Política legislativa, técnica legislativa y codificación en los albores del siglo XXI

AutorPrieto Sanchís, Luis
Páginas387-409

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1. Conceptos históricos y formales La codificación como concepto histórico

A partir de un célebre trabajo de Felipe González Vicén, en el ámbito de la filosofía del derecho es muy corriente distinguir entre conceptos históricos y conceptos formales, precisamente con el propósito de discutir el carácter, histó-rico o formal, de la propia filosofía jurídica1. histórico es un concepto, no porque haya sido acuñado en un cierto momento histórico o porque experimente cambios a lo largo del tiempo, sino porque sólo cobra sentido en el marco de una realidad determinada y carece de significado o, peor aún, se convierte en fuente de confusión cuando quiere ser aplicado a contextos históricos distintos; estado, feudalismo o revolución serían ejemplos de conceptos históricos. los conceptos formales, que a mi juicio también podríamos llamar teóricos, son en cambio el fruto de abstracciones y estipulaciones que pretenden dar vida a estructuras de comprensión capaces de explicar o designar fenómenos más allá de sus concreciones históricas; los conceptos que usa habitualmente la teoría del derecho son de esta clase.
pero algunos conceptos pueden operar como históricos o como formales, aunque obviamente su significado difiera en cada caso. el código se presenta como un concepto formal cuando por tal entendemos, en palabras de la real

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Academia, una «recopilación de leyes o estatutos que tratan sobre materias que constituyen una rama de la actividad social»; incluso creo que no deja de ser formal si añadimos alguna exigencia suplementaria, como que tal recopilación se verifique con un propósito de claridad semántica, exhaustividad material, plenitud y coherencia interna. el problema de esta definición formal es que no resulta demasiado interesante porque prácticamente identifica la codificación con una empresa editorial, con una recopilación oficial o académica2 o, a lo sumo, con una legislación atenta y cuidadosa. Y siendo poco interesante este concepto de código, lo es también la pregunta sobre su futuro: la codificación así entendida no pasa de ser una técnica legislativa, con seguridad más clara y ventajosa que su alternativa, el puro desorden normativo, pero en modo alguno recupera el sentido histórico primigenio del movimiento codificador.
la codificación como concepto histórico presenta un significado mucho más denso y profundo. el código constituye la más acabada expresión jurídicopositiva de todo un proyecto de transformación económica, social y política que bajo el sello de la razón dará vida al mundo contemporáneo. no ya una técnica legislativa, sino una política legislativa. con toda evidencia, su origen ha de buscarse en aquel derecho natural racionalista que se sintió capaz de diseñar una Ethica ordine geometrico demonstrata (espinosa, 1677) o un Ius naturae método scientifica pertractatum (Wolff, 1740-1748) y que se resume en la provocativa y tantas veces citada proposición de Grocio: «así como los matemáticos consideran las figuras con abstracción de los cuerpos, así yo, al tratar del derecho, prescindí de todo hecho particular»; de ahí que, al igual que sucede con los números y las figuras, el derecho natural existiría «aunque concediésemos, lo que no se puede hacer sin gran delito, que no hay dios, o que no se cuida de las cosas humanas»3. como observa d’entrèves, lo que Grocio había establecido como hipótesis se convertirá luego en una tesis4: que los principios de la doctrina del derecho son también verdades eternas5. Y nada más tentador que ordenar en un código tales principios o verdades.
porque el iusnaturalismo no fue sólo una filosofía especulativa constructiva de su propio objeto, el derecho natural, sino que sus principios y su método habrían de servir también como «espejo» donde reflejarse el propio derecho positivo, mitigando así el inevitable voluntarismo en que descansa todo poder político productor del orden jurídico. en otras palabras, el iusnaturalismo no sólo proporcionaba una explicación racional de la comunidad política, sino que, más allá de sus variantes ideológicas, dotaba de una peculiar estructura, también racional, al estado y al derecho. en palabras de Goyard-Fabre referidas a la obra de Montesquieu, la razón humana es apta para comprender el mecanismo de las leyes naturales, pero al mismo tiempo encierra una vocación práctica

