado miembro y que formen parte del mercado laboral del mismo» (Libro Verde de la inmigración económica, de 11 de enero de 2005).

37 El derecho a la igualdad de trato puede ser ampliado por los Estados a otros ámbitos no previstos en la Directiva, y también puede ser objeto de restricción en ciertas condiciones (art. 11): con carácter general, los Estados podrán limitarlo a los casos en que el lugar de residencia habitual o de inscripción del residente de larga duración se halle en su territorio, y con carácter más particular, pueden restringir el derecho de acceso al empleo cuando esté reservado a sus nacionales o a ciudadanos comunitarios o asimilados, y pueden limitar la igualdad de trato a las prestaciones básicas de asistencia social y protección social.

38 Estos derechos derivados (que no son de aplicación ni a los trabajadores desplazados temporalmente ni a los trabajadores transfronterizos) también pueden ser objeto de restricción en ciertas condiciones, en la medida en que los Estados miembros quedan autorizados a adoptar medidas de preservación del mercado nacional, a conceder preferencia a los ciudadanos comunitarios e incluso a los residentes legales que perciban prestaciones de desempleo, y a limitar el número total que puedan optar al correspondiente derecho de residencia (art. 14.2, 3 y 4). Dispone además la Directiva 2003/109 que «el presente capítulo no impedirá la aplicación de la legislación comunitaria relativa a la seguridad social a los nacionales de terceros países» (art. 14.6).

39 En particular, se reconoce a los estudiantes el derecho a trabajar por cuenta ajena o a ejercer actividades económicas por cuenta propia en función de la situación del mercado de trabajo nacional, y sin perjuicio de que corresponda a cada Estado miembro fijar el máximo de horas o días (a la semana, al mes o al año) permitido para dicha actividad (art. 17).

40 Principalmente, la Convención de Ginebra de 28 de julio de 1951 y el Protocolo de 31 de enero de 1967 sobre el Estatuto de los Refugiados, como señala el propio precepto comunitario.

41 La regulación se completa con el Protocolo núm. 22 anexo a la Constitución Europea sobre «el derecho de asilo a nacionales de los Estados miembros», en el que, partiendo del «grado de protección de los derechos y libertades fundamentales por parte de los Estados miembros de la Unión Europea», se considera que tales Estados «constituyen recíprocamente países de origen seguros a todos los efectos jurídicos y prácticos en relación con asuntos de asilo», por lo que una eventual solicitud de asilo en ese contexto sólo podrá ser tomada en consideración en los casos, excepcionales detallados en dicho texto.

42 Ambas enlazan con las líneas de acción política marcadas en el Consejo Europeo de Tampere de 1999. La primera fija el 31 de diciembre de 2002 como fecha tope para la correspondiente transposición; la segunda, el 6 de febrero de 2005.

43 Todo ello, desde luego, sin perjuicio de las llamadas cada vez más insistentes a la cooperación entre los Estados miembros y entre éstos y la propia Unión. Veáse de nuevo a este respecto tanto la Comunicación de la Comisión de 16 de julio de 2004 como el Libro Verde de 11 de enero de 2005.

44 Veáse, para comprobarlo, el preámbulo de la Ley 7/1985, de 1 de julio, que tan sólo toma como punto de referencia el art.13 de nuestra Constitución y los Pactos internacionales de la ONU de 1966, y el RD 1119/1986 de 26 de mayo, que aprobó su Reglamento de ejecución.

45 Aprobado, en sustitución del anterior Reglamento de trabajo de extranjeros, para dar cumplimiento a una proposición no de ley aprobada en el Congreso en 1991 en la que se tomaba conciencia de la situación de los extranjeros en España, del incremento constante de la inmigración, de la complejidad del fenómeno y de la necesidad de proveer mejor a la integración social de dichas personas.

46 Como era de esperar, también el RD 864/2001, de 20 de julio, que aprobó el Reglamento de la aquella nueva Ley de extranjería, hizo alusión a los criterios del Consejo de Tampere y a la necesidad de preservar el espacio comunitario de libertad, seguridad y justicia, mostrando una especial preocupación por las posibilidades de reagrupación familiar del inmigrante y la actuación contra las redes de tráfico ilegal. A la postre, este Reglamento había sido aprobado en el marco del «Programa global de regulación y coordinación de la extranjería y la inmigración», con el que se trataba de llevar a cabo una acción coordinada no sólo entre los diferentes Departamentos ministeriales implicados en dicha problemática, sino también entre las autoridades españolas y las directrices comunitarias.

47 También procede a la transposición de la Decisión del Consejo de 20 de diciembre de 2001, sobre tasas por expedición de visados, de la Directiva 2001/51/CE, de 28 de junio, sobre aplicación a los transportistas de las previsiones del Acuerdo de Schengen, y de la Directiva 2001/40/CE, de 28 de mayo, sobre reconocimiento mutuo de decisiones en materia de expulsión de nacionales de terceros países.

48 La puesta en práctica de este nuevo Reglamento ha suscitado dudas, dicho sea de paso, acerca de la acomodación de sus reglas sobre «normalización» de extranjeros en situación irregular con las pautas o directrices comunitarias. En términos formales no hay contradicción alguna con la regulación comunitaria, habida cuenta que ésta, como ya tuvimos ocasión de exponer, no entra en el terreno de las autorizaciones de trabajo. Pero en una visión más completa del fenómeno es innegable que el asunto tiene mayores repercusiones, ya que supone el primer paso para una estancia más o menos prolongada de los trabajadores beneficiarios en el «circuito» comunitario. Aquí reside, de todas formas, la gran contradicción del Derecho comunitario: no se atreve a entrar en la fase de autorización para acceder al mercado de trabajo, y sin embargo se preocupa tanto de la entrada de personas como de su estatuto jurídico una vez insertos en el mercado de trabajo.

49 Recuérdese, el Estatuto del refugiado aprobado por la Convención de Ginebra de 1951 y el Protocolo anexo aprobado en Nueva York en 1967.

50 Curiosamente, no hay apelación alguna al acervo europeo en el RD 203/1995, de 10 de febrero, que llevó a cabo la reforma del Reglamento de 1985 para adaptarlo a la nueva situación legal.

51 Se hace referencia en este caso a la puesta en marcha del «Sistema Europeo Común de Asilo» y a la consiguiente «comunitarización de las políticas de asilo en el Tratado de Amsterdam», incluyendo a tal efecto la llamada «protección subsidiaria». En esa misma fecha fue aprobado, por cierto, el RD 865/2001, de 20 de julio, que incorporó el Reglamento de reconocimiento del estatuto del apátrida, en desarrollo de las Leyes 4/2000 y 8/2000 de extranjería, y en aplicación de la Convención sobre Estatuto de los Apátridas de 1954 de la ONU.

52 La intensa labor de transposición del Derecho comunitario desarrollada a partir de este nuevo siglo se comprueba también en el RD 1325/2003, de 24 de octubre, que aprueba el Reglamento sobre régimen de protección temporal en caso de afluencia masiva de personas desplazadas, en cumplimiento de la Directiva 2001/55/CE, de 20 de julio, y modifica parcialmente, con ese mismo objeto, el RD 203/1995, de 10 de febrero, de desarrollo de la Ley de asilo, para lograr un mayor grado de ajuste entre todas las previsiones legales relativas a las solicitudes de asilo, refugio o protección temporal (lo cual, dicho sea de paso, motivó asimismo alguna modificación del RD 864/2001, de 20 de julio, todavía vigente en aquellas fechas).

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