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de imponer al derecho positivo sus principios constitutivos6; el príncipe éclairé, en el que toma cuerpo la alianza entre el poder y las luces, entre la razón y el derecho positivo, y más tarde la rousseauniana volonté générale habrán de ser los vehículos para hacer realidad esa vocación práctica.
como es lógico, el instrumento de tamaña transformación ya no podía ser la variable, particularista e insegura costumbre, sino la ley. desde luego, la legislación no se concibe entonces, al modo de un cierto positivismo, como un desnudo acto de poder, sino al mismo tiempo como una ciencia y como un principio de cambio: como ciencia nos descubre un derecho natural imprescriptible; como estímulo para el cambio, consiste en un simple proceso de deducción que debe restaurar en la sociedad los principios claros y sencillos de esa ciencia, al parecer ocultos por siglos de oscurantismo. el resultado serán las leyes, las verdaderas leyes, que no son transitorias, caprichosas o dependientes de las costumbres locales, sino unas leyes dotadas de «bondad absoluta» porque se hallan en armonía «con los principios universales de la moral, comunes a todas las naciones»7. esta confusión entre las leyes científicas como «relaciones necesarias» descubiertas por la razón y las leyes jurídicas como casos particulares de las anteriores aparece bien expresada en Montesquieu: ley en general es la razón humana y «las leyes políticas y civiles de cada nación no deben ser más que los casos particulares a los que se aplica la razón humana»8.

Esta reivindicación de la ley como forma exclusiva de regulación social constituía, de una parte, la culminación del estado absoluto en su largo caminar hacia el monopolio del poder, pero también, de otra, el anuncio del estado liberal empeñado en la garantía de un ámbito de inmunidad a favor de sujetos privados y jurídicamente iguales9. ante la pluralidad y difuminación de los centros de producción jurídica, ante la tupida red de privilegios y excepciones origen de la incertidumbre y falta de uniformidad del derecho, ante la heterogeneidad e inseguridad de las costumbres, el triunfo del legalismo quiso representar una especie de traslación al orden positivo de los esquemas propios del derecho natural racionalista: por eso, la ley debe ser única, pues «la igualdad de los ciudadanos consiste en estar todos sometidos a las mismas leyes»10; sen-

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cilla, pues «las leyes prolijas son calamidades públicas»11; promulgada y notoria para todos, no secreta12; redactada en lengua vulgar, de forma concluyente y fácil de entender, «pues no hay cosa más peligrosa que aquel axioma común de que hay que consultar el espíritu de la ley»13; y, sobre todo, abstracta y general, pues la ley sólo puede ser justa cuando la materia que se regula es general, lo mismo que la voluntad que la establece, ya que «el soberano jamás tiene derecho a exigir de un súbdito más que de otro, porque entonces, al tomar el asunto carácter particular» su poder deja de ser competente14. en resumen, como recomendaba Voltaire, «que los jueces sean los primeros esclavos de la ley y no los árbitros… que las leyes sean uniformes, fáciles de entender por todo el mundo… que lo verdadero y justo en una ciudad no resulta falso e injusto en otra»15 pues bien, la filosofía de las leyes uniformes, precisas, abstractas y generales alcanza su cénit en el movimiento codificador que, como diría Wieacker, conduce de la ciencia a la legislación, haciendo de ésta un acto de transformación revolucionaria16; el legislador del código es naturalmente el poder político pero incorpora al mismo tiempo un carácter racional y universal, capaz de ofrecer en un cuerpo único y sencillo aquellas reglas que se suponen válidas para todo tiempo y lugar17. el código representa de esta manera la expresión más definida y acabada del racionalismo entendido en la triple dimensión que indicaba Gómez arboleya, esto es, como racionalismo utópico constructivo de la realidad, como racionalismo político edificador del estado y unificador de la nación y, por último, como racionalismo burgués afirmador de la vida profana, libre e igual18. iusnaturalismo y racionalismo, construcción del estado como organización política con vocación de monopolio, homogeneidad jurídica bajo el imperio de la ley, liberalismo y economía mercantil son, pues, los impulsos que confluyen en la empresa codificadora.
de ahí que el código no sea reflejo ni simple ordenación de viejas leyes y costumbres, no quiere consagrar lo existente, sino que encarna un diseño de nueva planta que pretende regular las relaciones sociales de modo uniforme,

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preciso, coherente y claro donde nada pueda quedar al arbitro del intérprete. por eso, cabe decir que es en la euforia codificadora cuando la concepción del sistema jurídico se ha visto más ampliamente sometida a los dominios de la razón: creación y aplicación del derecho aparecen entonces como perfectas operaciones racionales, pues si el código constituye un monumento de la geometría social y jurídica, la interpretación por su parte debe dejar de ser un catá-logo de casos, tópicos y argumentos para construirse a imitación del propio código, esto es, como un silogismo perfecto. si puede decirse así, el código no es una empresa jurisprudencial o de doctores, sino la obra de soberanos filósofos capaces de diseñar un orden jurídico nuevo y acorde con las...

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